viernes, 19 de mayo de 2017

La vocación y el destino

El Sol (Madrid), 3 de noviembre de 1931

De este comentario sobre la vocación y el destino podría decirse que es un comentario perpetuo, por encima de actualidad, aunque sugerido por ella. ¡La vocación y el destino! Los dos goznes de la tragedia religiosa y a la vez económica ―de religiosidad a lo humano y de economía a lo divino― de nuestro pueblo, sobre todo en su clase media.

La vocación. De “vocare”, llamar, es aquella profesión ―más bien misión― a que el Señor nos llama en esta vida del mundo. Pero hay quien no oye la llamada y hay quien oyéndola no le hace caso. Y hay que forzarle de ordinario con móviles económicos. ¿Qué son esas Asociaciones, generalmente de señoras, para el fomento de las vocaciones religiosas? ¿Cómo se ha solido atraer al seminario o al claustro a los jovencitos, casi niños, que no sentían por dentro llamados a ellos? ¿Quién ignora que las más de las órdenes llamadas religiosas se han nutrido por una especie de recluta malthusiana?

Un pobre padre, generalmente aldeano, cargado de hijos, no sabe cómo colocarlos, y cuando llega el otro padre, el padre monástico, sin hijos de la carne, que recorre los pueblos echando el lazo de la recluta, le entrega uno de sus hijos como podría haberle echado al torno de la Inclusa. Una boca menos que llenar. Y el pobre niño se ve sometido a una educación reclusiva, se le sugiere una vocación, y luego, cuando al llegar a edad de propia conciencia, despierta el hombre natural en él, se encuentra con que ya no le cabe revocación. Su destino es ya de hecho irrevocable. ¡Y qué de tragedias de esta irrevocabilidad!

Esa vocación, que debe serlo de sacrificio, se encuentra enredada en el otro gozne: el destino. Esa vocación no determina el destino, sino que es determinada por éste. ¡Y terrible término este de destino! En su significación general, el Destino es el Hado, es la Fatalidad, es el Sino, es aquel sino que arrastró al Don Álvaro de nuestra casticísima tragedia romántica. Pero luego, en el uso corriente y vulgar de nuestro lenguaje callejero, el destino ha tomado otra significación no menos trágica: es el dechado de la triste tragedilla cotidiana de nuestra clase media. Tener que vivir y que mantener una prole con un destinillo de tres o cuatro mil pesetas en Hacienda, en Gobernación o en Trabajo. ¡Un destinillo en el trabajo! Y esta es la tragedia cotidiana del funcionario, del cagatintas, del empleadillo, como la de la vocación es la del fraile o la del pobre cura de misa y olla.

Si la vocación se ve rebajada por el destino, éste, en cambio, el destino, rara vez se ve realzado por la vocación. ¿Es que pueden sentir vocación por su destino los más de los pobres funcionarios predestinados? ¡Y tan pre-destinados! Basta observar en las oposiciones o concursos a plazas o destinillos de mal pasar lo que es la pre-destinación de nuestra proletaria clase media. De donde resulta que a los de la vocación, a los irrevocables, y a los del destino, a los pre-destinados, les abarca una común pordiosería. Tan mendicantes, tan pordioseras, como las órdenes monásticas así llamadas lo son las corporaciones civiles de funcionarios proletarios.

En el fondo, un problema religioso-económico, un problema de cómo ha de propagarse mejor este agónico linaje humano que quiere salvarse en este mundo y para el otro. “Criar hijos para el cielo”, que dice el Catecismo. Las órdenes monásticas han obedecido a un resorte económico. Había que limitar el crecimiento de la población; había que dar empleo a aquella parte de ella que no podría formar familia; había que hacer algo con las solteras y los solteros forzosos. Y hoy en los países en que no hay vocaciones monásticas ―y aun en éstos― esa parte de la sociedad irrevocablemente predestinada a la infecundidad va a caer en un trágico abismo de prostitución de ambos sexos, cuya difusión aterra.

En mi obra sobre La agonía del cristianismo he tratado de inquirir algo que se toca con este conflicto trágico entre la vocación y el destino; la vocación, por ejemplo, de padre espiritual y el destino de padre carnal.

Y, después de todo, ¿qué ha sido aquí, en nuestra República española de hoy, el último episodio de lo que se ha llamado la cuestión religiosa? Religiosa apenas, ni del un lado ni del otro. Ha sido una lucha de los pre-destinados, de los funcionarios laicos, de los proletarios del destinillo, de los padres carnales de muchos hijos, contra los de la vocación forzosa ―pre-destinados también―, contra los irrevocables hermanos y padres “espirituales” (!!); una lucha de la burocracia contra la clerecía. Una burocracia sin vocación y una clerecía sin destino. Ya Carlos Marx decía, creo que a propósito del “Kulturkampf”, que el anti-clericalismo representa una lucha entre abogados y clérigos en que apenas se interesaba. Y es que es una lucha entre la irrevocable predestinación civil y la predestinada irrevocabilidad eclesiástica. Los dos negocios.

Y ahora deberíamos volver la atención a nuestra castiza literatura picaresca con sus lazarillos, sus pordioseros, sus juglares, sus bulderos, sus clérigos andariegos, sus cazurros, sus frailes, sus españoles de antaño redivivos hogaño. Y es que la historia se continúa.

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