martes, 22 de mayo de 2018

Últimas notas sobre la guerra civil

28 de diciembre de 1936

Francisco Blanco Prieto, Unamuno y la Guerra Civil, 
Cuad. Cát. M. de Unamuno, 47, 1-2009, p. 50

Cómo y porqué me adherí al movimiento. Salvar la civilización occidental cristiana. Ya antes había yo atacado al Frente Popular. Pero pronto me di cuenta de que los métodos no eran ni civilizados sino militarizados ―ay, la terrible específica dementalidad castrense española― no occidentales sino africanos ―África, espiritualmente, no es occidente― ni menos cristianos, sino del bárbaro y grosero paganismo católico tradicionalista español. Ni el movimiento iba contra el marxismo; era el desquite de la dictadura primo-riverana la de los de «nuestra profesión y casta» y con inspiración carlista. Por qué Mola hizo bombardear Bilbao. La caza del masón; la Liga de los Derechos del Hombre; la Institución Libre. El odio a la inteligencia, la envidia, el resentimiento, el complejo de inferioridad. ¿Que yo podía haber evitado persecuciones? Sí, renunciando a exigir responsabilidades por los hechos; ¿borrón y cuenta nueva? No, no y no.

Ya no podremos vivir en España los inteligentes y limpios de corazón. Y yo con más de 72 años, teniendo a mi cargo a los niños ¿dónde? Otra España, la España ―una Anti-España― que se prepara y el triste ocaso de la España eterna fuera de España, en la emigración. ¿Y el emigrado en su patria? ¿el despatriado en ella? dejar a la España geográfica convertida en un hospital de enfermos mentales.

Esta guerra civil, no es civil. Es un ejército de mercenarios ―pretorianos― la legión y los regulares; no el pueblo.

El efecto de abatimiento. El que me producía ver desfilar por la Plaza Mayor las pobres chicas, uniformadas de milicianas de falange, llevando el paso. Y alguna vez al frente un tamborilero. Y aquella estúpida de... con su boina verde.

lunes, 21 de mayo de 2018

Manifiesto sobre la guerra civil

Octubre de 1936

Francisco Blanco Prieto, Unamuno y la Guerra Civil
Cuad. Cát. M. de Unamuno, 47, 1-2009, pp. 48-49

Apenas iniciado el movimiento popular salvador que acaudilla el general Franco me adherí a él diciendo que lo que hay que salvar en España es la civilización occidental cristiana y con ella la independencia nacional (b). El gobierno fantasma de Madrid me destituyó por ello de mi rectoría y luego el de Burgos me restituyó en ella con elogiosos conceptos.

En tanto, me iban horrorizando los caracteres que tomaba esta tremenda guerra civil sin cuartel debido a una verdadera enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura (c). Las inauditas salvajadas de las hordas marxistas, rojas, exceden toda descripción y he de ahorrarme retórica barata. Y dan el tono, no socialistas, ni comunistas, ni sindicalistas, ni anarquistas, sino bandas de malhechores degenerados, expresidiarios, criminales natos sin ideología alguna que van a satisfacer feroces pasiones atávicas sin ideología alguna. Y la natural reacción a esto toma también, muchas veces, desgraciadamente, caracteres frenopáticos. Es el régimen del terror. España está espantada de sí misma. Y si no se contiene a tiempo llegará al borde del suicidio moral. Si el desdichado gobierno de Madrid no ha podido resistir la presión del salvajismo apellidado marxista debemos esperar que el gobierno de Burgos sabrá resistir la presión de los que quieren establecer otro régimen de terror. En un principio se dijo, con muy buen sentido, que ya que el movimiento no era una cuartelada o militarada sino algo profundamente popular, todos los partidos nacionales anti-marxistas depondrían sus diferencias para unirse bajo la única dirección militar sin prefigurar el régimen que habría de seguir a la victoria definitiva. Pero siguen subsistiendo esos partidos: renovación española (monárquicos constitucionales), tradicionalistas (antiguos carlistas), acción Popular (monárquicos que acataron la república) y no pocos republicanos que no entraron en el frente llamado popular. A lo que se añade la llamada Falange ―partido político, aunque lo niegue― o sea, el fascio italiano muy mal traducido. Y este empieza a querer absorber a los otros y dictar el régimen futuro. Y por haber manifestado mis temores de que esto acreciente el terror, el miedo que España se tiene a sí misma y dificulte la verdadera paz; por haber dicho que vencer no es convencer ni conquistar es convertir, el fascismo español ha hecho que el gobierno de Burgos que me restituyó en mi rectoría… ¡vitalicia!, con elogios, me haya destituido de ella sin haberme oído antes ni dándome explicaciones. Y esto, como se comprende, me impone cierto sigilo para juzgar lo que está pasando.

