domingo, 28 de mayo de 2017

El pecado liberalismo

El Sol (Madrid), 10 de diciembre de 1931

Con qué arrobo, redondeando la boca, hay quienes pregonan: “¡Está por hacer todavía la revolución…; a ello!” Pero es que toda revolución ―he de repetirlo― lleva su propia reacción en el seno. Y esto es lo que la hace permanente, lo que Trotski llama la revolución permanente. Porque la otra, la que no lleva entrañada su propia reacción, la que no se está revisando arreo, la de una vez fijada, constituida, ésta es muerta y propiamente no es revolución. Y sería gran necedad general cerrar el sufragio a los que a su constitución, a su estabilización se opusieran. Resucitando, en cierto modo, para ello los que se llamaron en España antaño, en la Restauración, partidos ilegales. O anti-constitucionales.

Lo que importa es que la revolución lleva consigo la guerra civil. O, mejor aún, que es la guerra civil misma, y la revolución permanente, la única fecunda, la guerra civil permanente. La guerra civil que es un don del cielo, como dijo aquel Romero Alpuente, que fue alma de la sociedad secreta de los “Comuneros”. Y ¿a qué asustarse de ese don del cielo? Cabe decir que desde la muerte de Fernando VII, y aun antes de ella, ha estado el cielo regalando a España con ese don. Que, latente y sorda, o aparente y estridente, en guerra civil hemos vivido. Primero, apostólicos y constitucionales; luego, servilones y liberalitos, carlistas y cristinos, y, al fin, católicos y liberales.

¡Católicos y liberales! Qué lejanos nos parecen ya aquellos tiempos de 1884, hace ya más de 47, en que en el mes del Santísimo Rosario empezaba, en Sabadell, sus luego famosísimas conferencias familiares sobre el liberalismo el presbítero D. Félix Sardá y Salvany, director de la Revista Popular. Aquellas conferencias que, reunidas bajo el título de El liberalismo es pecado, corrieron toda España encendiendo disputas. ¡La tinta que ha corrido desde entonces! Y alguna sangre también.

El liberalismo es pecado. ¡Qué hallazgo de título y de empresa! Tuvo tanto éxito, si es que no más, que el “Reinaré en España y con más devoción que en otras partes”. El áureo libro ―era la designación consagrada― así titulado, recorrió toda España entre bendiciones de obispos y recomendaciones de curas de almas y de directores espirituales. Y como a un canónigo de la diócesis de Vich se le ocurriese refutarlo en un opúsculo que tituló El proceso del integrismo, y denunciarlo a la Sagrada Congregación del Índice, este instituto mandó que se amonestase al canónigo, y declaró que merecía alabanza la obrita del señor Sardá y Salvany. ¡Y lo que esto dio que decir y que contradecir entonces y lo pasado que está ya!

¿Quién no se sonríe hoy al leer aquello de que “de consiguiente (salvo los casos de buena fe, de ignorancia y de indeliberación), ser liberal es más pecado que ser blasfemos, ladrón, adúltero u homicida, o cualquier otra cosa de las que prohíbe la ley de Dios y castiga su justicia infinita”? Pero toda aquella campaña de verdadera guerra civil es la que ha traído a la ajesuitada Iglesia oficial española a su estado actual. Aquella campaña, y la que poco antes del golpe de Estado de 1923, con el nombre de Gran Campaña Social, inició el episcopado ―y en un documento en que se llamaba “cruzada” a la guerra de Marruecos― y apoyó en un principio el Rey para tener que cortarla luego. Y aun pedir que no se volviese a hablar de ella.

Pero aquella guerra civil sigue y tiene que seguir si ha de mantenerse la revolución espiritual religiosa, sin la cual no puede vivir la fe de un pueblo. Que vive de una continua revisión de ella. Que si una Constitución política no es intangible, no es irrevisable, tampoco un Credo eclesiástico lo es. Y con la separación de la Iglesia y del Estado ella, la Iglesia, se volverá a sí misma a examinar sus discordias intestinas, lo de integristas, mestizos, católicos liberales, los de la tesis y los de la hipótesis y todo lo demás, y a darse cuenta de que su presente estado, la persecución que hoy experimenta ―porque ello es evidente― se debe a que no midió bien sus fuerzas y llevó muy mal su campaña. Hoy ha de comprender que tiene que apoyarse en aquel pecado del liberalismo para mejor poder cumplir sus fines, y que el enemigo, el verdadero enemigo de su fe y de su misión, está en otra parte. Pero ¿guerra civil? Guerra civil siempre.

Y esta guerra civil se debe al pecado del liberalismo, del que se puede decir aquello de “felix culpa!”, ¡dichoso pecado! Que sin pecado no hay redención, ni sin guerra hay paz. Que el Cristo que vino a traer la paz, vino ―y él lo dijo― a traer la guerra y dividir las familias, padres contra hijos e hijos contra padres, hermanos contra hermanos. Y esa guerra es el empuje de subida a su reino que no es de este mundo.

La revolución, la permanente, es guerra civil permanente. Y aunque se diga y se repita hoy mucho que el pueblo español es indiferente en religión, o más bien, que es irreligioso, somos algunos los que creemos que con la revolución que llaman política se está cumpliendo, en los hondones del alma popular, una revolución religiosa. Que hay una fe que forcejea por alumbrarse. Forcejeo que es una herencia y una adherencia históricas, que es el meollo de la historia.

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