domingo, 30 de abril de 2017

Ante la sepultura del inquisidor Corro

El Sol (Madrid), 8 de agosto de 1931

Reposar con la vista el ánimo en la raya horizonte del mar Cantábrico, tratando de olvidar la realidad histórica presente de nuestra desgarrada España… ¿Realidad? Pero es que de la realidad y de los problemas reales ―los otros sin duda ideales― se está haciendo camelo. Bueno; y después de haber así reposado con el ánimo la vista en ese mar, meterme en la Colegiata de San Vicente de la Barquera, que atalaya el mar, y contemplar, embebido de esperanzas, la estatua marmórea del inquisidor Corro, recostado sobre su sepultura. Con la diestra sostiene la cabeza meditativa; la mano izquierda sobre el breviario, también de mármol, en que parece leer en silencio rezos de eternidad. ¿Qué es lo que lee? Porque el marmóreo breviario está en blanco. Como nuestro porvenir. Pero hay que volver a esto que es la vida, a esto que es el mundo, a esto que es la existencia que pasa.

“Hay que aislar al pesimista” ―decía D. Alfonso―. Y así cayó. Porque era él quien se aislaba para no oír malas nuevas. Prefería las buenas viejas. Atajaba a quien pretendía advertirle peligros. Quiso hacer del optimismo una profesión. Y el republicanismo que le sucede le imita en esto como en otras cosas. No sabe abrir el pecho a la esperanza sin cerrar los ojos a la realidad sin retórica ni programa. “Aquí no hay más que Jeremías”… ―me decía una vez el ex Rey―. El cual no tenía de Jeremías idea más clara que la tengan los que hablan, sin conocerlo, del bravo profeta que le enseñó a su pueblo que merecía el cautiverio.

¿Y el marmóreo inquisidor Corro, el que duerme en San Vicente de la Barquera? El inquisidor sigue enquisando, sigue inquiriendo. Y me parecía leer en sus soñadores ojos alabastrinos que decía: “¿Comprensión?, sí; pero para el engaño. Porque no respondéis a mis esfuerzos de comprensión, con veracidad. Como buenos chalanes que sois, no sois veraces. El toma y daca se basa en el engaño.” Y pensé que un buen Inquisidor es un comprensivo. Y luego me añadió Corro, el inquisidor: “¿Cordialidad?, sí; pero ante todo racionalidad.” Y pensé que tenía razón el inquisidor, porque hay una razón inquisitiva y hasta inquisitorial. ¿Teológica? Sea. Pocas cosas más racionales y hasta más racionalistas que una sincera teología.

Y salí pensando tristemente, jeremíacamente acaso, bajo el pardo cielo montañés, que no vamos a lograr la unidad espiritual ―que es la única que de veras importa― ni aun a costa de la unidad política. Porque hay quien no sabe hablar de sus libertades ―que a menudo nada tienen que ver con la verdadera libertad, con la libertad real y efectiva― sin herir en la cuerda más viva del corazón de quien quiere oírle cordialmente. “No hay peor sordo que el que no quiere oír” ―dice un dicho decidero―. “No hay peor resentido que el que no quiere entender” ―digamos.

Corro, y con él los demás inquisidores, trataron de salvar la unidad espiritual de España, poniendo a su servicio la razón de Estado. Fue su obra más política que propiamente religiosa. ¿Que fracasaron? Habría tanto que hablar de esto… Aunque sí, fracasa a la larga la Inquisición ortodoxa y la heterodoxa, y la católica y la protestante, y la racionalista atea y todas las inquisiciones. Todas, ¿eh?, todas, hasta la de los que hablan resentidamente de sus supuestas libertades perdidas. Que también ellos son inquisidores, también ellos han establecido su Santo Oficio diferencial, también ellos castran la comprensión de sus pueblos, también ellos les empapizan de leyendas.

Y rota la unidad espiritual viene la peor guerra civil: la de miradas, la de cuchicheos, la de retintines, la de motes, la de no poder verse y tenerse que mirar.

¿Comprensión mutua? ¿Cordialidad? ¿Unidad espiritual? El inquisidor Corro sigue haciendo como que lee en el marmóreo breviario en blanco. ¡Y cómo pesa el mar y sobre el mar el cielo!

sábado, 29 de abril de 2017

Estado, estadillo y problemas sociales

El Sol (Madrid), 29 de julio de 1931

Suelen tener las denominaciones que se dan a sí mismos los partidos, sectas, escuelas, etc., un valor significativo que ni los que las forjaron sospechaban. Así, por caso, la C.N.T., la   Confederación Nacional del Trabajo, y la U.G.T., la Unión General de Trabajadores, que hoy se contraponen en métodos de lucha, y la política no es sino método. A primera vista parecería que  Confederación equivale a Unión, pero no es así, pues entre nosotros suele querer decir desunión.  Además, la C.N.T. rechaza la intervención suprema del Estado, que es el órgano de unión, proclamando la que llama acción directa. Es una confederación anarquista. Luego se hace llamar nacional, y es claro que de la nación española, pues que actúa en toda ella. Últimamente, en esa Andalucía dicha libre; es creer que libre del Estado. Y, por último, la C.N.T. lo es del trabajo, de  este término abstracto, mientras que la U.G.T. lo es de trabajadores concretos e individuales. Y en estos últimos días, la C.N.T. armó una huelga en contra de una Compañía, la de Teléfonos, que radica y trabaja en toda la nación española.

Podría hacer ahora aquí ciertas reflexiones sobre las modalidades de origen geográfico, o más bien climatérico, que distinguen a esas dos Asociaciones, la disociativa o confederativa y la  unionista o de Estado. Y relacionarlas con las diferencias de modalidad que caracterizaron a las  tropas carlistas en las dos regiones en que se sostuvieron nuestras guerras civiles del pasado siglo, y con las distintas modalidades de la organización industrial en esas dos regiones. Pero hay que llegar a algo más actual.

El señor presidente de la Generalidad de Cataluña, después de repetir el estribillo, vacío de sentido histórico, de la pérdida de las  libertades del Principado, pide a los obreros españoles que trabajan en Cataluña que hagan una tregua en sus luchas sociales, en su acción directa contra la burguesía en este caso, hasta que se vote et Estatuto y pueda Cataluña por sí misma resolver la cuestión social “de conformidad con nuestras costumbres ―dice―, nuestras características y conforme a nuestra mentalidad  y a nuestra manera de ser”.

La petición del señor presidente de la Generalidad es de una manifiesta particularidad pueril, es de una simplicidad infantil. ¿Es que cree que hay una manera peculiar catalana de afrontar y resolver el problema. social, un problema no ya nacional, sino internacional? En concreto:  actualmente la C.N.T. tiene entablada una huelga de acción directa contra la Compañía Nacional ―quiero decir que actúa en toda España― de Teléfonos; ¿y es que va a esperar, mediante una tregua, a Confederación Nacional del Trabajo a que la Generalidad de Cataluña, mediante un Estatuto, resuelva ese conflicto entre dos entidades de toda España? ¿Es que, por ejemplo, van a poder los sindicalistas apoderarse de los teléfonos de Barcelona y no de los del resto de España? Y esto que pasa hoy con los teléfonos pasaría mañana con los ferrocarriles, con el telégrafo, con otros servicios. Y no se nos diga que servicios públicos nacionales, porque en rigor lo son todos. Y seguros estamos de que los fabricantes sensatos de Cataluña no estarán dispuestos a que sea la Generalidad la que resuelva los conflictos entre obreros y patronos. Esa lucha no es regional, y cuando se está tendiendo a crear una legislación internacional del trabajo, es una puerilidad que raya en insensatez venirnos con eso de que una región cualquiera arregle esos conflictos conforme a su mentalidad y su manera de ser. Porque no, no hay ni una mentalidad ni una manera de ser diferenciales para tratar y resolver problemas universales. Y esto sería tan ridículo como lo sería hablar de comunismo catalán, vasco, gallego, castellano o andaluz.

¿Que la lucha sindicalista retrasa o deja en segundo término la aceptación del Estatuto de la Generalidad catalana? Pues que se espere éste. La lucha llamada social sí que es problema vivo y urgente, y no las pedanterías particularistas basadas en tradiciones legendarias y resentimentales. Y, por otra parte, si el sindicalismo, con su método ―su política― de la acción directa, rechaza la intervención del Estado nacional español, ¿cómo no ha de rechazar la de un estadillo regional, llámase románticamente Generalidad o llámese con otro nombre más o menos pomposo? Y en cuanto a los patronos, ya le ha hablado bastante claro al señor presidente de la Generalidad Catalana el Fomento del Trabajo Nacional. Aunque haya una bendita simplicidad que no lo comprenda. Y pregunte el señor presidente a un buen filólogo catalán, a Pompeyo Fabra, por ejemplo, que lo es excelente, lo que en catalán ha venido a significar bendito.

viernes, 28 de abril de 2017

Individuo y estado

El Sol (Madrid), 23 de julio de 1931

No bien leído en este mismo diario el artículo del amigo Araquistain sobre El complejo sindicalista, tomo la pluma, y no con talante polémico, para comentar algo de lo que en él dice su autor. Es esto: “La tesis del individualismo español, o sea el antiestatismo español, como generalización, me ha parecido siempre una tontería. Un régimen tan férreamente estatista como el que ha imperado en España durante tantos siglos no se explica sin una anuencia espiritual de la mayoría del pueblo.”

Dejemos por ahora la segunda parte de lo citado, eso de que el régimen español haya sido férreamente estatista, lo que me parece un error de historia, sino que antes más bien lo que llamamos Estado o Poder central ―que ni es central― ha sido en España de una debilidad manifiesta. Dejemos esto para detenernos en lo de “el individualismo español, o sea antiestatismo español”… ¿Es que son términos convertibles? ¿Es que el individualista, por serlo, es anti-estatista? ¿Es que quien pone sobre todo en el orden civil los llamados derechos individuales, los de la Revolución Francesa, es que el liberal, el neto liberal, se opone por ello al Estado? Creo más bien lo contrario, y más si por Estado entendemos el Poder más amplio, el más extenso, el más universal. Tratándose de individuos españoles, el Estado español, el Poder público de la nación española. Y digo que el individuo busca la garantía de sus derechos individuales en el Estado más extenso posible, a las veces, en Poderes internacionales. Lo que sabía muy bien Pi y Margall, que era un proudhoniano.

Por individualismo español, por liberalismo español, es por lo que vengo predicando contra Poderes intermedios, municipales, comarcales, regionales o lo que sean, que puedan cercenar la universalidad del individuo español, su españolidad universal. Yo sé que en mi nativa tierra vasca, por ejemplo, y lo mismo en Cataluña, en Galicia, en Andalucía o en otra región española cualquiera, ha de ser el Poder público de la nación española ―llámesele, si se quiere, Estado español― el que ha de proteger la libertad del ciudadano español, sea o no nativo de la región en que habite y esté radicado en ella contra las intrusiones del espíritu particularista, del “estadillo” a que tiende la región. Como la experiencia me ha enseñado que los llamados caciques máximos o centrales, los grandes caciques del Estado, si alguna vez se apoyaban en los caciquillos locales, comarcales o regionales, muchas más veces defendían a los desvalidos, a los ciudadanos sueltos, contra los atropellos de estos caciquillos.