Insisto en que el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza Franco es salvar la civilización occidental cristiana y la independencia nacional ya que España no debe estar al dictado ni de Rusia ni de otra potencia extranjera cualquiera puesto que aquí se está librando, en territorio nacional, una guerra internacional. Y es deber también traer una paz de convencimiento y de conversión y lograr la unión moral de todos los españoles para rehacer la patria que se está ensangrentando, desangrando, arruinándose, envenenándose y entonteciéndose. Y para ello, impedir que los reaccionarios se vayan en su reacción más allá de la justicia y hasta de la humanidad, como a las veces tratan. Que no es camino el que se pretenda formar sindicatos nacionales compulsivos, por fuerza y amenaza, obligando por el terror a que se alisten en ellos a los ni convencidos ni convertidos. Triste cosa sería que al bárbaro, anti-civil e inhumano régimen bolchevístico se quisiera sustituir por un bárbaro, anti-civil e inhumano régimen de servidumbre totalitaria. Ni lo uno ni lo otro, que en el fondo son lo mismo.

(b) ya que se está aquí en territorio nacional, ventilando una guerra internacional.

(c) con cierto substrato patológico-corporal. Y en el aspecto religioso a la profunda desesperación típica del alma española que no logra encontrar su propia fe. Y a la vez se nota en nuestra juventud un triste descenso de capacidad mental y un cierto odio a la inteligencia unido a un culto a la violencia por la violencia misma.

domingo, 20 de mayo de 2018

Mensaje de la Universidad de Salamanca a las Universidades y Academias del mundo acerca de la guerra civil española

20 de septiembre de 1936

Gonzalo Redondo, Historia de la Iglesia en España 1931-1939
tomo II La Guerra Civil, Madrid 1993, pp. 54-55.

La Universidad de Salamanca, que ha sabido alejar serena y austeramente de su horizonte espiritual toda actividad política, sabe asimismo que su tradición universitaria la obliga, a las veces, a alzar su voz sobre las luchas de los hombres en cumplimiento de un deber de justicia.

Enfrentada con el choque tremendo producido sobre el suelo español al defenderse nuestra civilización cristiana de Occidente, constructora de Europa, de un ideario oriental aniquilador, La Universidad de Salamanca advierte con hondo dolor que, sobre las ya rudas violencias de la guerra civil, destacan agriamente algunos hechos que la fuerzan a cumplir el triste deber de elevar al mundo civilizado su protesta viril. Actos de crueldades innecesarias asesinatos de personas laicas y eclesiásticas― y destrucción inútil ―bombardeo de santuarios nacionales (tales el Pilar y la Rábida), de hospitales y escuelas, sin contar los sistemáticos de ciudades abiertas―, delitos de esa inteligencia, en suma, cometidos por fuerzas directamente controladas o que debieran estarlo por el Gobierno hoy reconocidos “de jure” por los Estados del Mundo.

De propósito se refiere exclusivamente a tales hechos la Universidad ―silenciando por propio decoro y pudor nacional los innumerables crímenes y devastaciones acarreados por la ola de demencia colectiva que ha roto sobre parte de nuestra patria―, porque tales hechos son reveladores de que crueldad y destrucción innecesarias e inútiles o son ordenadas o no pueden ser contenidas por aquel organismo que, por otra parte, no ha tenido ni una palabra de condenación o de excusa que refleje un sentimiento mínimo de humanidad o un propósito de rectificación.

Al poner en conocimiento de nuestros compañeros en el cultivo de la ciencia la dolorosa relación de hechos que antecede, solicitamos una expresión de solidaridad, referidos estrictamente al orden de los valores, en relación con el espíritu de este documento.

