martes, 18 de abril de 2017

Cristianismo monárquico y monarquismo cristiano

El Sol (Madrid), 29 de mayo de 1931

He leído que en alguna procesión u otro acto público de culto católico algunas damas dieron en gritar: “¡Viva Cristo Rey!” No es de creer que quisieran decir “¡Viva el Rey!”, que no debe ser ya, como lo era antes del advenimiento de la República, un grito subversivo, sino, por inocente, permisible, y que lo de sacar el Cristo fuese para despistar; suponemos más bien que con este piadoso grito trataran de manifestar su cristianismo monárquico o su monarquismo cristiano, lo que no es igual. De todos modos, el “¡Viva Cristo!” con rey o sin rey es algo así como aquel “¡Viva Dios!” que solía lanzar el piadosísimo general carlista Lizárraga cuando entraban en acción sus tropas. “¡Viva Dios!” que no es el “vive Dios que...” clásico y castizo, sino algo como el ya famoso “¡viva la Virgen!” Ingenuas y candorosas explosiones de un simplicísimo sentimiento religioso. Pero por si en ese grito se oculta otro sentido, bueno será que esas damas se den cuenta de la realeza evangélica de Cristo.

Cuenta el cuarto Evangelio (Juan, VI, 15) que cuando después que Jesús multiplicó los panes y los peces para los cinco mil varones que se recostaron sobre mucha hierba, éstos quisieron arrebatarle y hacerle rey, y retiróse él solo al monte. Huía de que le hicieran rey y no más que por haber multiplicado peces y panes. Peces y panes que son cosa de este mundo, mientras que el reino de Cristo no es de este mundo, como se lo dijo él mismo a Pilatos (XVIII, 36). Era Pilatos, el que lo entregó a los judíos para que lo crucificaran, el que se empeñaba en proclamarle rey. “¿Luego eres tú rey?”, le preguntó, y respondió Jesús: “Tú dices que yo soy rey” (. 37). Y fue Pilatos mismo el que le hizo proclamar rey cuando hizo poner en la cabecera de la cruz en que agonizó y murió aquel letrero trilingüe en que decía: Jesús Nazareno, rey de los judíos, y el que al decírsele que pusiese que había sido el mismo Jesús el que se dijo rey, contestó: “Lo escrito, escrito queda.” (Juan, XIX, 19-23). ¿Y qué hay en este pleito entre Jesús y Pilatos a cuenta de la realeza de aquel?

Lo que hay es que el Cristo no se sentía rey de este mundo, rey político, sino que eran las turbas hambrientas de pan y de peces las que querían hacerle rey, y él huía de esas turbas y de la política nacionalista de ellas. Por lo que le tentaban los escribas y fariseos para presentarlo como un sedicioso, un faccioso contra el César, y es cuando dijo lo de “Dad al César lo que es del César”, es decir, el tributo y con él la política. Escribas, fariseos y sacerdotes, para quienes el Cristo era un faccioso, un sedicioso, un antipatriota, que ponía en peligro la independencia de la nación judía. “Si le dejamos ―decían―, todos creerán en él, y vendrán los romanos y quitarán nuestro lugar y la nación” (Juan, XI, 48), y luego: “Nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación se pierda” (v. 50). Y por esto, por antipatriota, hicieron los sacerdotes que se le crucificara, y por lo mismo hizo poner Pilatos el letrero trilingüe, como queriendo decir: este es un sedicioso alzado contra el César. Mas él, el Cristo, jamás se proclamó rey de este mundo, rey político. Agonizó y murió bajo el rótulo de rey, y fue rey de agonía.

El Cristo rey, pues, y no de este mundo, es el Cristo desnudo, sin manto ni cetro, crucificado por antipatriota y agonizando en la cruz, el Cristo de la agonizante también piedad popular cristiana española. Y a ese Cristo desnudo y ensangrentado y acardenalado se le adivinan, casi se le trasparentan tras las lívidas carnes, las entrañas todas. Allí dentro hay entrañas de hombre, estómago, hígado, bazo, pulmones, corazón, las vísceras todas. Y sería un despropósito querer sacarle una cualquiera de ellas y ponérsela fuera, sobrepuesta. ¿Qué sentido tendría ponerle o pintarle a un Cristo crucificado y desnudo un corazón al lado izquierdo del pecho? Revolveríase contra esa incongruencia tanto el sentimiento religioso como el estético. ¡Poner un corazón de pega sobre la carne que guarda el corazón entrañado! Un corazón así, de pega, a modo de una condecoración, sólo se explica sobre la túnica de un Cristo vestido, que acaso no es más que un maniquí. Un corazón así, de pega, desprendido de la red toda visceral de que forma parte, sólo se explica sobre una túnica que quiere acaso ser manto real, manto político. Y sobre ese corazón de pega, que no es el corazón entrañado del cuerpo desnudo y agonizante, sobre ese corazón un “Reinaré en España y con más veneración que en otras partes.”

Y ese corazón encento, separatista ―pues se separa del resto de las entrañas corporales― y real, es un corazón que a las veces se trueca en olla ciega o alcancía, si es que no en buzón. Pues le hay que recibe papeletas en que van escritos los nombres de los donantes que contribuyeron con mayores cantidades a la erección del monumento. Lo cual tiene sin duda que ver con los panes y los peces, pero no con la realeza del otro mundo, sino con el tributo del César.

Si las damas de la Acción Católica que lanzan al aire esos vivas inflamados de monarquismo leyeran más los evangelios ―con notas o sin ellas― que las revelaciones de Santa Margarita María de Alacoque, podrían darse más clara cuenta de la realeza de Cristo y a la vez de su cordialidad. Y si estudiasen un poco de anatomía y fisiología, aprenderían que el corazón, el de entraña y no el de pega, es algo más que una bomba aspirante e impelente.

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