Hay una conocidísima doctrina lógica que enseña que la comprensión de un concepto está en razón inversa de su extensión, que cuantas más notas la defines, se aplica a menos individuos, y así escarabajo-coleóptero-insecto-articulado-animal-viviente-ente, es serie que va creciendo en extensión y menguando en comprensión. Y así yo, mi propia individualidad, soy lo más comprensivo y lo menos extensivo, y el concepto de ente o ser lo más extensivo y lo menos comprensivo. Pero hay Dios, que es algo como lo que Hegel llamaba el universal concreto; hay el Universo, que sueño sea consciente de sí; hay la totalidad individualizada y personalizada, y hay, en el orden político, la Ciudad de Dios.

Es, pues, por individualismo, es por liberalismo, por lo que cuando se dice “Vasconia libre” ―”Euskadi askatuta” en esperanto eusquérico―, o “Catalunya lliure”, o “Andalucía libre”, me pregunto: “Libre, ¿de qué?; libre, ¿para qué?” ¿Libre para someter al individuo español que en ella viva y la haga vivir, sea vasco, catalán o andaluz, o no lo sea, a modos de convivencia que rechace la integridad de su conciencia? ¡Esto no ! Y sé que ese individuo español, indígena de la región en que viva o advenedizo a ella, tendrá que buscar su garantía en lo que llamamos el Estado español. Sé que los ingenuos españoles que voten por plebiscito un Estatuto regional cualquiera tendrán que arrepentirse, los que tengan individualidad consciente, de su voto cuando la región los oprima, y tendrán que acudir a España, a la España integral, a la España más unida e indivisible, para que proteja su individualidad. Sé que en Vasconia, por ejemplo, se le estorbará y empecerá ser vasco universal a quien sienta la santa libertad de la universalidad vasca, a quien no quiera ahogar su alma adulta en pañales de niñez espiritual, a quien no quiera hacer de Edipo.

jueves, 27 de abril de 2017

¡Pobres metecos!

El Sol (Madrid), 19 de julio de 1931

En el prólogo de la edición francesa del Baedecker se decía que el español es “pointilleux et ombraguex”, quisquilloso y receloso. Y esto acaso se deba a esa terrible plaga nacional que es la envidia. ¿Sólo de España? ¡Lo que le preocupaba a Herodoto, el de la democracia helénica! Y recuerdo que en cierta ocasión me dijo Cambó en la plaza Mayor de Salamanca que la envidia nació en Cataluña. Pero. ¡es claro!, a cualquier otro ciudadano universal de España que se le oiga se le oirá decir lo mismo de su propia región o patria chica. Porque la envidia que es recíproca, es de estas patrizuelas que se achican. Lo más del anticaciquismo, ¿no es acaso producto de esa típica secreción democrática?

Y ahora veamos esas pequeñas anécdotas insignificantes a que esa enfermedad de la visión, que consiste en no poderse ver ―de invidere, no ver, deriva invidia―, convierte en vigas las pajas. ¿Quién no ha oído la tópica anécdota de: “¡hable usted en cristiano!”? Y, sin embargo, esto es de un grosero rarísimo y excepcional. Y tal vez a ese grosero incomprensivo le provocó otro grosero que, pudiendo hablarle en comprensión mutua, prefirió molestarle poco cristianamente. Si bien esto era más raro aún. Porque mi experiencia personal en Cataluña me ha enseñado que en el “archivo de la cortesía”, que dijo Cervantes, todos los hombres cultos ―y no he tratado otros allí― se acomodan al modo de entendimiento mutuo. Y eso que yo les rogaba que me hablasen en su cristiano vernacular, pues deseaba ejercitar mi oído y mi sentido a su comprensión. Otra cosa habría sido si hubiesen pretendido imponérmelo.

Esa tan asendereada y sobada anécdota revela un estado de lamentable neurastenia colectiva en quienes la recogen y repiten. Un pueblo sano de verdad no se percata de cosas como esas, o las olvida al punto. Es algo parecido a las pequeñeces que agrandó poéticamente la gran Rosalía a cuenta del trato que se daban los segadores gallegos y no que les daban los castellanos de Castilla. ¡Triste enfermedad esa de creerse un hombre o un pueblo vejados! ¿Tristes quisquillosidad y recelosidad españolas! ¡Triste manía persecutoria, colectiva, por donde se va a parar a las republiquetas de taifas, al pueril juego de estatutillos resentimentales!

Recuerdo ahora otra simpleza de pobres resentidos, y era la de creer que dialecto es respecto a idioma o lengua un término peyorativo, algo que expresa un grado inferior. “Dígame, D. Miguel ―me preguntaba un ingenuo víctima de lo que hoy se llama un complejo de inferioridad―, esta nuestra lengua, ¿usted cree que es dialecto o idioma?” Y le respondí conforme a mi condenada profesión: “Mire, amigo, ello es cuestión de palabras, y pues que estamos en éstas, sepa que idioma significa lo particular, el resultado de la acción particularizadora, como poema es lo creado, y que si el poe-ma corresponde al poe-ta, lo creado al creador, el idio-ma corresponde al idio-ta, o sea al particular, que no empezó queriendo decir otra cosa esto del idiota. Un idiotismo es una particularidad.” Y el buen amigo se quedó pensando no sé en qué, acaso en la generalidad más o menos particular; es decir, contradictoria. O dicho en oro y sin recovecos, que España tiene el deber de imponer a todos sus ciudadanos el conocimiento de la lengua o dialecto ―me es igual― español; pero que no debe consentir el que se imponga ―así, se imponga― a ninguno de ellos el bilingüismo. Sea bilingüe quien quiera, y trilingüe y políglota; ¿pero como obligación de ciudadanía?, ¡jamás! La ciudadanía es simple, y no la hay doble ni triple ni múltiple. Y en lenguas las hay diferenciales y las hay integrales.

A base de idiotismos, que degeneran en idioteces, de particularidades, de anécdotas, de antojos, de reconcomios, de visiones de ictericia, de agravios fantásticos, hay señoritos que quieren forjar la conciencia personal de pueblos sanos. ¡Qué cartas henchidas de amargura recibo de españoles que empiezan a sentirse tratados de metecos ―meteco es algo así como maqueto― en su propia España, y a cuyos hijos se les quiere imponer una doble ciudadanía y con ella una doble comprensión cuando no se ha acabado la sencilla!

¡Pobres españoles que tendrán que pagar en represalia agravios históricos, los más de ellos más supuestos que efectivos, de lejanos tatarabuelos, resentimientos que sólo conservan los neurasténicos! Porque miren, hermanos, que eso de recordar el “bol calp de fals” no es cosa de historia, sino de histeria. ¡Y pobres metecos!

Mas de esto de los metecos, maquetos, forasteros o advenedizos nos queda mucho que decir.

miércoles, 26 de abril de 2017

Caciquismo, fulanismo y otros “ismos”

El Sol (Madrid), 18 de junio de 1931

En mayo de 1901 contribuí con un escrito a la información que, dirigida por Joaquín Costa, abrió la Sección de Ciencias Históricas del Ateneo de Madrid sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España; urgencia y modo de cambiarla. De los sesenta y cuatro contribuyentes a ella ―entre los que figuraban D. Antonio Maura, Pi y Margall, Ramón y Cajal, Azcárate y otros así― sólo dos, mi amiga la Pardo Bazán y yo, tratamos de representar al caciquismo como la forma más natural de gobierno popular en España, “la única forma de gobierno posible, dado nuestro íntimo estado social”, dije entonces. “El cacique ―añadí― es la ley viva, personificada; es algo que se ve y se toca y a quien se siente; la ley, cosa abstracta y escrita.” “No es el mal el cacique en sí; el mal es como el cacique sea.” Y escribí también ―¡hace treinta años!― “lo que ocurre es que el instrumento con que los hombres hacen hombres son las ideas, y que sin hombres no hacen ideas las ideas”.

Dos años después, en abril de 1903, publiqué mi Sobre el fulanismo, que figura en el tomo IV de mis Ensayos. Y en él remaché mi tesis personalista. Las personas y no las cosas ―contra Marx― son las que hacen la Historia. Un hombre, un hombre entero y verdadero, es una idea mucho más rica que lo que llamamos una idea. Y ésta tiene peores contradicciones íntimas que las que pueda tener un hombre. Los más grandes y más fecundos movimientos históricos, empezando por el cristianismo, llevan apelativo personal. Hegelianismo quiere decir algo; idealismo absoluto, muy poco o nada. Marxismo es algo; socialismo, casi nada. No he entendido el transformismo hasta que no estudié el darvinismo. ¿Revoluciones de ideales? Rousseau engendró en la Revolución francesa a Napoleón I, y Dostoyeusqui ―más que Marx― engendró en la revolución rusa a Lenin. Y en cuanto al jacobinismo y al bolchevismo se me escapan por su falta de personalidad. Donde no asgo una persona no retengo un ideal.

Por esto me parece que estuvo acertado Sánchez Guerra en Córdoba al presentar como bandera su nombre, como programa sus actos y como promesa la de cumplir con su deber, y esto aunque se rechacen su bandera, su programa y su promesa. Y por esto me parece que en la actual campaña electoral no se hace sino confundirle al pueblo con eso de la derecha liberal republicana, del partido republicano liberal demócrata, el radical, el republicano radical socialista, el de acción republicana, el de al servicio de la República, el federal, el socialista… y todos los otros, más o menos extravagantes. ¿Qué entiende de eso el pueblo?

El hecho es que en estos años de dictadura se han traducido no pocas ideas políticas, pero no se ha traducido, que yo sepa, un solo hombre; se han formado acaso opiniones; pero cuántas personas se han formado? Y así nos presentamos a un pueblo profundamente personalista o fulanista, que no entiende de abstracciones ideológicas, sino de concreciones psicológicas. Los más de nuestro lugares se hallan divididos en dos partidos: el de los antiequisistas, que siguen a Zeda, y el de los antizedistas, que siguen a Equis, y todos son antis, y todos son fulanistas. Y en el fondo todos son adictos. ¿Ahora republicanos? Topé con un tío cazurro que me dijo que era republicano antirrepublicanista, y admiré su castizo ingenio barroco.

Y a este pueblo así, en busca de nuevos caciques ―el anticaciquismo es siempre caciquista― se le presenta una lechigada de candidatos desconocidos que van a ver si hacen su personalidad en las Constituyentes caniculares. ¡Lo que tendrán que sudarla! Después de las próximas elecciones tendremos que erigir un monumento en forma de urna al elector desconocido.

Y menos mal los que, como D. José Sánchez Guerra, pueden presentarse como banderas o símbolos de lo que sea; lo peor es los que tienen que esbozar un programa. ¡Un programa! Nunca lo he podido hacer ni para la asignatura que explico, y eso que es reglamentario; me he limitado a copiar el índice de cualquier libro de texto. ¡Programa! ¡Asignatura! Son después de “pluscuamperfecto”, las palabras más feas que hay en castellano. Y bien decía Carlos Marx que el que traza programas para el porvenir es un reaccionario. Y como no se pueden trazar para el pasado… Ya que en este caso serían metagramas; y páseseme el voquible.

¿Cuántos partidos van a surgir de las Constituyentes? El Diablo lo sabe. Y sólo Dios, los hombres, las personas, que van a surgir o resurgir, que van a nacer o renacer ―resucitar― en ellas. Y entre tanto ya hay quienes están pensando en la persona a la que van a enterrar o a enjaular en la Presidencia de la República española. Yo, para entre mí, y por seguir moda, tengo dos candidatos: uno, si se tratase de entierro, y otro, si se tratase de enjaule; pero, ¡claro está!, me los reservo y callo, pues no quiero pasar por malicioso.