Miguel de Unamuno (rector), Esteban Madruga (vicerrector), Arturo Núñez, José María Ramos Loscertales (al que se le atribuye la redacción del Manifiesto), Francisco Maldonado, Manuel García Blanco, Ramón Bermejo Mesa, De Juan, Antonio García Boiza, García Rodríguez, Villaamil, Andrés García Tejado, López Jiménez, Serrano, Teodoro Andrés Marcos, Nicolás Rodríguez Aniceto, Peña Mantecón, Sánchez Tejerina, Wenceslao González Oliveros, González Calzada, Román Retuerto, y Mariano Sesé y Arcochacena.

sábado, 19 de mayo de 2018

Emigraciones

Ahora (Madrid), 19 de julio de 1936

Cuando otros andan pensando en el veraneo —me gusta más la expresión francesa “villegiature”—, en viajes y excursiones turísticas estivales, me recojo en mi alcoba —“in angello cum libello”, en un rinconcito con un librito, que se dijo antaño— a volver a leer la insondable “monodia”—así la llamó Jorge Sand—del Obermann que en pleno estrépito napoleónico echó en cara al mundo íntimo Senancour, en 1804. Los años han corrido y aquella excursión por los abismáticos y desiertos páramos del alma humana sigue atrayéndonos con su desesperado consuelo.

“Que alguna vez todavía, bajo el cielo de otoño, en estos últimos hermosos días que las brumas llenan de incertidumbre, sentado cerca del agua que se lleva la hoja amarillenta, oiga los acentos sencillos y profundos de una melodía primitiva. Que un día, subiendo al Grimsel o al Titlis, sólo con el hombre de las montañas, oiga sobre la yerba corta, junto a las nieves, los sones románticos bien conocidos de las vacas de Underwalden y de Hasly, y que allí, una vez antes de la muerte, pueda decir a un hombre que me entienda: ¡Si hubiéramos vivido!” Y el hombre que escribió esto dejó escrito esto otro: “El que nada ha visto por sí mismo y está sin prevenciones, sabe mejor que muchos viajeros. Sin duda que si este hombre de espíritu recto, si este observador, hubiera recorrido el mundo, sabría mejor todavía; pero la diferencia no sería bastante grande para ser esencial; presiente en los relatos de los demás las cosas que éstos no han sentido, pero que en su lugar él hubiera visto.” ¡Qué exacto y qué justo es esto!

Creo saber respecto a tierras y pueblos que no he visitado merced a relatos ajenos mucho que los relatores no saben y que yo mismo no sabría si los hubiese visitado. Era maravilloso lo que de tierras y de pueblos —de geografía, de antropología, de etnografía— supo aquel solitario Manuel Kant que apenas si salió de su nativo Koenigsberg. Y es curioso saber que aquel Julio Verne que cuando niños nosotros nos encendió la fantasía con sus relatos de viajes por todo el mundo fue un escritor casero y recogido que apenas se movió de su villa natal.

“Andar y ver” —se dice—. Y el que esto os dice ha publicado una colección de relatos de excursiones con el título de Andanzas y visiones españolas. Pero es más lo que ha soñado que lo que ha visto. Y, sobre todo, lo que ha soñado ver. Y cada vez más se recrea —se re-crea en el sentido originario, se vuelve a crear a sí mismo— viajando no por el espacio, sino por el tiempo. Se va a la orilla del río a contemplar desde al pie de un aliso los dorados chapiteles de la ciudad alzándose sobre verdura en una silenciosa puesta solemne de sol y viaja por más de cuarenta años, por todas las veces que los contempló así. Un paisaje de costumbre nos hace recorrer toda una vida. Así como no se ve de veras un lugar cualquiera la primera vez que se le ve. Sólo se nos ahonda cuando se casa con su propio recuerdo. O tal vez al verlo materialmente por vez primera lo reconocemos de relatos. Cuando este año vi por primera vez Londres y la abadía de Westminster los reconocí como acostumbrados recuerdos.

