martes, 23 de mayo de 2017

De la religión y la política

El Sol (Madrid), 22 de noviembre de 1931

“No hay que andarse con contemplaciones ―me escribe el consabido lector de mis monodiálogos, después de haber leído mi contemplación del diplodoco―; hay que obrar. Y para obrar, salirse del templo de las con-templaciones.” Y luego: “¡Hay que vivir!” Y yo, al leerlo, me he dicho que lo que hay que hacer es digerir lo vivido, asimilárselo, es pensar la vida, posar la vida en la tras-vida, es pervivir. Hay que vivir, sin duda; pero no creamos que con vivezas políticas se labra una vivienda para siempre, que el vivo político no siempre suele ser un verdadero viviente.

Y me añade el consabido lector: “Menos religión y más política.” Que es como si dijese: “menos cósmica y más política; menos Universo y más ciudad; menos templo y más oficina.” Y me habla en el sentido más callejero y trivial ―esto es, de plazuela o trivio― del misticismo. ¿Misticismo? La contemplación del Diplodoco, lejos de incapacitar para la acción, capacita aún más para ella. Pues nunca se obra con más eficacia política que cuando se va a forjar la leyenda, cuando se busca el poder para la gloria. Ejemplo: el cardenal Jiménez de Cisneros, que buscó la España de Dios para el Dios de España y del Universo todo.

Sí, ya sabemos que hay que vivir y para vivir hay que enterrar a los muertos ―que no nos estorben nuestra vida con su podredumbre―; pero sabemos que este político y utilísimo oficio lo es de muertos que se creen vivos. Pues escrito está: “Dejad que los muertos entierren a sus muertos.” Y que éstos pasen a la historia que pasa y no a la leyenda que queda. Sí, ya sabemos que hay que vivir en la ciudad; pero cada cual tiene su vocación y destino, y si la de otros es dictar decretos, organizar elecciones o tramar Constituciones, la de este comentador que monodialoga con su lector consabido es la de hurgar en la religiosidad latente española, que no piedad, hasta que se desperece y así se desemperece y despierte la que no esté despierta ya, y ésta se dé mejor cuenta de sí misma y se reforme. Que estampen en el papel constitucional que no hay religión de Estado en España; pero el comentador sabe que hay religión nacional, y lo sabe porque siente el eco que entre sus compatriotas ―no sin sorpresa suya en un principio― han encontrado sus pesquisas ―y hasta inquisiciones― del sentimiento trágico de la vida, de la agonía del cristianismo, del misterio del Cristo de Velázquez.

Y como esta piedad, esta religiosidad, este sentimiento universal y eterno lo ha posado y reposado nuestro pueblo, un pueblo de Dios, en su lenguaje, he aquí por qué el comentador se entrega a escudriñar ese lenguaje y a desentrañarlo. Porque la política es espuma y la religión es poso, y en el poso está el reposo, y en la espuma la racha y el alboroto del día o del siglo que pasan. La espumadera de los siglos, tituló Roberto Robert ―hoy ya olvidado― a un libro de gacetillas históricas, y el título es ya de por sí, lo que suele suceder a menudo, un hallazgo. Espumen, pues, otros, despabilando para mejor hacerlo, las luces de la crítica ―aunque ya con las bombillas eléctricas las despabiladeras “han pasado a la historia”―; espumen otras la actualidad secular ―y seglar― que pasa, que el comentador se va a reposar el poso de la eternidad y de potencialidad que nos queda; se va a buscar el sello de nuestra fe en nuestro lenguaje.

En nuestro lenguaje, sí. Filología, o mejor onomatología ―logología sería otra cosa― es teología. “Santificado sea tu nombre.” ¿Y hay mejor manera de santificar un nombre que estudiarlo, que contemplarlo hasta que se haga nuestro? Véase por qué buscamos en los nombres el esqueleto espiritual, la leyenda de las cosas nombradas. ¿La cosa en sí, que dijo Kant? No, sino el nombre en sí. “¡Dime tu nombre!”, le mendigaba Jacob al ángel, al divino mensajero, con quien estuvo luchando desde la puesta del sol hasta el rayar del alba.

Queremos en estos Comentarios, que aspiran ―¡habráse visto atrevimiento!― a hacerse permanentes en cierto modo en el ánimo de sus lectores, mentar y comentar aquellos hechos ―no menos sucesos― que estén haciendo nuestra España de Dios, que estén haciendo de Dios a nuestra España. Lo demás son gacetillas, aunque en forma de leyes vayan a parar a la Gaceta, saliendo de una Cámara que, como es inevitable y acaso útil en el sistema parlamentario, se compone de camarillas. Camarillas políticas, inevitables y acaso útiles, que no son, por supuesto, peores que los conventículos pseudo-religiosos, que no son peores que esas congregaciones que tratan de usufructuar la piedad popular y laica. Pero esta piedad, que tiene que vivir en el siglo que pasa, que tiene que ser seglar, esto es, política, se nutre de lo que no pasa, se nutre de la contemplación de lo que se queda.

Y he aquí por qué, consabido lector de nuestro monodiálogo, la contemplación de todo diplodoco, pirámide o leyenda revolucionaria, nos hace volver a la vida de la irrevocable actualidad, a la política, al deber civil, con nuevas fuerzas; nos hace volver a la espuma, corroborados con sales del poso; nos hace volver a la milicia, que es la vida del hombre sobre la tierra, con renovación de reposo.

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