¿Y cuántos partidos van a hundirse en las próximas Cortes? Alguno hay que teme llegar a constituir mayoría en ellas: le teme a la responsabilidad del Poder no compartido con otro partido; le teme acaso a su propio programa. Que es lo que sucede cuando éste, el programa, es un índice de actuaciones en vez de ser una metodología.

Y ahora, lector desconocido ―tan heroico y respetable, pues me aguantas, como el elector desconocido, como mi elector desconocido―, voy a formarme candidato en una campaña electorera más bien que electoral. De la que espero salir ganándome; ganándome a mí mismo, que no es igual que ganar un acta de diputado constituyente. Y si me pierdo, no si pierdo la elección, sino si me pierdo, ya sé lo que me espera. Dios me libre.

martes, 25 de abril de 2017

República española y España republicana

El Sol (Madrid), 16 de julio de 1931

¡Qué hambre de soledad, Dios mío, qué hambre de soledad se le mete a uno hasta el tuétano del alma social ―y no hay otra― en este torbellino de sociedad disociativa! Soledad, santa soledad en que vivir de recuerdos y de esperanzas sociales. Hambre de estar a solas con todo el Universo humano, que no es diferencial. Pero… apeémonos, y “llaneza, hermano, llaneza”. Al llano, pues. ¿Se va a estar siempre haciendo de profeta, o qué?

¡Ahora hay que consolidar la República! ―oigo―. Y me digo: “Ahora hay que consolidar, esto es, hay que consolidar a España”. Porque en tanto oír hablar de la República española apenas se oye hablar de España, sin adjetivos. Y piense el lector si es lo mismo República española que España republicana.

A consolidarla, pues, a consolidarla, no sea que se nos liquide. Y en liquidación de quiebra, que sería lo peor.

¿Juego de palabras? ¿Gramatiquerías? Jugar con palabras suele ser jugar con fuego. Por palabra de más o de menos se matan los hermanos, o, lo que es peor, se niegan la hermandad. Y no es tan ocioso saber distinguir entre lo adjetivo y lo sustantivo. En el llamado antiguo régimen se llegó a decir que la patria y la Monarquía eran consustanciales; pero en este llamado nuevo se empieza a pensar ―pensar es decirse algo― que son consustanciales la patria y la República. Y todo esto de la consustancialidad no es más que mitología, teológica o ateológica ―total… ¡pata!―. ¡La de hogueras que encendió eso de la consustancialidad! Y sigue.

No, ni la Monarquía ni la República son sustancias, sino formas, y ni siquiera formas sustanciales, como los escolásticos le llamaban al alma, de la que decían que era la forma sustancial del cuerpo. ¿Es acaso una Monarquía, es una República la forma sustancial del cuerpo de la patria, del territorio nacional, del santo campo patrio en que reposan los restos de los que nos hicieron? Si es caso, lo sería el imperio. Porque el imperio, sí: el imperio puede llegar a ser forma sustancial de una patria. Lo que no quiere decir que llegue a ello siempre. Hay imperialismos insustanciales. Y teatrales. O, mejor, histriónicos. Sin que se olvide que el Imperio romano, el de los Césares, siguió llamándose República. Y que hoy hay Repúblicas, ya que no imperiales, imperialistas.

“¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!” ―dijo Cambó―. “¿Monarquía? ¿República? ¡España!” ―digamos―. Y a consolidarla, o sea a con-soldarla. Que lo que hoy busca España, de la que apenas hablan sus hijos, es su religión civil española, su ciudadanía universal o divina, sobre-humana.

“¿Es España una nación?” ―me preguntaba un lego en Historia―. Y le dije: “España es internacional, que es modo universal de ser más que nación, sobre-nación.” Un conglomerado de republiquetas no es nada universal si no se eleva a imperio. Y no achiquemos nación a un sentido lugareño, de lugar más o menos rico en vecindario, pues ni vecino es, sin más, ciudadano.

No, no se puede sacrificar España a la República. Ni vayamos a caer en supersticiosas prácticas litúrgicas y mitológicas. Hace poco oíamos hablar de la bandera monárquica, llamándole así a la roja y gualda, la que empezó siendo de la Casa de Aragón y Cataluña, y lo fue de la República de 1873. La de la Casa de Borbón es la actual de la República Argentina. Y esta otra tricolor, roja, gualda y morada, ni sé quien la inventó ni cuándo, ni me importa mucho saberlo. Es asunto de familia…

¡Y lo que apasionan estas liturgias, zapatos nuevos para niños! Es como la heterografía. Pues hay una España con ñ, otra Espanya con ny, y hasta he leído en un escrito gallego una Hespaña, por no atreverse a escribirlo del todo a la portuguesa: Hespanha. ¡Y triste mirar estas niñería! ¡Pobre España nuestra, la de todos los españoles universales, sobrenacionales, la de nuestro verbo imperial, la que lanzó al cielo ultramarino aquel “¡tierra!” al columbrar la América que nos esperaba!

¡Qué hambre de soledad, Dios mío, qué hambre de soledad en que ensoñarme en mi Ciudad de Dios española, la de nuestro abolengo universal, la que está acaso gestando nuestro nietos universales, de cuando se nos haya caído esta sarna de resentimientos lugareños que nos corroe, este bocio de aldeanerías inciviles! Y cuenta, no se olvide, que hay aldeas y lugares millonarios.

lunes, 24 de abril de 2017

El Estatuto o los desterrados de sus propios lares

El Sol (Madrid), 7 de julio de 1931

“¡Enhorabuena!”, y un saludo de paso. Esto los que no piden albricias. Y uno se queda diciéndose para sí: “¿En hora buena?, no, sino ¡en mala hora!”, y rumiando aquellas amargas palabras de Job (VII, 20): “Por qué me pusiste por blanco tuyo y soy para mí mismo insoportable?” Porque hay no ya horas, sino días y años y aun siglos malos; hay horas de resaca. Son las que siguen a todo empuje de revolución confundente.

Sí, ya sabemos que hay quienes condenan toda sinceridad, quienes predican un eso que llaman optimismo oficial, quienes llaman derrotismo a la limpieza de visión. Pero suelen ser los que no tienen el sentimiento de la responsabilidad, esto es: los resentidos. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que el resentimiento no sea una fuerza y muy grande. Basta mirar a Rusia, a la Rusia actual, y mirarla a través del evangelio de Dostoyevsqui, el gran profeta de los resentidos, el Bautista de Lenin. Pero…

He visto no sé dónde que Nietzsche decía que la enfermedad apetece lo que la mantiene como tal enfermedad. Y esto parece que lo saben muy bien los alcohólicos, los morfinómanos y… casi todos los enfermos. Entre ellos, los resentidos. Sean hombres o pueblos. Porque hay pueblos resentidos, y los pueblos resentidos apetecen su propia disolución, aunque la llamen renovación. Pues si corre tanto aquella sentencia ―creo que traída de Italia― de “o renovarse o morir”, la nuestra, la castiza, la española, es la que solía recordar nuestro buen amigo Schopenhauer, aquella de “genio y figura hasta la sepultura”. O sea que el renovarse y el morir es uno y lo mismo. Y hay, repito, un instinto disolutivo. O resentimental.

Yo, que había tratado a algunos irlandeses “sinn feiners” (“nosotros mismos”), esos sedicentes celtas, quejumbrosos, del arpa y la verdura, cuando alcanzaron su independencia de Inglaterra, me dije: “Y ahora, que no les queda ya resentirse de Inglaterra, ¿qué van a hacer?” Ya sé lo que seguirá haciendo, o mejor, diciendo, un Bernard Shaw, pongo por caso; pero Bernard Shaw no es un irlandés ortodoxo, ciento por ciento. No es ni siquiera O'Shaw. Es un hereje absoluto e integral; hasta de su propia herejía. Y supongo lo que seguirán haciendo y diciendo los unionistas ―es decir, los verdaderos federales― del Ulster, los que no han consentido en perder la independencia espiritual del individuo, la mayor plenitud de aquellos llamados derechos individuales. Posición que comprendo y consiento muy bien yo, que, como español vasco, vi nacer y desarrollarse entre los fenianos de mi nativa tierra vasca, la que me ha hecho, aquella barbarie rústica del antimaquetismo, aquella barbarie de dividir a los convecinos y colaboradores en indígenas y advenedizos, en nativos y forasteros. Y eso que en mi nativo País Vasco, justo es decirlo, a ningún hombre sensato se le ocurría la estúpida ocurrencia de decir que nos mandaban desde el centro, lo que no era cierto. Mis paisanos, como todos los demás españoles se mandaban a sí mismos unos a otros. Y si había caciquismo, era indígena. Ni creo que a los mandones más o menos indígenas de mi tierra que andan destructurando un Estatuto se les ocurra el desatino histórico de exclamar: “¡Ya no nos mandan!” Esta sería una simpleza propia sólo de uno educado en el mando militar. El Estatuto, por lo demás y por lo que de él conozco, es algo en gran parte deliciosamente infantil y no habrá gran daño para mis paisanos liberales en que fuera aprobado por España, pues las más absurdas de sus prescripciones no podrán nunca llevarse a la práctica. Se resistirán a ellas los mismos a quienes se las quiere aplicar. Y si se intentara forzarles a seguirlas acabarían por sentirse advenedizos todos los nativos. Pues hay nacionalismos chicos con los que sólo se consigue hacer que uno se sienta desterrado en su propia tierra, forasteros en sus propios hogar y cuna, ahogado en aldeanería sin patria civil.

Allí, en la villa que fue mi cuna y mi primer hogar, en mi Bilbao nativa, siendo yo niño, cuando íbamos de paseo los del Colegio a Begoña o a Abando, anteiglesias hoy anexionadas a la villa, leíamos en el frente de sus sendas casas consistoriales: “Casa de la República”. Y no quería decir Casa de la República Española, sino que se llamaban a sí mismas la República de Begoña y la República de Abando. Y acaso el haberse federado la República de Abando con la villa de Bilbao fue lo que hizo germinar, por un proceso resentimental aldeano, en el alma simplicísima de Sabino Arana, lo que se llamó primero el bizcaitarrismo. Con b y con k, por supuesto, porque la v y la c son maquetánicas. Y si no, basta recorrer la epigrafía ibérica. ¡Sabrosos recuerdos infantiles! Sí; ¡pero ensueños infantiles! Muy dulces para brizados por zorcico, jota, muiñeira, sardana o seguidilla; pero… Un mandón no puede ser un vate más o menos melenudo y jocoso-floral. La política no es orfeón. Y menos orfeón de chiquillos de una o de otra edad. Dulce cosa la niñez, y más dulce la segunda niñez, la última; lo presiento, ¡ay!, con una amarga dulzura; pero… ¡Qué casas aquellas de las repúblicas aldeanas de Begoña y de Abando! Donde se alzaba esta, en la plaza de Albia, se alza hoy la estatua de Antón el de los Cantares, poeta infantil y aldeano, el primero que me hizo llorar. ¿Cuál será el último?

domingo, 23 de abril de 2017

Egologías y consistiduras

El Sol (Madrid), 26 de junio de 1931

En burla, aunque injusta, de la escolástica medieval ha podido decirse que sus diferentes escuelas hacían consistir las cosas, ya en la consistidura, ya en el consistir, ya en el consistimiento, ya en la consistencia, ya en otras denominaciones, que no definiciones, análogas. En resolución, logomaquias. Y ni cabe llamarlas ideologías, sino fonologías; pues no se trata de ideas, sino de voces. Y hoy nos encontramos en una escolástica política y revolucionaria. Las supuestas definiciones no son más que denominaciones, en que a las veces el toque está en el orden de factores, que parece alterar el producto. Así hemos oído la diferencia que va del socialnacionalismo al nacionalsocialismo, dos consistiduras diferentes y un solo camelo verdadero. Y alguien nos ha preguntado seriamente si radical socialista es lo mismo que socialista radical, a lo que, ¡es claro!, no supimos qué responderle. Otras veces el punto estriba en obtener un anagrama de iniciales, y así hemos pensado en lanzar el partido revolucionario individualista popular, o sea R. I. P. ¡Y amén! Fonología más o menos…

¿Pero es que el orden de los factores no altera el producto? Ahí está el viejo lema tradicionalista de “Dios, Patria y Rey”, que los directoriales de la Unión Patriótica cambiaron en “Patria, Religión y Monarquía”. Y lo cambiaron por inspiración fajista, para poner la Patria por encima de todo, en concepción y sentimiento paganos. Y como no se atrevieron a ponerla antes que Dios, a hacer del Estado Dios, a la pagana, cambiaron los personales y concretos Dios y Rey por los impersonales y abstractos Religión y Monarquía. Aunque, en rigor, en vez de Religión debieron haber dicho Iglesia. Y dejarle siempre a Dios fuera.