Sólo re-crean al alma los viajes por el tiempo. Y por el tiempo íntimo, por el tiempo de los recuerdos personales. “¡Si hubiéramos vivido!” “Conocido el mundo no crece, antes bien, mengua”—contaba Leopardi—; “más grande que no al sabio le parece al pequeñuelo; descubriendo sólo la nada crece”. “¡A la landa verde! ¡A la landa verde!”, gritábamos de niños, en el colegio, en mi Bilbao, hace más de sesenta años, cuando íbamos a salir de modestísima excursión a una landa de Begoña. Y cuando después he vuelto a mi nativa villa he ido a la landa verde a viajar por años de recuerdos, por recuerdos de años, a la verde landa de mi niñez, a su verdor. Sacudiendo amarillenta hojarasca, me remontaba —así, me remontaba, pues me es cumbre— a mi niñez, a la fuente de mi vida íntima. ¡Qué subida hacia el pasado!

Pero es que este viajar por el tiempo no es propiamente viajar, no es lo que hacen excursionistas y turistas, que van huyendo de todas partes —por topofobia— y, sobre todo, huyendo de sí mismos; ese viajar por el tiempo es propiamente emigrar. Como emigran las golondrinas y las cigüeñas en busca de sus nidos de antaño. “Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus nidos a colgar...” O mejor, acaso, a encontrar el viejo nido, aquel de que salieron y de que saldrán sus crías. Los animales emigrantes no son turistas, no son excursionistas, no son viajeros. Ni lo son, en rigor, los peregrinos ni los mendigos errantes. Golondrinas, vencejos, cigüeñas, peregrinos, buhoneros, mendigos errantes, pastores trashumantes recorren no el espacio, sino el tiempo. El leopardiano pastor errante de las estepas asiáticas que interroga a la luna por su destino peregrina por el tiempo, no por el espacio. ¿Andar y ver? Mejor acaso sentarse y esperar.

Hay una hermosa poesía del gran poeta valenciano Vicente Wenceslao Querol a un árbol que en el huerto familiar plantó su padre el día mismo en que nació el poeta. Y éste, que emigró a la Corte y luchó por la vida ausente de su ciudad nativa —qué estupendo su poema, titulado Ausente—, vuelve a ver el árbol gemelo que da flor en primavera y en otoño, “su aromado fruto”, “junto al torrente que sus plantas baña”. Y aquí, en estas dehesas salmantinas, me he detenido tantas veces a contemplar esas matriarcales encinas que han peregrinado en el tiempo, sin desprenderse del suelo nativo, a través de años y acaso de siglos.

¿Turismo? ¿Excursionismo? Mejor emigración por el tiempo, tiempo atrás, a través de recuerdos. Y como guía, un librito en un rinconcito, “in angello cum libello”. Ni el tiempo ni los tiempos están, además, para tragar espacios. Y para acabar esto, vaya el final del Obermann: “Si llego a a vejez, si un día, lleno de pensamientos todavía, pero renunciando a hablar a los hombres, tengo junto a mí un amigo para recibir mis adioses a la tierra, póngase mi silla sobre la yerba corta, y tranquilas margaritas ante mí, bajo el sol, bajo el cielo inmenso, a fin de que al dejar la vida que pasa, vuelva a encontrar algo de la ilusión infinita.”

viernes, 18 de mayo de 2018

Mandarines y no mandones

Ahora (Madrid), 15 de julio de 1936

Recorría hace unos años este comentador aquí esta su ciudad de Salamanca en compañía de un profesor ruso que había venido a estudiar las escuelas rurales y del entonces rector del Colegio de los Irlandeses —para Teología católica—, don Miguel O'Doherty, actual arzobispo de Manila. Al hablarse —era lo obligado— del pueblo español, el sacerdote irlandés hubo de decirle al profesor ruso: “Acaso haya usted oído que este pueblo es ingobernable; pero nada más lejos de la verdad. El español es obediente y poco rebelde. Lo que no le gusta es mandar. Le gusta ocupar el puesto de mando, pero no mandar; sentarse en la presidencia, pero no presidir”. No he vuelto a olvidar aquellas palabras del actual arzobispo de Manila. Y ellas me recuerdan uno de los más típicos pasajes de aquel libro inapreciable que es La Biblia en España, de Jorge Borrow, que tan excelentemente tradujo Su Excelencia el actual Presidente de la República española. Es cuando don Jorgito, harto de no lograr que se le diera permiso para publicar en español la Biblia sin notas, pues se le salía con que era ley en España el Congreso de Trento, acudió al presidente del Consejo —me parece que era Istúriz—, y éste, harto de aquellas gestiones, le contestó que no le moliese más y la publicase sin licencia. ¡Típicamente español!

