miércoles, 26 de abril de 2017

Caciquismo, fulanismo y otros “ismos”

El Sol (Madrid), 18 de junio de 1931

En mayo de 1901 contribuí con un escrito a la información que, dirigida por Joaquín Costa, abrió la Sección de Ciencias Históricas del Ateneo de Madrid sobre Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España; urgencia y modo de cambiarla. De los sesenta y cuatro contribuyentes a ella ―entre los que figuraban D. Antonio Maura, Pi y Margall, Ramón y Cajal, Azcárate y otros así― sólo dos, mi amiga la Pardo Bazán y yo, tratamos de representar al caciquismo como la forma más natural de gobierno popular en España, “la única forma de gobierno posible, dado nuestro íntimo estado social”, dije entonces. “El cacique ―añadí― es la ley viva, personificada; es algo que se ve y se toca y a quien se siente; la ley, cosa abstracta y escrita.” “No es el mal el cacique en sí; el mal es como el cacique sea.” Y escribí también ―¡hace treinta años!― “lo que ocurre es que el instrumento con que los hombres hacen hombres son las ideas, y que sin hombres no hacen ideas las ideas”.

Dos años después, en abril de 1903, publiqué mi Sobre el fulanismo, que figura en el tomo IV de mis Ensayos. Y en él remaché mi tesis personalista. Las personas y no las cosas ―contra Marx― son las que hacen la Historia. Un hombre, un hombre entero y verdadero, es una idea mucho más rica que lo que llamamos una idea. Y ésta tiene peores contradicciones íntimas que las que pueda tener un hombre. Los más grandes y más fecundos movimientos históricos, empezando por el cristianismo, llevan apelativo personal. Hegelianismo quiere decir algo; idealismo absoluto, muy poco o nada. Marxismo es algo; socialismo, casi nada. No he entendido el transformismo hasta que no estudié el darvinismo. ¿Revoluciones de ideales? Rousseau engendró en la Revolución francesa a Napoleón I, y Dostoyeusqui ―más que Marx― engendró en la revolución rusa a Lenin. Y en cuanto al jacobinismo y al bolchevismo se me escapan por su falta de personalidad. Donde no asgo una persona no retengo un ideal.

Por esto me parece que estuvo acertado Sánchez Guerra en Córdoba al presentar como bandera su nombre, como programa sus actos y como promesa la de cumplir con su deber, y esto aunque se rechacen su bandera, su programa y su promesa. Y por esto me parece que en la actual campaña electoral no se hace sino confundirle al pueblo con eso de la derecha liberal republicana, del partido republicano liberal demócrata, el radical, el republicano radical socialista, el de acción republicana, el de al servicio de la República, el federal, el socialista… y todos los otros, más o menos extravagantes. ¿Qué entiende de eso el pueblo?

El hecho es que en estos años de dictadura se han traducido no pocas ideas políticas, pero no se ha traducido, que yo sepa, un solo hombre; se han formado acaso opiniones; pero cuántas personas se han formado? Y así nos presentamos a un pueblo profundamente personalista o fulanista, que no entiende de abstracciones ideológicas, sino de concreciones psicológicas. Los más de nuestro lugares se hallan divididos en dos partidos: el de los antiequisistas, que siguen a Zeda, y el de los antizedistas, que siguen a Equis, y todos son antis, y todos son fulanistas. Y en el fondo todos son adictos. ¿Ahora republicanos? Topé con un tío cazurro que me dijo que era republicano antirrepublicanista, y admiré su castizo ingenio barroco.

Y a este pueblo así, en busca de nuevos caciques ―el anticaciquismo es siempre caciquista― se le presenta una lechigada de candidatos desconocidos que van a ver si hacen su personalidad en las Constituyentes caniculares. ¡Lo que tendrán que sudarla! Después de las próximas elecciones tendremos que erigir un monumento en forma de urna al elector desconocido.

Y menos mal los que, como D. José Sánchez Guerra, pueden presentarse como banderas o símbolos de lo que sea; lo peor es los que tienen que esbozar un programa. ¡Un programa! Nunca lo he podido hacer ni para la asignatura que explico, y eso que es reglamentario; me he limitado a copiar el índice de cualquier libro de texto. ¡Programa! ¡Asignatura! Son después de “pluscuamperfecto”, las palabras más feas que hay en castellano. Y bien decía Carlos Marx que el que traza programas para el porvenir es un reaccionario. Y como no se pueden trazar para el pasado… Ya que en este caso serían metagramas; y páseseme el voquible.

¿Cuántos partidos van a surgir de las Constituyentes? El Diablo lo sabe. Y sólo Dios, los hombres, las personas, que van a surgir o resurgir, que van a nacer o renacer ―resucitar― en ellas. Y entre tanto ya hay quienes están pensando en la persona a la que van a enterrar o a enjaular en la Presidencia de la República española. Yo, para entre mí, y por seguir moda, tengo dos candidatos: uno, si se tratase de entierro, y otro, si se tratase de enjaule; pero, ¡claro está!, me los reservo y callo, pues no quiero pasar por malicioso.

¿Y cuántos partidos van a hundirse en las próximas Cortes? Alguno hay que teme llegar a constituir mayoría en ellas: le teme a la responsabilidad del Poder no compartido con otro partido; le teme acaso a su propio programa. Que es lo que sucede cuando éste, el programa, es un índice de actuaciones en vez de ser una metodología.

Y ahora, lector desconocido ―tan heroico y respetable, pues me aguantas, como el elector desconocido, como mi elector desconocido―, voy a formarme candidato en una campaña electorera más bien que electoral. De la que espero salir ganándome; ganándome a mí mismo, que no es igual que ganar un acta de diputado constituyente. Y si me pierdo, no si pierdo la elección, sino si me pierdo, ya sé lo que me espera. Dios me libre.

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