¿Qué es hoy la lucha en Italia entre el fajismo y el vaticanismo, que parecieron conchabarse un momento? ¿Qué es el duelo entre Mussolini y Pío XI? Es el mismo viejo duelo medieval entre el Pontificado y el Imperio, entre la Iglesia y el Estado, entre la religión y la patria. Dejándole siempre fuera a Dios, que no necesita ni de Pontificado, ni de Iglesia, ni de religión, y mucho menos de Imperio, de Estado o de Patria.

¡Dios! ¡Dios sobre todo! Sí; pero para el místico, para el perfecto individualista, para el que resiste a todo partido civil. Dios es el universal concreto, el de mayor extensión y, a la vez, de mayor comprensión; el Alma del Universo, o dicho en crudo, el yo, el individuo personal, eternizado e infinitizado. Toda teología es una egología. Y por eso aquel nuestro R. P. fray Juan de los Ángeles, franciscano, aquel que dijo que Dios “en cuanto hizo dejó olor de su divinidad y grandeza”, y que “viviendo en carne mortal nunca se ven y gozan los rayos de su divina luz si no es por entre los dedos de las manos de Dios”, exclamó en un arrebato de divino egoísmo: “¡Yo para Dios, y Dios para mí, y no más mundo!” Mas, ¿qué era Dios para el ególogo fray Juan de los Ángeles? Era: “que se debe considerar todo el mundo como un cuerpo, cuyos miembros son todas las criaturas, y cuya ánima es Dios”. Y así nuestro castizo místico franciscano español, al no pedir más mundo que Dios es que pedía el alma del mundo, con sus criaturas todas. Su alma, no su idea; personalidad, no idealidad. ¿Mas es esta posición civil?

¿Civil? San Agustín habló no de Estado, ni de Imperio, ni de Patria, pero ni propiamente de Iglesia, de Pontificado o de religión, sino de la Ciudad de Dios. San Agustín era un jurista romano y su teología fue jurisprudencia. Y en concepción agustiniana cabe invocar a Dios por encima de la patria y de la religión, del Estado y de la Iglesia, del Imperio y del Pontificado, que son cosas del cuerpo del mundo, pero no de su alma, no de su alma inmortal. Y el terrible ―¡terrible, sí!― místico ególogo ―ególogo y egolátrico―, al pedir esa alma del mundo, pide una ciudad, pide una comunidad, pide una comunión. ¿O no es acaso que al enseñarnos el Credo, en la escuela, antes de “la resurrección de la carne y la vida perdurable”, se nos enseñó a creer en “la comunión de los santos”? ¿Y qué es la comunión o la comunidad de los santos en la vida perdurable sino la Ciudad celeste de Dios, la eterna sociedad futura? ¿Qué es, sino la patria eterna e infinita, el reino de Cristo, que no es de este mundo?

¿Logomaquias? ¿Egologías? ¿Consistiduras? Dicho llanamente: que al poner a Dios, a mi Dios, sobre todo y por encima de la patria y de la religión, del Estado y de la Iglesia, del Imperio y del Pontificado, declaro que hay algo que no puedo ni debo sacrificar ni a la patria, ni a la religión, ni al Estado, ni a la Iglesia. ¿Qué es esto?

¿He de continuar? Porque cualquiera se hace oír sobre esto en medio del actual barullo de escolástica de partidos políticos con sus definiciones… fonológicas. O sea verbales. Y verbosas.

Y a este lector que me pide que no abuse de la Historia Sagrada, he de decirle que toda historia es sagrado, que la Historia es el pensamiento de Dios, y que su fin es forjar, no patria, ni Estados, ni Imperios, sino almas individuales, personas, hombres. Como el lector ése y como

Miguel de Unamuno.

sábado, 22 de abril de 2017

La antorcha del ideal

El Sol (Madrid), 23 de junio de 1931

“¡Hay que mantener en alto la antorcha del ideal!” Al pelo, amigo mío, linda frase, muy linda frase. Pero… sí; pero la mano que tiene la antorcha, que la mantiene, es de carne y hueso y no de bronce, y se cansa y se abate. ¿Estatua? ¡Ay, amigo; terrible cosa tener que hacer de estatua! Hay en el Palais Royal de París una en mármol, de Rodin, representando a Víctor Hugo con un brazo extendido, y éste… apuntalado por el mismo Rodin. Y a los modelos de tales actitudes, para pintura o escultura, se les suele sostener el brazo con un cordel que cuelga del techo. Y el experto ve en la imagen, aunque invisible, el cordel del modelo. Y hay experto, que como aquel de que nos habla Browning, al ver una estatua de Laoconte sin serpientes, mientras los demás que la miran creen que está desperezándose y bostezando, adivina él que es que está luchando con un enemigo invisible. ¡Con unas serpientes invisibles! ¡Y lo que duele, amigo, el cordel que cuelga del cielo! Usted, que es ante todo y después de todo un esteta, no lo comprende. O mejor, no lo con-sabe ni lo con-siente.

Cuenta el Libro del Éxodo en su capítulo XVII, que cuando peleaba Israel contra Amalec, si Moisés alzaba su mano, Israel prevalecía; pero cuando la bajaba, prevalecía Amalec, y que como las manos de Moisés estaban pesadas, le hicieron sentarse en una piedra y Aarón y Hur le sostenían las manos, el uno de una parte y el otro de la otra, y que así hubo en sus manos firmeza hasta que se puso el sol. Las palmas de los pies de Moisés, descansando, no apoyándose en tierra, y las plantas de sus manos apoyadas en otras manos. Palmas de pies de peregrino, plantas de manos de legislador. Y muerto luego Moisés en la cumbre de Pisga, del monte de Nebo, en la tierra de Moab, frente a la tierra de promisión, en la que no le fue dado por el Señor entrar, pasó Josué a ella el Jordán, con el arca de la alianza.

¿Conoces, amigo, aquel denso poema de Alfredo de Vigny titulado Moisés? Oiga algo de él: “Y tomando lugar de pie, delante de Dios, Moisés, en la nube oscura, le hablaba cara a cara. Y decía al Señor: ¿No he de acabar? ¿Adónde quieres que lleve todavía mis pasos? ¿He de vivir, pues,  siempre, poderoso y solitario? ¡Déjame dormirme con el sueño de la tierra! ¿Qué te he hecho para ser tu elegido? He conducido a tu pueblo a donde has querido, y he aquí que su pie toca a la tierra prometida. De ti a él que se tome otro la mediación y que ponga el freno al corcel de Israel; yo le lego mi libro y la vara de bronce.” Y todo lo demás que le dice y que conviene, amigo, que lo lea en el original de Vigny en poético francés, denso y fluido. Y aquí debo advertirle que el agua corriente, líquida y fluida, es más densa que el hielo sólido, pues éste flota en aquella. Y que yo aquí me veo constreñido a traducir a Vigny en prosa sólida y no en verso líquido.

He vuelto a leer el Moisés del gran poeta al recibir, amigo, con su amonestación su linda frase de la antorcha del ideal. Y he repasado mi pasado.

Soy, ¿debo decírselo?, uno de los que más han contribuido a traer al pueblo español la República, tan mentada y comentada. Pero ahora, en el umbral de la puerta entornada de la España de promisión, sienten las palmas de mis pies de peregrino ganas de césped de hierba fresca en que descansar sin apretarla, y sienten las plantas de mis manos de escritor ganas de sostén de familiares y de discípulos. Y veo la cumbre del monte Nebo, el Pisga, que se me aparecen en sueños algo así como el picacho del Almanzor, en Gredos, esa vértebra cervical del espinazo ―rosario, dice el pueblo― de las dos Castillas, la leonesa y la manchega, la del Cid y la de Don Quijote. Que vengan pues los Josués.

Que vengan los Josués que le hagan pararse al Sol, o que, a lo menos, nuevos Esproncedas le conminen a que se pare para oírles su ardiente saludo. “Para y óyeme, ¡oh Sol!, yo te saludo”… Esto no es de Vigny. Y que el Sol, que es la mejor antorcha del ideal, les oiga, y que ellos hagan a su vez de estatuas saludadoras. ¿No entramos ya en un nuevo mundo y en una era nueva? Y que esos Josués pasen con sus arcas el Jordán, que es un Rubicón, y tras el cual les aguarda la inevitable guerra civil inacabable, lo que otros llaman revolución, la revolución permanente del profeta israelita Trotzki, el avance sin muga. Yo, amigo, vengo del siglo XIX liberal y aburguesado; los sueños de mi niñez se brizaron al fragor de aquellas modestas guerras civiles de 1874, cuando el cursi himno de Riego espoleaba corazones. Pase, amigo, pase el Jordán-Rubicón y entre en la nueva España, en la España federal y revolucionaria. Yo me quedaré en Gredos, pues empiezan a caérseme las manos y los pies. Cada vez sueño más con hierba fresca y verde, para descansar sobre ella o debajo de ella, al sol del cielo o a la sombra de la tierra.

Y ahora vuelvo a releer el Moisés de Vigny, y vuelvo a oírle cómo le dice al Señor terrible, de quien ver la cara es morirse:

                                “Vous m'avez fait viellir puissant et solitaire,
                                laissez-moi m'endormir du sommeil de la terre.”

viernes, 21 de abril de 2017

Sobre el divorcio

El Sol (Madrid), 13 de junio de 1931

Cuando me disponía a comentar bien lo que me escribió el amigo Mourlane respecto al Dios de mi tierra, y con ello mi lema de Dios, Patria y Ley ―Dios sobre todo―, bien las pintorescas incidencias de la proclamación del Estatuto gallego, con su característico regodeo de quejumbre y el inevitable mito de la esclavitud celta, he aquí que se me atraviesa un tema intercurrente, debido a una de esas que llaman encuestas y propiamente deberían llamarse enquestas, o mejor, enquisas. Gusto muy poco de ellas. No me place ser enquestado o enquisado, y menos ser entrevistado o entreparlado. No sé por qué a los que, por mal de nuestros pecados o por nuestra buena suerte, hemos llegado a cierta notoriedad pública, se nos ha de requerir para que opinemos, y a tenazón, de lo que se presente de moda. Y en este caso se me ha querido inquirir lo que del divorcio me parezca, y si creo que deba o no establecerse en España.