Al español, en efecto, no le gusta mandar, sino ocupar el puesto de mando y vivir de él. Y lucirlo. Y vestirlo. De mandón tiene muy poco, dígase lo que se diga; mucho más de mandarín. El mandar exige una cierta concentración mental, a la que se opone nuestra natural holgazanería, que se complace en soñar. Lo que aquí suele llamarse acción no pasa de ser sueño de acción, que se disipa en palabras y más palabras. Y es que la imaginación se nos desmanda y nos lleva a verdaderos desmandes o desmanes. ¿Acción? ¡Ni por pienso! ¿Mandonería? No, sino mandarinismo.

Al leer últimamente el libro que nuestro buen amigo Marañón ha dedicado al conde-duque de Olivares me di cuenta de que este buen figurón hinchado era, en el fondo, un pobre hombre elocuente, y en rigor, un abúlico. Un abúlico a las veces voluntarioso. Parejo al pobre Felipe IV, otro abúlico que tal vez soñaba la acción. Y todo aquello que se llama —no sabemos por qué— la decadencia de la Casa de Austria en España y la decadencia de España, ¿qué era sino sueño de acción y “noluntad” —no voluntad— o desgana de obrar? ¿Decadencia? ¿Decadencia con Cervantes, y Quevedo, y Lope de Vega, y Calderón, y Velázquez, y..., y...? Los dos hombres que mejor estudiaron esta supuesta decadencia de la Casa de Austria española, Leopoldo Ranke, el gran historiador alemán, y nuestro gran don Antonio Cánovas del Castillo —el monstruo, que se le llamó— otro soñador de acción y de energía, nos pueden enseñar mucho al respecto.

A lo peor se le hace a un hombre público un mito de energía y de actividad, y es él mismo quien tiene que advertirnos que es mito, quien tiene que confesarse abúlico y que se deja arrastrar de la saca y resaca de los sucesos eventuales. ¿No es así, mi querido Prieto? Pero ¡ay!, que nuestro sino es servir al mito con que nos envuelven y aprisionan los demás. El pueblo necesita un mesías —digamos un cacique— y lo busca; y si no lo halla, lo inventa. Y ¡ay de aquel en quien el pueblo se fija! Ahora, lo que es difícil es hacer de un mandarín un mandón.

Hablaba hace poco de esto que se llama crisis de autoridad —es crisis de voluntad— con un pobre hombre aquejado de la congoja endémica hoy aquí y me decía: “Que manden unos u otros: los comunistas o esos que llaman fascistas, pero que manden ellos por sí y no tirando de los hilos, como a unos monigotes, a los mandantes —dijo mandantes y no mangantes—; que manden con la responsabilidad del mando. Y que sepamos a qué atenernos. Y que no se dé el caso que se me ha dado a mí de que una autoridad subalterna, al quejarme de una de sus resoluciones, evidentemente injustas, me dijese: Tiene usted razón, pero ¿qué quiere usted que le haga? A sus votos debo mi puesto, y he tenido que sufrir hasta que me llamasen, cara a cara, ¡hijo de tal!” Y como este pobre hombre, los que se quejan son ya legión. Y empiezan a formar legión. Sólo que tampoco encuentran el mandón. Y es que lo buscan entre mandarines. Y luego unos y otros se satisfacen con ponerse motes, con alimentarse de rumores. En tanto que la masa se desmanda. Y se desmanda por holgazanería mental. Porque hay que ver su espantoso vacío ideológico. Que no encubren las tonterías rimbombantes y retumbantes de sus guiones. Y ¿qué remedio? ¡Aguantar y aguardar!

