lunes, 24 de abril de 2017

El Estatuto o los desterrados de sus propios lares

El Sol (Madrid), 7 de julio de 1931

“¡Enhorabuena!”, y un saludo de paso. Esto los que no piden albricias. Y uno se queda diciéndose para sí: “¿En hora buena?, no, sino ¡en mala hora!”, y rumiando aquellas amargas palabras de Job (VII, 20): “Por qué me pusiste por blanco tuyo y soy para mí mismo insoportable?” Porque hay no ya horas, sino días y años y aun siglos malos; hay horas de resaca. Son las que siguen a todo empuje de revolución confundente.

Sí, ya sabemos que hay quienes condenan toda sinceridad, quienes predican un eso que llaman optimismo oficial, quienes llaman derrotismo a la limpieza de visión. Pero suelen ser los que no tienen el sentimiento de la responsabilidad, esto es: los resentidos. Lo que no quiere decir, ¡claro está!, que el resentimiento no sea una fuerza y muy grande. Basta mirar a Rusia, a la Rusia actual, y mirarla a través del evangelio de Dostoyevsqui, el gran profeta de los resentidos, el Bautista de Lenin. Pero…

He visto no sé dónde que Nietzsche decía que la enfermedad apetece lo que la mantiene como tal enfermedad. Y esto parece que lo saben muy bien los alcohólicos, los morfinómanos y… casi todos los enfermos. Entre ellos, los resentidos. Sean hombres o pueblos. Porque hay pueblos resentidos, y los pueblos resentidos apetecen su propia disolución, aunque la llamen renovación. Pues si corre tanto aquella sentencia ―creo que traída de Italia― de “o renovarse o morir”, la nuestra, la castiza, la española, es la que solía recordar nuestro buen amigo Schopenhauer, aquella de “genio y figura hasta la sepultura”. O sea que el renovarse y el morir es uno y lo mismo. Y hay, repito, un instinto disolutivo. O resentimental.

Yo, que había tratado a algunos irlandeses “sinn feiners” (“nosotros mismos”), esos sedicentes celtas, quejumbrosos, del arpa y la verdura, cuando alcanzaron su independencia de Inglaterra, me dije: “Y ahora, que no les queda ya resentirse de Inglaterra, ¿qué van a hacer?” Ya sé lo que seguirá haciendo, o mejor, diciendo, un Bernard Shaw, pongo por caso; pero Bernard Shaw no es un irlandés ortodoxo, ciento por ciento. No es ni siquiera O'Shaw. Es un hereje absoluto e integral; hasta de su propia herejía. Y supongo lo que seguirán haciendo y diciendo los unionistas ―es decir, los verdaderos federales― del Ulster, los que no han consentido en perder la independencia espiritual del individuo, la mayor plenitud de aquellos llamados derechos individuales. Posición que comprendo y consiento muy bien yo, que, como español vasco, vi nacer y desarrollarse entre los fenianos de mi nativa tierra vasca, la que me ha hecho, aquella barbarie rústica del antimaquetismo, aquella barbarie de dividir a los convecinos y colaboradores en indígenas y advenedizos, en nativos y forasteros. Y eso que en mi nativo País Vasco, justo es decirlo, a ningún hombre sensato se le ocurría la estúpida ocurrencia de decir que nos mandaban desde el centro, lo que no era cierto. Mis paisanos, como todos los demás españoles se mandaban a sí mismos unos a otros. Y si había caciquismo, era indígena. Ni creo que a los mandones más o menos indígenas de mi tierra que andan destructurando un Estatuto se les ocurra el desatino histórico de exclamar: “¡Ya no nos mandan!” Esta sería una simpleza propia sólo de uno educado en el mando militar. El Estatuto, por lo demás y por lo que de él conozco, es algo en gran parte deliciosamente infantil y no habrá gran daño para mis paisanos liberales en que fuera aprobado por España, pues las más absurdas de sus prescripciones no podrán nunca llevarse a la práctica. Se resistirán a ellas los mismos a quienes se las quiere aplicar. Y si se intentara forzarles a seguirlas acabarían por sentirse advenedizos todos los nativos. Pues hay nacionalismos chicos con los que sólo se consigue hacer que uno se sienta desterrado en su propia tierra, forasteros en sus propios hogar y cuna, ahogado en aldeanería sin patria civil.

Allí, en la villa que fue mi cuna y mi primer hogar, en mi Bilbao nativa, siendo yo niño, cuando íbamos de paseo los del Colegio a Begoña o a Abando, anteiglesias hoy anexionadas a la villa, leíamos en el frente de sus sendas casas consistoriales: “Casa de la República”. Y no quería decir Casa de la República Española, sino que se llamaban a sí mismas la República de Begoña y la República de Abando. Y acaso el haberse federado la República de Abando con la villa de Bilbao fue lo que hizo germinar, por un proceso resentimental aldeano, en el alma simplicísima de Sabino Arana, lo que se llamó primero el bizcaitarrismo. Con b y con k, por supuesto, porque la v y la c son maquetánicas. Y si no, basta recorrer la epigrafía ibérica. ¡Sabrosos recuerdos infantiles! Sí; ¡pero ensueños infantiles! Muy dulces para brizados por zorcico, jota, muiñeira, sardana o seguidilla; pero… Un mandón no puede ser un vate más o menos melenudo y jocoso-floral. La política no es orfeón. Y menos orfeón de chiquillos de una o de otra edad. Dulce cosa la niñez, y más dulce la segunda niñez, la última; lo presiento, ¡ay!, con una amarga dulzura; pero… ¡Qué casas aquellas de las repúblicas aldeanas de Begoña y de Abando! Donde se alzaba esta, en la plaza de Albia, se alza hoy la estatua de Antón el de los Cantares, poeta infantil y aldeano, el primero que me hizo llorar. ¿Cuál será el último?

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