Es esa cuestión del divorcio una de las cuestiones interesantísimas que no han logrado nunca interesarme. No me interesa familiarmente, pues no se ha presentado el problema ni en mi propia familia ni en aquellas que me son, por más conocidas, más queridas. No me interesa literaria ni estéticamente, como tesis de comedias, o de cuentos, o novelas, porque ni me siento Alejandro Dumas, hijo, ni Linares Rivas, hijo también, ni me creo con dotes para hacer literatura de divorcio a base de divorcios literarios. Tampoco me interesa jurídicamente, porque, no siendo yo ni siquiera licenciado en Derecho, carezco de clientela de bufete de abogado, en que se me podría presentar el caso. Pero puesto que, por lo visto, éste se quiere poner de moda y podría uno venir a dar en legislador, no he de rehuir el exponer unas ligerísimas consideraciones sobre el divorcio.

Todo este pequeño toletole de la necesidad de implantar el divorcio en España me parece que obedece más que a ansias de los malmaridados, a una especie de sentimiento anticanónico o, si se quiere, anticlerical, respecto al matrimonio. Es éste, en efecto, para la Iglesia católica, canónicamente, un sacramento indisoluble, aunque parece ser que en estos últimos tiempos esa indisolubilidad ha aflojado mucho, y son bastantes los matrimonios canónicos que se disuelven por sugestiones más o menos napoleónicas o económicas. El Estado, por su parte, tiende a civilizar el matrimonio, a hacerlo un contrato meramente civil, sin reconocer efectos civiles al sacramento meramente canónico y no registrado civilmente. De un lado, pues, la canonización sacramental del contrato civil, y de otro, la civilización contractual del sacramento canónico.

Para la Iglesia, el matrimonio puramente civil entre fieles no pasa de ser un concubinato, y para el Estado un mero sacramento no tiene, sin más, efectos civiles. Lo mismo que un reo puede ser absuelto en el sacramento de la penitencia, y hasta ser canonizado, sin que por eso se libre de la pena, y acaso de una ejecución capital. Y esto de la civilización o canonización es tal, que hoy, en España, un ordenado “in sacris”, un sacerdote católico, no puede casarse civilmente, y aun cuando el celibato eclesiástico no es propiamente derecho canónico. Ni se puede civilizar a las barraganas.

Aparte de los efectos civiles, el cuidado de los hijos cuando los haya, el mantenimiento, la herencia, etc., hay el aspecto que podríamos llamar social, o mejor, ético, y es cómo han de ser recibidos en sociedad y qué estimación pública se ha de otorgar a los divorciados y vueltos a casar. Mas esto no depende de legislación, y hoy la sociedad, hasta la más gazmoña, no usa de melindres a este respecto. Es más: se ha hecho en ciertos países de tan buen tono el divorcio, que hay ya quienes se casan para divorciarse. El divorcio da un cierto picante a una nueva aventura matrimonial. Esto es muy cinemático.

Claro está que éstas son cosas de lo que llamamos burguesía y de la aristocracia. El que se llama por antonomasia pueblo no se preocupa apenas del divorcio. Es problema que al verdadero proletario, al que tiene que cuidar de su prole, no se le suele presentar. Y es que en el proletario, en el obrero, la igualdad de los sexos es mayor. Téngase en cuenta las familias obreras en que la mujer es más sostén de ellas que el marido. Hay obreros parados que comen a cuenta de la mujer y que, en vez de obreros en paro, son maridos en parada. Marido u hombre. “¡Es mi hombre!” ―bella expresión―. A la que responde: “¡Es mi mujer!” “Mi mujer”, y no mi esposa o mi señora, denominaciones pedantescas. Y pedantesca también “mi compañera”, de los que quieren dar a entender que ni canonizaron ni civilizaron su matrimonio. ¡Pero en punto a denominaciones estilísticas!… Con decir que aún hace poco he leído a un escritor que muy en serio le llamaba a su padre “el autor de mis días...”

jueves, 20 de abril de 2017

Lo religioso, lo irreligioso y lo antirreligioso

El Sol (Madrid), 4 de junio de 1931

Seguimos percutiendo y auscultando el espíritu público español, que no es lo mismo que la opinión, pues la llamada opinión pública no siempre tiene limpia conciencia de su propio espíritu. El examen de conciencia colectiva, y más que colectiva, común, es más difícil aún que el examen de conciencia individual, y todos los confesores y curadores de almas saben cuán difícil es éste.

Seguimos percutiendo y auscultando a este espíritu público español, atacado hoy de hiperestesia, de histeria y hasta de epilepsia, Los más de los españoles con algo de conciencia común, de conciencia civil o política, ni saben lo que quieren y ni siquiera saben lo que no quieren. Muchas de las explosiones públicas no son más que ataques epilépticos. Y en ellos, el público, o se muerde la lengua o irrumpe en gritos inarticulados, que no son otra cosa los más de los vivas y de los mueras. Nos basta volver la vista a las jornadas de las quemas de conventos.

Es indudable, a las quemas de conventos se unieron profesionales del motín, deportistas de la violencia; pero es no menos indudable que esa obra tuvo si un carácter económico, un carácter también religioso, o sea antirreligioso. No irreligioso. Porque toda protesta, pacífica o belicosa, contra una forma de religión, se hace movido por otra forma de religión. La irreligión, la verdadera irreligión, no protesta nunca, ni pacífica ni belicosamente. Se limita a ignorar la religión ―y con ella a ignorar la irreligiosidad― y a encogerse de hombros ante ella. El ateo religioso, el que profesa la religión ―que lo es― del ateísmo, cree en el anti-Dios. Cree tanto como el creyente en Dios. Todo acto antirreligioso, que es acto religioso, es acto de fe. Tan de fe es creer que hay Dios como lo es creer que no lo hay. ¿Saberlo… decía? Sí, ya sé que dicen que saber no es creer, que saber es cosa de razón. Pero después de todo si fe es, según nos reza el catecismo del P. Astete, creer lo que no vimos, razón ―razón religiosa― es creer lo que vemos. ¡Y qué terrible es la religiosidad racionalista!

“La religión es el opio del pueblo”, dicen que decía aquel terrible profeta, hoy canonizado y erigido en momia de idolatría, que fue Lenin. No sé si dijo “opio del pueblo” o si dijo “opio para el pueblo”; pero es igual. Opio para el pueblo, elaborado por el pueblo mismo. Y lo es toda religión, incluso ¡claro está!, la religión de Lenin, el materialismo histórico de Carlos Marx ―otro profeta canonizado―, elevado a religión bolchevista, con sus dogmas, su disciplina, su jerarquía y su liturgia. Y es que el pueblo apetece opio, porque lo necesita. Uno u otro opio, el ruso ortodoxo, el católico, el nacionalista o el bolchevista. Necesita opio para calmar sus dolores y hasta su hambre; necesita opio para consolarse de haber nacido a esta vida pasajera. Y ese opio es creer en otra vida, o después de la muerte corporal o antes de ésta. ¿Qué es el comunismo sino fe en otra vida? O en otra sociedad, que es lo mismo. Opio es toda utopía, aunque se envuelva en cientifismo.

Es pues religión el bolchevismo ruso, y lo es el fajismo italiano, y lo es el socialnacionalismo tudesco, y lo es el americanismo, y lo es el sindicalismo anarquista, y empieza a serlo el neorrepublicanismo español, que aun no sabe bien ni lo que quiere ni lo que no quiere. Y quema conventos para ver si a la luz de sus llamas ve salir el sol ―hay quien enciende una candela para verlo nacer―, y no ve más que humo. Y todo es opio; opio para calmar los dolorosos retortijones deñ hambre espiritual, del hambre de personalidad ―individual o colectiva―, del hambre de historicidad, del hambre de inmortalidad histórica. A los más de los quemadores de conventos les mueve el ansia de representar un papel en la tragedia de la Historia, de salir a escena, aunque sea como coristas, y, el que puede, de partiquino. “Estamos viviendo unos momentos históricos”, me decía un pobre mozalbete, atosigado de la peor literatura llamada proletaria. Literatura novelística, claro es.

¡Hambre de historicidad! ¡Hambre de celebridad! ¡Qué sentimiento tan divino! En unas oposiciones a escuelas de niños que se celebraban en Salamanca, un opositor, un maestrillo, explicaba en un ejercicio a unos niños el pasaje aquel del Catecismo en que el P. Astete nos dice que Dios hizo el mundo para hacerse célebre. Y el juez del Tribunal de oposiciones que me lo contaba me decía riendo: “Ya ve usted, no sabía explicarse eso de que uno haga algo para su propia gloria  como no sea para hacerse célebre, para ganar renombre.” Y yo le contesté: “Pues se lo explica muy bien el pobre maestrillo que oposita para ganarse un sueldecillo. ¿No reza usted todos los días santificado sea el tu nombre? Pues santificar el nombre de Dios ―el nombre, fíjese usted― es darle renombre, es celebrarlo, es hacerle célebre a Dios, a Dios, cuya gloria celebran los cielos.” Y le hice comprender al pedagogo que la ingenua religiosidad del pobre ―¡y tan pobre!― maestrillo no iba descaminada, que el maestrillo tenía conciencia histórica.

¿Y la gloria de la República española? O sea, ¿y la religiosidad civil española? Porque si ha de haber una verdadera unidad española, si España ha de ser una nación con una conciencia común, ha de ser sobre el cimiento de un sentimiento común de una misión del pueblo español. Y ahora nos falta averiguar, percutiendo y auscultando, si ese sentimiento se fragua bajo los ataques histéricos.

miércoles, 19 de abril de 2017

Nación, estado, iglesia, religión

El Sol (Madrid), 2 de julio de 1931

Heme recogido esquivando el trajín de las elecciones, o, mejor, de los escrutinios. Tengo algo más que escudriñar ―o desgorgojar, que se diría traduciendo del catalán― que no votos de sufragio. Ni he de comentar elecciones, escrutinios y escudriños, ¿para qué? Comentaré, en rumia, mi último comentario aquel en que os decía de la Iglesia y del Estado, del Pontificado y del Imperio, la patria y la religión. Porque me he dado cuenta de que nos conviene precisar más las palabras, ya que toda lógica es gramática.

Y ante todo hay que percatarse bien de lo que quieren decir Iglesia y Estado, y más ahora en que tanto se asenderea lo de su mutua separación. Primero, Iglesia. Iglesia es ―así se nos enseñó en el Catecismo― “la congregación de los fieles todos”, no de los clérigos sólo, de los fieles, la inmensa mayoría de los cuales la forman laicos o legos. La Iglesia no es, pues, la clerecía, no es el cuerpo sacerdotal, no es lo que podríamos llamar la burocracia eclesiástica. Y hay iglesias sin clerecía.