El ensueño del joven español que piensa en la vida pública es lograr una posición. O sea, una colocación. Es escalar un puesto. Y, una vez en él, asentarse. Y, una vez asentado, que le dejen en paz, que no le jeringuen. ¿Mandar? ¡Quiá! Ocupar el puesto de mando. ¿Crear algo nuevo? No; soñar que lo hubiese creado. Y si el pobre mozo cae en la pedantería de la energía, de figurarse ser enérgico, entonces peor que peor.

Nuestros históricos hombres de acción lo han solido ser de acción instintiva, irreflexiva, juguetes del azar. Nuestra castiza energía se ha vaciado en la contemplación. Nietzsche dijo que España se agotó por osar demasiado. No; por soñar demasiado. Carducci habló de la afanosa grandiosidad española. Y Don Quijote, más que un héroe de voluntad, es un héroe de ensueño de ella. Nuestro más castizo pensador resulta Miguel de Molinos.

jueves, 17 de mayo de 2018

¡Paciencia y barajar!

Ahora (Madrid), 8 de julio de 1936

Cogí el libro de España y volví a leer aquel capítulo XXIII de su parte segunda, en que se nos cuenta lo que soñó ver Don Quijote en la encantada cueva de Montesinos. Y llegué a cuando éste, Montesinos, presenta a su primo Durandarte el Caballero de la Triste Figura, diciéndole que viene a desencantarlos, después de quinientos años que allí yacían encantados, que no muertos. A lo que, sacudiendo su modorra de cinco siglos... “Y cuando así no sea —respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja—, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo: paciencia y barajar.” Y volviéndose de lado tornó a su acostumbrado silencio, sin hablar más palabra. Releído lo cual, me di cuenta de cuán por alto pasé todo ese pasaje en mi Vida de Don Quijote y Sancho, publicada por primera vez hace ya treinta y un años, en 1905. No sería ahora lo mismo, pues si bien treinta y un años no son los quinientos en que Durandarte se acostumbró al silencio —santa costumbre, ya para mí, inasequible—, son los bastantes para acostumbrarse al “¡paciencia y barajar!” Y voy a seguir barajando.

En mi otra obra Cómo se hace una novela, publicada en la Argentina, en 1927, en plena dictadura primo-riverana, y hallándome yo desterrado en Hendaya, conté, entre otras experiencias de paciencia y de impaciencia, mis partidas de tute y de mus en el pequeño café hendayés, y allí sí que recordé el “¡paciencia y barajar!” de Durandarte, aunque atribuyéndoselo —tal es mi impaciencia para controlar citas— a Montesinos. Y decía allí: “Y mano y vista prontas al azar que pasa. ¡Paciencia y barajar! Que es lo que hago aquí, en Hendaya, en la frontera, yo con la novela política de mi vida —y con la religiosa—: ¡paciencia y barajar! Tal es el problema.” Y luego contaba cómo me entretenía en hacer solitarios a la baraja, lo que en Francia se llama “patience”...

“Mientras sigo el juego —escribí entonces—, ateniéndome a sus reglas, a sus normas, con la más escrupulosa conciencia normativa, con un vivo sentimiento del deber, de la obediencia a la ley que me he creado —el juego bien jugado es la fuente de la conciencia moral—, mientras sigo el juego es como si una música silenciosa brezara mis meditaciones y la historia que voy viviendo y haciendo. Y mientras manejo reyes, caballos, sotas y ases, pasan en el hondón de mi conciencia y sin yo darme entera cuenta, el rey, sus sayones y ministriles, los obispos y toda la baraja de la farsa de la Dictadura. Y me chapuzo en el juego y juego con el azar. Y si no resulta una jugada vuelvo a mezclar los naipes y a barajarlos, lo que es un placer. Barajar los naipes es algo —en otro plano— como ver romperse las olas de la mar en la arena de la playa. Y ambas cosas nos hablan de la Naturaleza en la Historia, del azar en la libertad. Y no me impaciento si la jugada tarda en resolverse, y no hago trampas. Y ello me enseña a esperar que se resuelva la jugada histórica de mi España, a no impacientarme por su solución, a barajar y tener paciencia en este juego solitario y de paciencia. Los días vienen y se van como vienen y se van las olas de la mar; los hombres vienen y se van —a las veces se van y luego vienen— como vienen y se van los naipes, y este vaivén es la Historia. Allá a lo lejos, sin que yo concientemente lo oiga, resuena en la playa la música de la mar fronteriza. Rompen en ella las olas que han venido lamiendo costa de España. ¡Y qué de cosas me sugieren los cuatro reyes, con sus cuatro sotas, los de espadas, bastos, oros y copas, caudillos de las cuatro filas del orden vencedor! ¡El orden! Paciencia, pues, y barajar!”

