jueves, 20 de abril de 2017

Lo religioso, lo irreligioso y lo antirreligioso

El Sol (Madrid), 4 de junio de 1931

Seguimos percutiendo y auscultando el espíritu público español, que no es lo mismo que la opinión, pues la llamada opinión pública no siempre tiene limpia conciencia de su propio espíritu. El examen de conciencia colectiva, y más que colectiva, común, es más difícil aún que el examen de conciencia individual, y todos los confesores y curadores de almas saben cuán difícil es éste.

Seguimos percutiendo y auscultando a este espíritu público español, atacado hoy de hiperestesia, de histeria y hasta de epilepsia, Los más de los españoles con algo de conciencia común, de conciencia civil o política, ni saben lo que quieren y ni siquiera saben lo que no quieren. Muchas de las explosiones públicas no son más que ataques epilépticos. Y en ellos, el público, o se muerde la lengua o irrumpe en gritos inarticulados, que no son otra cosa los más de los vivas y de los mueras. Nos basta volver la vista a las jornadas de las quemas de conventos.

Es indudable, a las quemas de conventos se unieron profesionales del motín, deportistas de la violencia; pero es no menos indudable que esa obra tuvo si un carácter económico, un carácter también religioso, o sea antirreligioso. No irreligioso. Porque toda protesta, pacífica o belicosa, contra una forma de religión, se hace movido por otra forma de religión. La irreligión, la verdadera irreligión, no protesta nunca, ni pacífica ni belicosamente. Se limita a ignorar la religión ―y con ella a ignorar la irreligiosidad― y a encogerse de hombros ante ella. El ateo religioso, el que profesa la religión ―que lo es― del ateísmo, cree en el anti-Dios. Cree tanto como el creyente en Dios. Todo acto antirreligioso, que es acto religioso, es acto de fe. Tan de fe es creer que hay Dios como lo es creer que no lo hay. ¿Saberlo… decía? Sí, ya sé que dicen que saber no es creer, que saber es cosa de razón. Pero después de todo si fe es, según nos reza el catecismo del P. Astete, creer lo que no vimos, razón ―razón religiosa― es creer lo que vemos. ¡Y qué terrible es la religiosidad racionalista!

“La religión es el opio del pueblo”, dicen que decía aquel terrible profeta, hoy canonizado y erigido en momia de idolatría, que fue Lenin. No sé si dijo “opio del pueblo” o si dijo “opio para el pueblo”; pero es igual. Opio para el pueblo, elaborado por el pueblo mismo. Y lo es toda religión, incluso ¡claro está!, la religión de Lenin, el materialismo histórico de Carlos Marx ―otro profeta canonizado―, elevado a religión bolchevista, con sus dogmas, su disciplina, su jerarquía y su liturgia. Y es que el pueblo apetece opio, porque lo necesita. Uno u otro opio, el ruso ortodoxo, el católico, el nacionalista o el bolchevista. Necesita opio para calmar sus dolores y hasta su hambre; necesita opio para consolarse de haber nacido a esta vida pasajera. Y ese opio es creer en otra vida, o después de la muerte corporal o antes de ésta. ¿Qué es el comunismo sino fe en otra vida? O en otra sociedad, que es lo mismo. Opio es toda utopía, aunque se envuelva en cientifismo.

Es pues religión el bolchevismo ruso, y lo es el fajismo italiano, y lo es el socialnacionalismo tudesco, y lo es el americanismo, y lo es el sindicalismo anarquista, y empieza a serlo el neorrepublicanismo español, que aun no sabe bien ni lo que quiere ni lo que no quiere. Y quema conventos para ver si a la luz de sus llamas ve salir el sol ―hay quien enciende una candela para verlo nacer―, y no ve más que humo. Y todo es opio; opio para calmar los dolorosos retortijones deñ hambre espiritual, del hambre de personalidad ―individual o colectiva―, del hambre de historicidad, del hambre de inmortalidad histórica. A los más de los quemadores de conventos les mueve el ansia de representar un papel en la tragedia de la Historia, de salir a escena, aunque sea como coristas, y, el que puede, de partiquino. “Estamos viviendo unos momentos históricos”, me decía un pobre mozalbete, atosigado de la peor literatura llamada proletaria. Literatura novelística, claro es.

¡Hambre de historicidad! ¡Hambre de celebridad! ¡Qué sentimiento tan divino! En unas oposiciones a escuelas de niños que se celebraban en Salamanca, un opositor, un maestrillo, explicaba en un ejercicio a unos niños el pasaje aquel del Catecismo en que el P. Astete nos dice que Dios hizo el mundo para hacerse célebre. Y el juez del Tribunal de oposiciones que me lo contaba me decía riendo: “Ya ve usted, no sabía explicarse eso de que uno haga algo para su propia gloria  como no sea para hacerse célebre, para ganar renombre.” Y yo le contesté: “Pues se lo explica muy bien el pobre maestrillo que oposita para ganarse un sueldecillo. ¿No reza usted todos los días santificado sea el tu nombre? Pues santificar el nombre de Dios ―el nombre, fíjese usted― es darle renombre, es celebrarlo, es hacerle célebre a Dios, a Dios, cuya gloria celebran los cielos.” Y le hice comprender al pedagogo que la ingenua religiosidad del pobre ―¡y tan pobre!― maestrillo no iba descaminada, que el maestrillo tenía conciencia histórica.

¿Y la gloria de la República española? O sea, ¿y la religiosidad civil española? Porque si ha de haber una verdadera unidad española, si España ha de ser una nación con una conciencia común, ha de ser sobre el cimiento de un sentimiento común de una misión del pueblo español. Y ahora nos falta averiguar, percutiendo y auscultando, si ese sentimiento se fragua bajo los ataques histéricos.

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