Y si la Iglesia no puede confundirse con la clerecía, o reducirse a ésta, tampoco se puede confundir la nación con el Estado, o reducirse a éste. Si hay palabra ambigua es esta de Estado, con la que juegan federales, comunistas, anarquistas, sindicalistas y sus adversarios y contradictores. Estados o estamentos se llamó a las clases que estaban representadas en las Cortes: nobleza, clero, burguesía, estado llano. Y Estado suele llamarse a la corporación de los que ejercen el Poder público, a la burocracia a que viven sujetos los llamados Gobiernos. De donde resulta que el Estado viene a ser a la nación lo que la clerecía a la Iglesia. Y preguntar si cabe nación sin Estado es como preguntar si cabe Iglesia sin clerecía, por mínimos que el Estado y la clerecía sean.

¡Sin clerecía! Ni para entrar en la Iglesia cristiana católica hace falta, ya que se entra por el bautismo, y puede bautizar cualquier hombre o mujer en uso de razón. Como en el sacramento del matrimonio son ministros los contrayentes, los que se casan. Dos casos del hondo laicismo de nuestra religión oficial y popular española. Laicismo que late en muchas de sus prácticas y en muchos de sus cultos. El feligrés y vecino de un pueblecillo se siente tal, feligrés y vecino sin relación al párroco y al alcalde. La honda unidad del pueblecillo no depende de los agentes de la autoridad, como son párroco y alcalde, sino de la autoridad misma, que es algo impersonal y colectivo, llámese parroquia o concejo.

¿Separar la Iglesia del Estado? ¿Qué quiere decir esto? ¿Quiere decir separar la clerecía de la burocracia civil? ¿Que no cobre el clero de los impuestos públicos? ¿Que no sea el cura un funcionario civil? Entonces habría que ver si ello conviene a la nación y a la Iglesia, a la patria y a la religión. Porque eso de que la religión es asunto puramente individual o privado, resulta, históricamente, un error. La religión sea lo que fuere, es un lazo entre individuos, un lazo que religa. Lo que es la religión bolchevique y lo que es la religión fajista. Fajismo, de fajo ―palabra que tomamos hace siglos del italiano fascio, haz, las dos del latín fascis―, no es sino religionismo, bien que pagano. Es religionismo nacionalista o de Estado.

Cuando se discuta, pues, la separación de la Iglesia y del Estado, véase si conviene a la Iglesia, a la religión, y a la vez a la nación, a la patria, a separar la clerecía de la burocracia civil; pero no se crea que el problema toca a lo hondo de la Iglesia y de la nación, de la religión y de la patria. La nación, la patria, se sostiene en un culto a la Historia, al pasado que no pasa, al pasado eterno, que es a la vez presente y porvenir eternos, que es eternidad, que es historia. El culto a los muertos, que no es culto a la muerte, sino a la inmortalidad; el culto a los muertos siempre vivos es el principio espiritual de la continuidad humana, es la tradición siempre en progreso. Y esta Iglesia y esta nación son inseparables. El día en que de un rito o de otro, con agua o sin ella, se deje de bautizar al que entra en una comunidad nacional se habrá acabado la nación. Y esto aunque subsista el Estado, como un tumor que aún persiste sobre un cadáver. Y de esto nos enseña aquel hondo fenómenos histórico de laicización de una Iglesia nacional, que fue el movimiento husita ―el de Juan Hus― en Bohemia, donde la nación, sacudiendo el Estado imperial austríaco, ha renacido como Checoslovaquia.

Católicos anticlericales conozco, pero también conozco clericales anticatólicos. Y sé que el problema ese de la separación de que se habla no era un problema religioso sino económico. Y en cuanto a las Órdenes llamadas religiosas, no olvidemos que sus corporaciones se nutren por una especie de recluta malthusiana. Y que ahora tales corporaciones o comunidades, a favor de la persecución que las amaga, se encuentran en una especie de disolución íntima.

martes, 18 de abril de 2017

Cristianismo monárquico y monarquismo cristiano

El Sol (Madrid), 29 de mayo de 1931

He leído que en alguna procesión u otro acto público de culto católico algunas damas dieron en gritar: “¡Viva Cristo Rey!” No es de creer que quisieran decir “¡Viva el Rey!”, que no debe ser ya, como lo era antes del advenimiento de la República, un grito subversivo, sino, por inocente, permisible, y que lo de sacar el Cristo fuese para despistar; suponemos más bien que con este piadoso grito trataran de manifestar su cristianismo monárquico o su monarquismo cristiano, lo que no es igual. De todos modos, el “¡Viva Cristo!” con rey o sin rey es algo así como aquel “¡Viva Dios!” que solía lanzar el piadosísimo general carlista Lizárraga cuando entraban en acción sus tropas. “¡Viva Dios!” que no es el “vive Dios que...” clásico y castizo, sino algo como el ya famoso “¡viva la Virgen!” Ingenuas y candorosas explosiones de un simplicísimo sentimiento religioso. Pero por si en ese grito se oculta otro sentido, bueno será que esas damas se den cuenta de la realeza evangélica de Cristo.

Cuenta el cuarto Evangelio (Juan, VI, 15) que cuando después que Jesús multiplicó los panes y los peces para los cinco mil varones que se recostaron sobre mucha hierba, éstos quisieron arrebatarle y hacerle rey, y retiróse él solo al monte. Huía de que le hicieran rey y no más que por haber multiplicado peces y panes. Peces y panes que son cosa de este mundo, mientras que el reino de Cristo no es de este mundo, como se lo dijo él mismo a Pilatos (XVIII, 36). Era Pilatos, el que lo entregó a los judíos para que lo crucificaran, el que se empeñaba en proclamarle rey. “¿Luego eres tú rey?”, le preguntó, y respondió Jesús: “Tú dices que yo soy rey” (. 37). Y fue Pilatos mismo el que le hizo proclamar rey cuando hizo poner en la cabecera de la cruz en que agonizó y murió aquel letrero trilingüe en que decía: Jesús Nazareno, rey de los judíos, y el que al decírsele que pusiese que había sido el mismo Jesús el que se dijo rey, contestó: “Lo escrito, escrito queda.” (Juan, XIX, 19-23). ¿Y qué hay en este pleito entre Jesús y Pilatos a cuenta de la realeza de aquel?

Lo que hay es que el Cristo no se sentía rey de este mundo, rey político, sino que eran las turbas hambrientas de pan y de peces las que querían hacerle rey, y él huía de esas turbas y de la política nacionalista de ellas. Por lo que le tentaban los escribas y fariseos para presentarlo como un sedicioso, un faccioso contra el César, y es cuando dijo lo de “Dad al César lo que es del César”, es decir, el tributo y con él la política. Escribas, fariseos y sacerdotes, para quienes el Cristo era un faccioso, un sedicioso, un antipatriota, que ponía en peligro la independencia de la nación judía. “Si le dejamos ―decían―, todos creerán en él, y vendrán los romanos y quitarán nuestro lugar y la nación” (Juan, XI, 48), y luego: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se pierda” (v. 50). Y por esto, por antipatriota, hicieron los sacerdotes que se le crucificara, y por lo mismo hizo poner Pilatos el letrero trilingüe, como queriendo decir: este es un sedicioso alzado contra el César. Mas él, el Cristo, jamás se proclamó rey de este mundo, rey político. Agonizó y murió bajo el rótulo de rey, y fue rey de agonía.

El Cristo rey, pues, y no de este mundo, es el Cristo desnudo, sin manto ni cetro, crucificado por antipatriota y agonizando en la cruz, el Cristo de la agonizante también piedad popular cristiana española. Y a ese Cristo desnudo y ensangrentado y acardenalado se le adivinan, casi se le trasparentan tras las lívidas carnes, las entrañas todas. Allí dentro hay entrañas de hombre, estómago, hígado, bazo, pulmones, corazón, las vísceras todas. Y sería un despropósito querer sacarle una cualquiera de ellas y ponérsela fuera, sobrepuesta. ¿Qué sentido tendría ponerle o pintarle a un Cristo crucificado y desnudo un corazón al lado izquierdo del pecho? Revolveríase contra esa incongruencia tanto el sentimiento religioso como el estético. ¡Poner un corazón de pega sobre la carne que guarda el corazón entrañado! Un corazón así, de pega, a modo de una condecoración, sólo se explica sobre la túnica de un Cristo vestido, que acaso no es más que un maniquí. Un corazón así, de pega, desprendido de la red toda visceral de que forma parte, sólo se explica sobre una túnica que quiere acaso ser manto real, manto político. Y sobre ese corazón de pega, que no es el corazón entrañado del cuerpo desnudo y agonizante, sobre ese corazón un “Reinaré en España y con más veneración que en otras partes.”

Y ese corazón encento, separatista ―pues se separa del resto de las entrañas corporales― y real, es un corazón que a las veces se trueca en olla ciega o alcancía, si es que no en buzón. Pues le hay que recibe papeletas en que van escritos los nombres de los donantes que contribuyeron con mayores cantidades a la erección del monumento. Lo cual tiene sin duda que ver con los panes y los peces, pero no con la realeza del otro mundo, sino con el tributo del César.

Si las damas de la Acción Católica que lanzan al aire esos vivas inflamados de monarquismo leyeran más los evangelios ―con notas o sin ellas― que las revelaciones de Santa Margarita María de Alacoque, podrían darse más clara cuenta de la realeza de Cristo y a la vez de su cordialidad. Y si estudiasen un poco de anatomía y fisiología, aprenderían que el corazón, el de entraña y no el de pega, es algo más que una bomba aspirante e impelente.

lunes, 17 de abril de 2017

Comentario

El Sol (Madrid), 22 de mayo de 1931

Corre por estas tierras un suceso muy significativo de un sujeto, creo que de Fuentelapeña, apodado, por cierto “el Obispo”. Y es que se hallaba una vez presenciando una capea en la plaza del pueblo, muy tranquilo y sosegado, solo entre los demás, con su lomo en tripa, su pan y su bota de vino, y entre las piernas ―hallábase sentado― una larga vara. De pronto estalló cerca de él, en el tablado, un alboroto, dos que se trabaron primero de palabras y luego de manos y empezó la refriega. Al percatarse de ello “el Obispo”, ajeno al caso y con quien no iba nada, despertó como de un sueño, púsose en pie, blandió la vara haciendo con ella un molinete y mirando, sin ver, al alto, voceó: “¿A quién le pego?” He aquí un hombre representativo y simbólico este “Obispo” de Fuentelapeña, que estaba en “¿A quién le pego?” Sus congéneres verbenean ahora a merced de la histeria colectiva que se da en llamar espíritu revolucionario, aunque ni de revolución y ni siquiera de revolucionarismo tenga mucho. Tiene más del famoso grito de ficción de guerra de los tarasconenses tartarinescos, aquel “fem du bruit”, esto es, “metamos ruidos”. Que recuerda a su vez el de destruir “en medio del estruendo” lo existente de aquel D. Juan Prim y Prats, el que desde fuera de España ganó la batalla de Alcolea.

¡Cuántas veces me tengo que acordar en estos días del “Obispo” de Fuentelapeña y de su vara! ¡Cuántas veces de Prim! ¡Y cuántas de las Reflexiones sobre la violencia, de Jorge Sorel! Los recordaba sobre todo una tarde en que en mi querido Ateneo Literario, Artístico y Científico de Madrid presencié, hace muy poco, una novillada. Esperando ―y mi espera fue frustrada― que de allí saliera la dictadura de la mocedad ateneísta en España. Porque me parece mucho más congruente que el pedirle a un Gobierno, y a un Gobierno en que no se confía, que ejerza la dictadura, el recabarla para sí quien se la pida. ¡Dictaduras al dictado, no! Pero, ¡ay!, no salió de allí la dictadura que yo, con expectación más bien estética, esperaba. Todo acabó en una votación después de un regular voceo.