Así escribía yo hace diecinueve años en aquella Hendaya, a la que no sé si tendré que volver —también yo, amigo Prieto— a barajar en paciencia, a volver a los solitarios. Aunque, ¿qué más solitarios que estos comentarios que barajo aquí?

Y recordando todo esto y meditando estos recuerdos, he aquí que he leído el Discurso edificante que sobre un pasaje evangélico escribió mi Soeren Kierkegaard, el danés. Comentaba en él aquello del capítulo XXI del Evangelio según Lucas, en que se cuenta lo que Jesús decía del próximo fin del mundo, de la catástrofe y de las señales con que se anunciaría, añadiendo a sus discípulos que no se acongojaran, pues “en vuestra paciencia ganaréis vuestras vidas”. “Vidas” mejor que “almas”. “En vuestra paciencia” y no “con vuestra paciencia”. Y al releer el pasaje evangélico y el hondo comento de Kierkegaard, previendo la catástrofe —quién sabe si el fin de “nuestra” España, de la nuestra—, me dije: “En tu paciencia ganarás tu vida. Y tu alma.” Ya otra vez escribí que “es el fin de la vida hacerse un alma”. A hacérmela, pues, con paciencia y barajando.

Uno de mis más viejos recuerdos es el de cuando allá, en mi Bilbao natal, hace más de sesenta y tres años, iba cada mes a llevar la mesada a mi primer maestro de escuela, a don Higinio, antiguo músico mayor de algún regimiento de los ejércitos de Carlos V el Pretendiente, y él, al recibir el óbolo, en un cuartito que olía a incienso, sacaba de una bolsita una paciencia, una pastita, y nos la daba a los pagadores de la mesada. Y sigo, no mes a mes, sino día a día, comulgando con paciencias como la de mi niñez. Y ahora, barajando. “Patience”, paciencia llaman en francés al solitario; mas también le llaman “réussite”, esto es, éxito o buen resultado. Y sólo con paciencia y barajando se logra éxito. Y si éste no llega, ¿qué más da? Esperándole habrá uno vivido y ganado su alma. Pues hasta el desesperanzado, antes de llegar a desesperación, que aguarde a la esperanza. Dícese que al desganado se le abren las ganas comiendo sin ellas. Y lo de Heráclito: “Hay que esperar para lograr lo inesperable”. No lo inesperado, sino lo inesperable.

Esperemos, pues, aunque sea desesperadamente; tengamos paciencia y hagamos de la paciencia barajando. Y si salvamos nuestra alma, o sea nuestro juego en la Historia, nuestra responsabilidad, no habrán sido baldías ni nuestra barajadura ni nuestra paciencia. Paciencia, pues, y a barajar. No del todo en silencio como Durandarte, sino murmurando entre dientes: “¡Acaso...!” Y los impacientes, o sea los que se creen revolucionarios —¡pobretes!—, a su juego.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Justicia y Bienestar

Ahora (Madrid), 3 de julio de 1936

Antes, y como para hacer boca —mejor, oído— vaya un racimito, a modo de pequeños botones de muestra, de frutos de la tan cacareada revolución.

Pasa por la plaza una muchachita acompañada de un su familiar, cuando un zángano mocetón se divierte en hacerle una mamola. El familiar se vuelve a reprenderle, el mocetón se insolenta y el otro arrecia en la reprensión. Y entonces, ante el grupo de curiosos que se arremolina, ¿qué se le ocurre al zángano? Pues ponerse a gritar: “¡Fascista!, ¡fascista!” Y esto basta para que el reprensor tenga que escabullirse, no fuera que le aporrearan los bárbaros.

Otro día, en un rincón de una calle, sorprende un guardia municipal a otro mozallón haciendo necesidades; se le acerca, no a multarle, según piden las Ordenanzas, no, sino a llamarle la atención, y el necesitado, al verle venir se yergue y le espeta un “¡que soy del Frente Popular!”

Otra vez un matrimonio joven, en jira de turismo, entra en una iglesia, sin gente entonces, y a poco, husmeando no se sabe qué, entran tres chiquillos como de diez a doce años y exclama uno alzando el puño: “¡Maldito sea Dios!”, y el otro: “Hay que darle unas hostias.” Y como estos tres sucesos, recogidos aquí, muchos más de la misma laya.

Y no se hable de ideología, que no hay tal. No es sino barbarie, zafiedad, soecidad, malos instintos y, lo que es —para mí, al menos—peor, estupidez, estupidez, estupidez. De ignorancia no se hable. He tenido ocasión de hablar con pobres chicos que se dicen revolucionarios, marxistas, comunistas, lo que sea, y cuando, cogidos uno a uno, fuera del rebaño, les he reprochado, han acabado por decirme: “Tiene usted razón, don Miguel; pero ¿qué quiere usted que hagamos?” Daba pena oírles en confesión. Pero luego se tragan un papel antihigiénico en que sacian sus groseros apetitos y ganas ciertos pequeños burgueses que se las dan de bolcheviques y de lo que hacen servil ganapanería populachera. Tragaldabas que reservan ruedas de molino soviético para hacer comulgar con ellas a los papanatas que les leen. ¿Papanatas? Otra cosa. Que así como se leen los clandestinos libritos pornográficos para excitarse estímulos carnales, así se leen esas soflamas para excitarse otros instintos. La doctrina es lo de menos.

Esto, en los bajos fondos. ¿Y más arriba? Recuerdo que después de que aquellas Constituyentes, de nefasta memoria —Dios nos perdone—, votaron —el que esto escribe no lo votó ni asistió a aquellas sesiones— aquel artículo 26, en que se incluyó mucho evidentemente injusto, como se lo reprochara yo a uno de los prohombres revolucionarios, hubo de decirme: “Sí, es injusta; pero aquí no se trata de justicia, sino de política.” Y me dio a entender que cierta injusta medida persecutoria se daba para proteger a los perseguidos contra otras persecuciones populares en caso de no tomar la medida. Que es como si un Tribunal de justicia dijese: “Le hemos condenado a muerte, porque si no, la turba le saca de la cárcel y le lincha.” Curioso argumento que no deja de aplicarse.

La política no puede confundirse con la justicia. Es la razón de Estado; la tiranía, mucho peor cuando es lo que llaman democrática que cuando es regia o imperial. Y tampoco debe confundirse con la economía, o sea con el bienestar. Celebraba el prohombre una comida con otros hombres de pro, y como se hablara de la ruina de la economía nacional, de cómo se iba a arruinar al país con ciertas medidas, hubo de decir aquél que la política no debía guiarse por postulados económicos y que un pueblo no ha de arredrarse de una política de nivelación social porque ello le empobrezca y arruine. Y dos de los amigos —y consejeros— del prohombre salieron diciéndose uno a otro: “¡Nos equivocamos!” Y tanto como se equivocaron. Equivocación que empiezan muchos a reconocer.

Cada vez que oigo que hay que republicanizar algo me pongo a temblar, esperando alguna estupidez inmensa. No injusticia, no, sino estupidez. Alguna estupidez auténtica, y esencial, y sustancial, y posterior al 14 de abril. Porque el 14 de abril no lo produjeron semejantes estupideces. Entonces, los más de los que votaron la República ni sabían lo que es ella ni sabían lo que iba a ser “esta” República. ¡Que si lo hubiesen sabido...!

Iba a terminar estas notas al vuelo diciendo algo del propuesto Gobierno nacional republicano. Pero no puedo hacerlo. Y no puedo hacerlo porque empiezo a no saber ya qué es eso de nacional, y cuanto más tratan de explicármelo menos lo sé. Y en cuanto a lo de republicano, hace ya cinco años que cada vez sé menos lo que quiere decir. Antes sabía que no sabía yo qué quiere decir eso; pero ahora sé más, y es que tampoco lo saben los que más de ello hablan. Y como no sé qué pueda ser eso de Gobierno nacional republicano, me abstengo de opinar sobre él.