Y ahora quiero comentar brevemente una de las peticiones de aquel “¿A quién le pegamos?” moceril. Es la de la disolución de los Cuerpos de la Guardia civil y de Seguridad y creación de milicias armadas, cuyos cuadros se formarán dentro de las organizaciones obreras y de los partidos republicanos.

Parece natural que los miembros de las organizaciones obreras y de los partidos republicanos que tengan oficio o beneficio, que se ganen su vida con una profesión o menester calificados, no vayan a dejar éstos para hacerse milicianos, es decir, mercenarios del Estado, con camisa roja, negra, amarilla, azul o verde. Guardia verde llaman a la de los “schupos”. Estos milicianos armados para sustituir a los disueltos Cuerpos de la Guardia civil y de Seguridad, no podrían simultanear su función miliciana con las obligaciones de sus respectivos oficios, sino que harían de la milicia revolucionaria un oficio y un beneficio. La solución habría de ser, pues, la de formar esas milicias con los obreros parados, esta nueva categoría que tanto se parece a lo que se llamaban “esquiroles”, y a lo que Carlos Marx llamó el ejército de reserva. Pero es claro que al dar así ocupación a los obreros parados, formando con ellos Soviets de milicianos o fajos ―“fasci” en italiano―, quedarían sin ocupación los actuales guardias civiles y guardias de Seguridad, vulgo “romanones”, y estos pasarían a ser obreros parados. Con lo que nada se habría resuelto.

¿Que los guardias civiles y “romanones” actuales tienen sobre sí estos o los otros defectos de ordenanza que les han atraído la enemiga de una gran parte del pueblo español? Bueno; pero al verse armados esos sujetos salidos no de las organizaciones obreras ni de los partidos republicanos, sino de la reserva de los sin trabajo, de los parados, ¿no brotarían en ellos las mismas características que han hecho odiosos a una parte del pueblo a los actuales guardadores del llamado orden? Dudo mucho de que a la larga los obreros de verdad, los que quieren ganarse la vida sirviendo al bien público, soportaran a los que armados habrían de protegerlos. Todos los regímenes han acabado por sucumbir bajo la tiranía de los encargados de sostenerlos con las armas. El mismo proletariado sucumbe al fin al yugo de los pretorianos del proletarismo. Milicia revolucionaria armada, Soviet de soldados rojos, fajo de camisas negras, todo es igual. ¿Qué salida hay para esto?

Dejemos el “¿A quién le pego?” para verlo.

domingo, 16 de abril de 2017

La promesa de España. III. Los comuneros de hoy se han alzado contra el descendiente de los Austrias y Borbones.

El Sol (Madrid), 16 de mayo de 1931

Hay otro problema que acucia y hasta acongoja a mi patria española, y es de su íntima constitución nacional, el de la unidad nacional, el de si la República ha de ser federal o unitaria. Unitaria no quiere decir, es claro, centralista, y en cuanto a federal, hay que saber que lo que en España se llama por lo común federalismo tiene muy poco del federalismo de The Federalist o New Constitution, de Alejandro Hamilton, Jay y Madison. La República española de 1873 se ahogó en el cantonalismo disociativo. Lo que aquí se llama federar es desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido. Es de temer que en ciertas regiones, entre ellas mi nativo País Vasco, una federación desfederativa, a la antigua española, dividiera a los ciudadanos de ellas, de esas regiones, en dos clases: los indígenas o nativos y los forasteros o advenedizos, con distintos derechos políticos y hasta civiles. ¡Cuántas veces en estas luchas de regionalismos, me he acordado del heroico Abraham Lincoln y de la tan instructiva guerra de Secesión norteamericana! En que el problema de la esclavitud no fue, como es sabido, sino la ocasión para que se planteara el otro, el gran problema de la constitución nacional y de si una nación hecha por la Historia es una mera sociedad mercantil que se puede rescindir a petición de un parte, o es un organismo.

Aquí, en España, este problema se ha enfocado sentimentalmente, y sin gran sentido político, por el lado de las lenguas regionales no oficiales, como son el catalán, el valenciano, el mallorquín, el vascuence y el gallego. Por lo que hace a mi nativo País Vasco, desde hace años vengo sosteniendo que si sería torpeza insigne y tiránica querer abolir y ahogar el vascuence, ya que agoniza, sería tan torpe pretender galvanizarlo. Para nosotros, los vascos, el español es como un máuser o un arado de vertedera, y no hemos de servirnos de nuestra vieja y venerable espingarda o del arado romano o celta, heredado de los abuelos, aunque se los conserve, no para defenderse con aquella ni para arar con éste. La bilingüidad oficial sería un disparate; un disparate la obligatoriedad de la enseñanza del vascuence en país vasco, en el que ya la mayoría habla español. Ni en Irlanda libre se les ha ocurrido cosa análoga. Y aunque el catalán sea una lengua de cultura, con una rica literatura y uso cancilleresco hasta el siglo XV, y que enmudeció en tal respecto en los siglos XVI, XVII y XVIII, para renacer, algo artificialmente, en el XIX, sería mantener una especie de esclavitud mental el mantener al campesino pirenaico catalán en el desconocimiento del español ―lengua internacional―, y sería una pretensión absurda la de pretender que todo español no catalán que vaya a ejercer cargo público en Cataluña tuviera que servirse del idioma catalán , mejor o peor unificado, pues el catalán, como el vascuence, es un conglomerado de dialectos. La bilingüidad oficial no va a ser posible en una nación como España, ya federada por siglos e convivencia histórica de sus distintos pueblos. Y en otros respectos que no los de la lengua, la desasimilación sería otro desastre. Eso de que Cataluña, Vasconia, Galicia… hayan sido oprimidas por el Estado español no es más que un desatino. Y hay que repetir que unitarismo no es centralismo. Mas es de esperar que, una vez desaparecida de España la dinastía borbónica-habsburgiana y, con ella, los procedimientos de centralización burocrática, todos los españoles, los de todas las regiones, nosotros los vascos como los demás, llegaremos a comprender que la llamada personalidad de las regiones ―que es en gran parte, como el de la raza, no más que un mito sentimental― se cumple y perfecciona mejor en la unidad política de una gran nación, como la española, dotada de una lengua internacional. Y no más de esto.

Por lo que hace al problema de la Hacienda pública, España no tiene hoy deuda exterior ni tiene que pagar reparaciones, y en cuanto al crédito económico, éste se ha de afirmar y robustecer cuando se vea con qué cordura, con qué serenidad, con qué orden ha cambiado nuestro pueblo su régimen secular. España sabrá pagar sin caer en las garras de la usura de la Banca internacional.

En 1492, España ―más propiamente Castilla― descubría y empezaba a poblar de europeos el Nuevo Mundo, bajo el reinado de las Reyes Católicos Fernando V de Aragón e Isabel I de Castilla. Unos veintiséis años después, en 1518, entraba en España su nieto, Carlos de Habsburgo, primero de España y quinto de Alemania, de que era Emperador, como nieto de Maximiliano. Carlos V torció la obra de sus abuelos españoles, llevando a España a guerras por asentar la hegemonía de la Casa de Austria en Europa, y la Contra-Reforma, en lucha con los luteranos. Con ello quedó en segundo plano la españolización de América y del norte de África. En 1898, rigiendo a España una Habsburgo, una hija de la Casa de Austria, perdió la corona española sus últimas posesiones en América y en Asia, y tuvo la nación que volver a recogerse en sí. En 1518, al entrar el Emperador Carlos en la patria de su madre, las Comunidades de Castilla, los llamados comuneros, se alzaron en armas contra él y el cortejo de flamencos que le acompañaba, movidos de un sentimiento nacional. Fueron vencidos. Dos dinastías, la de Austria y la de Borbón, han regido durante cuatro siglos los destinos universales de España. Estando ésta bajo un Borbón, el abyecto Fernando VII, el gran Emperador intruso, Napoleón Bonaparte, provocó el levantamiento de las colonias americanas de la corona de España. El nieto de Fernando VII, descendiente de los Austrias y los Borbones, ha querido rehacer otro Imperio, y de nuevo las Comunidades de España, los comuneros de hoy, se han alzado contra él, y con el voto han arrojado al último Habsburgo imperial. España ha dejado del otro lado de los mares, con su lengua, su religión y sus tradiciones, Repúblicas hispánicas, y ahora, en obra de íntima reconstrucción nacional, ha creado una nueva República hispánica, hermana de las que fueron sus hijas. Y así se marca el destino universal de spanish speaking folk. Podemos decir que ha sido por misterioso proceso histórico la gran Hispania ultramarina, la de los Reyes Católicos, la que ha creado la Nueva España que al extremo occidental de Europa acaba de nacer.

sábado, 15 de abril de 2017

La promesa de España. II. Comunismo, fascismo, reacción clerical y problema agrícola.

El Sol (Madrid), 14 de mayo de 1931

El comunismo no es, hoy por hoy, un serio peligro en España. La mentalidad, o, mejor, la espiritualidad del pueblo español no es comunista. Los sindicalistas españoles son de temperamento anarquista; son en el fondo, y no se me lo tome a paradoja, anarquistas conservadores. La disciplina dictatorial del sovietismo es en España tan difícil de arraigar como la disciplina dictatorial del fascismo. Los proletarios españoles no soportarían la llamada dictadura del proletariado. A lo que hay que añadir que, como España no entró en la Gran Guerra, no se han formado aquí esas grandes masas de excombatientes habituados a la holganza de los campamentos y las trincheras, holganza en que se arriesga la vida, pero se desacostumbra el soldado al trabajo regular y se hace un profesional de las armas, un mercenario, un pretoriano. Los mozos españoles que volvían de Marruecos volvían odiando el cuartel y el campamento. Y el servicio militar obligatorio ha hecho a nuestra juventud de tal modo antimilitarista, que creo se ha acabado en España la era de los pronunciamientos. Y, con ello, la posibilidad de soviets a la rusa y de fasci a la italiana. Y si es cierto que tenemos un Ejército excesivo ―herencia de nuestras guerras civiles y coloniales―, este Ejército se compone de las llamadas clases de segunda categoría, de oficialidad y de un generalato monstruoso. Todo este terrible peso castrense es de origen económico. El Ejército español ha sido siempre un Ejército de pobres. Pobres los conquistadores de América, pobres los tercios de Flandes. La alta nobleza española, palaciega y cortesana, ha rehuido la milicia. Y ese Ejército formaba y aún forma ―hoy con la Gendarmería, la Guardia de Seguridad y hasta la Policía― algo así como aquella reserva de que hablaba Carlos Marx. Son el excedente del proletariado a que tiene que mantener la burguesía. El ejército profesional es un modo de dar de comer a los sin trabajo. El cuartel hace la función que en nuestro siglo XVII hacía el convento. Pero ya hoy muchos de los que antes iban frailes se van para guardias civiles.

No creo, pues, que haya peligro ni de comunismo ni de fascismo. Cuando al estallar la sublevación de Jaca, en diciembre del año pasado, el Gabinete del rey y el rey mismo voceaban que era un movimiento comunista, sabían que no era así y mentían ―don Alfonso mentía siempre, hasta cuando decía la verdad, porque entonces no la creía―, y mentían en vista al Extranjero. Y ahora todas esas pobres gentes adineradas y medrosas se asombran, más aún que del admirable espectáculo del plebiscito antimonárquico, de que no haya empezado el reparto. Y los que huyen de España, llevándose algunos cuanto pueden de sus capitales, no es tanto por miedo a la expropiación comunista cuanto a que se les pidan cuentas y se les exijan responsabilidades por sus desmanes caciquiles.

Añádase que en estos años se ha ido haciendo la educación civil y social del pueblo. Es ya una leyenda lo del analfabetismo. El progreso de la ilustración popular es evidente. Y en una gran parte del pueblo esa educación se ha hecho de propio impulso, para adquirir conciencia de sus derechos. España es acaso uno de los países en que hay más autodidactos. Hoy, en los campos de Andalucía y de Extremadura, en los descansos de la siega y de otras faenas agrícolas, los campesinos no se reúnen ya para beber, sino para oír la lectura, que hace uno de ellos, de relatos e informes de lo que ocurre acaso en Rusia. “Temo más a los obreros leídos que a los borrachos”, me decía un terrateniente. Y en cuanto a la pequeña burguesía, a la pobre clase media baja, jamás se ha leído como se lee hoy en España. Sólo los ignorantes de la historia ambiente y presente pueden hablar hoy de la ignorancia española. Como tampoco de nuestro fanatismo.

Porque, en efecto, si no es de temer hoy en España un sovietismo o un fascismo a base de militarismo de milicia, tampoco es de temer una reacción clerical. El actual pueblo católico español ―católico litúrgico y estético más que dogmático y ético― tiene poco o nada de clerical. Y aquí no se conoce nada que se parezca a lo que en América llaman fundamentalismo, ni nadie concibe en España que se le persiga judicialmente a un profesor por profesar el darwinismo. El espíritu católico español de hoy, pese a la leyenda de la Inquisición ―que fue más arma política de raza que religiosa de creencia―, no concibe los excesos del cant puritanesco. Aquí no caben ni las extravagancias del Ku-Klux-Klan ni los furores de la ley seca en lo que tengan de inquisición puritana. Ahora, que acaso no convenga en la naciente República española la separación de la Iglesia del Estado, sino la absoluta libertad de cultos y el subvencionar a la Iglesia católica, sin concederle privilegios, y como Iglesia española, sometida al Estado, y no separada de él. Iglesia católica, es decir, universal, pero española, con universalidad a la española, pero tampoco de imperialismo. Se ha de reprimir el espíritu anticristiano que llevó al episcopado del rey y al rey mismo a predicar la cruzada. Los jóvenes españoles de hoy, los que se han elevado a la conciencia de su españolidad en estos años de la Dictadura, bajo el capullo de ésta, no consentirán que se trate de convertir a los moros a cristazo limpio. Y en esto les ayudarán sus hermanas, sus mujeres, sus madres. Y a la mujer española, sobre todo a la del pueblo, no se la maneja desde el confesonario. Y en cuanto a las damas de acción católica, su espíritu ―o lo que sea― es, más que religioso, económico. Para ellas el clero no es más que gendarmería.

Hay el problema del campo. Mientras en una parte de España el mal está en el latifundio, en otra parte, acaso más poblada, el mal estriba en la excesiva parcelación del suelo. El origen del problema habría que buscarlo en el tránsito del régimen ganadero ―en un principio de trashumancia― al agrícola. Las mesetas centrales española fueron de pastoreo y de bosques. Las roturaciones han acabado por empobrecerlas, y hoy, mientras prosperan las regiones que se dedican al pastoreo y a las industrias pecuarias, se empobrecen y despueblan las cerealíferas. Mas éste, como el de la relación entre la industria ―en gran parte, en España, parasitaria― y la agricultura, es problema en que no se puede entrar en estas notas sobre la promesa de España.

viernes, 14 de abril de 2017

La promesa de España. I. Pleito de historia y no de sociología.

El Sol (Madrid), 13 de mayo de 1931

Se ha dicho que la filosofía de la Historia es el arte de profetizar el pasado; mas es lo cierto que no cabe profecía ni del porvenir sino a base de Historia, aunque sin filosofía. Lo que no puede prometer la nueva España, la España republicana que acaba de nacer, sólo cabe conjeturarlo por el examen de cómo se ha hecho esta España que de pronto ha roto su envoltura de crisálida y ha surgido al sol como mariposa. El proceso de formación empezó en 1898, a raíz de nuestro desastre colonial, de la pérdida de las últimas colonias ultramarinas de la corona, más que de la nación española.

En España había la conciencia de que la rendición de Santiago de Cuba, en la forma en que se hizo, no fue por heroicidad caballeresca, sino para salvar la monarquía, y desde entonces, desde el Tratado de París, se fue formando sordamente un sentimiento de desafección a la dinastía borbónico-habsburgiana. Cuando entró a reinar el actual ex rey, D. Alfonso de Borbón y Habsburgo Lorena, se propuso reparar la mengua de la Regencia y soñó en un Imperio ibérico, con Portugal, cuya conquista tuvo planeada, con Gibraltar y todo el norte de Marruecos, incluso Tánger. Y todo ello bajo un régimen imperial y absolutista. Sentíase, como Habsburgo, un nuevo Carlos V. Se le llamó “el Africano”. Atendía sobre todo al generalato del Ejército y al episcopado de la Iglesia, con lo que fomentó el pretorianismo ―más bien cesarianismo― y el alto clericalismo. Y en cuanto al pueblo proletario, hizo que sus Gobiernos, en especial los conservadores, iniciasen una serie de reformas de legislación social, con objeto de conjurar el movimiento socialista, y aun el sindicalista, que empezaba a tomar vuelos. Y no se puede negar que a principios de su reinado gozó de una cierta popularidad, debida en gran parte al juego peligroso que se traía con sus ministros responsables, de quienes se burlaba constantemente, y por encima de los cuales dirigía personalmente la política, y hasta la internacional, que era lo más grave.

Surgió la Gran Guerra cuando España estaba empeñada en la de Marruecos, guerra colonial para establecer un Protectorado civil, según acuerdos internacionales desde el punto de vista de la nación, pero guerra de conquista, guerra imperialista, desde el punto de vista del reino, de la corona. En un documento dirigido al rey por el episcopado, documento que el mismo rey inspiró, se le llamaba a esa guerra cruzada, y así la llamó el rey mismo más adelante, en un lamentable discurso que leyó ante el Pontífice romano. Cruzada que el pueblo español repudiaba y contra la cual se manifestó varias veces. Y al surgir la guerra europea, D. Alfonso se pronunció por la neutralidad ―una neutralidad forzada―, pero simpatizando con los Imperios centrales. Era, al fin, un Habsburgo más que un Borbón. Su ensueño era el que yo llamaba el Vice-Imperio Ibérico; vice, porque había de ser bajo la protección de Alemania y Austria, y que comprendería, con toda la Península, inclusos Gibraltar y Portugal ―cuyas colonias se apropiarían Alemania y Austria―, Marruecos. Fueron vencidos los Imperios Centrales, y con ello fue vencido el nonato Vice-Imperio Ibérico, y entonces mismo fue vencida la monarquía borbónico-habsburgiana de España. Entonces se remachó el divorcio entre la nación y la realeza, entre la patria española y el patrimonio real.

A esto vinieron a unirse nuestros desastres en África, que reavivaban las heridas, aun no del todo cicatrizadas, del gran desastre colonial de 1898. El de 1921, el de Annual, fue atribuido por la conciencia nacional al rey mismo, a D. Alfonso, que por encima de sus ministros y del alto comisario de Marruecos dirigió la acometida del desgraciado general Fernández Silvestre contra Abd-el-Krim, a fin de asegurarse, con la toma de Alhucemas, el Protectorado ―en rigor la conquista, en cruzada― de Tánger. Alzóse en toda España un clamoreo pidiendo responsabilidades, y se buscaba la del rey mismo, según la Constitución, irresponsable. Fui yo el que más acusé al Rey, y le acusé públicamente y no sin violencia. Y el rey mismo, en una entrevista muy comentada que con él tuve, me dijo que, en efecto, había que exigir todas las responsabilidades, hasta las suyas si le alcanzaran. Y en tanto, con su característica doblez, preparaba el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, que fue él quien lo fraguó y dirigió, sirviéndose del pobre botarate de Primo de Rivera.

Es innegable que el golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923 fue recibido con agrado por una gran parte de la nación, que esperaba que concluyese con el llamado antiguo régimen, con el de los viejos políticos y de los caciques, a los que se hacía culpables de las desdichas de la política de cruzada. Fuimos en un principio muy pocos, pero muy pocos, los que, como yo, nos pronunciamos contra la Dictadura, y más al verla originada en un pronunciamiento pretoriano, y declaramos que de los males de la patria era más culpable el rey que los políticos. Nuestra campaña ―que yo la llevé sobre todo desde el destierro, en Francia, adonde me llevó la Dictadura― fue, más aún que republicana, antimonárquica, y más aún que antimonárquica, antialfonsina. Sostuve que si las formas de gobierno son accidentales, las personas que las encarnan son sustanciales, y que el pleito de Monarquía o República es cosa de Historia y no de sociología. Y si hemos traído a la mayoría de los españoles conscientes al republicanismo, ha sido por antialfonsinismo, por reacción contra la política imperialista y patrimonialista del último Habsburgo de España. En contra de lo que se hacía creer en el Extranjero, puede asegurarse que después de 1921 D. Alfonso no tenía personalmente un solo partidario leal y sincero, ni aún entre los monárquicos, y que era, si no odiado, por lo menos despreciado por su pueblo.

La dictadura ha servido para hacer la educación cívica del pueblo español, y sobre todo de su juventud. La generación que ha entrado en la mayor edad civil y política durante esos ocho vergonzosos años de arbitrariedad judicial, de despilfarro económico, de censura inquisitorial, de pretorianismo y de impuesto optimismo de real orden; esa generación es la que está haciendo la nueva España de mañana. Es esa generación la que ha dirigido las memorables y admirables elecciones municipales plebiscitarias del 12 de abril, en que fue destronado incruentamente, con papeletas de voto y sin otras armas, Alfonso XIII. Y han dirigido esas elecciones hasta los jóvenes que no tenían aún voto. Son los hijos los que han arrastrado a sus padres a esa proclamación de la conciencia nacional. Y a los muchachos, a los jóvenes, se han unido las más de las mujeres españolas, que, como en la Guerra de la Independencia de 1808 contra el imperialismo napoleónico, se han pronunciado contra el imperialismo del bisnieto de Fernando VII, el que se arrastró a los pies del Bonaparte.

Partidarios de la persona de D. Alfonso no los había, y si se le sostenía era por ver imposible su sucesión, dada su desgraciada herencia familiar, y por estimar muchos que el fin de la Monarquía española era un salto en las tinieblas. La Monarquía o el caos, decían. Y anunciaban toda clase de fieros males y vaticinaban el comunismo o sovietismo, ese coco de una desdichada clase social cegada que no sabía ver al pueblo en que vivía y del que vivía. Desdichada clase a la que más que el resultado del plebiscito contra el rey, del 12 del mes de abril, le ha sorprendido la compostura, la serenidad, el orden del pueblo español después de su triunfo contra el futuro Emperador de Iberia.