miércoles, 3 de mayo de 2017

Los milagros de la Virgen de Ezquioga

El Sol (Madrid), 29 de agosto de 1931

No es tarde ya para comentar las apariciones de la Virgen de Ezquioga en mi nativo País Vasco. No es tarde porque el movimiento religioso a que ha dado lugar, y que tanto se parece a aquel llamado “revival” en Gales, no es movimiento del día, ni del año, ni del siglo, sino del momento; es decir, de la eternidad. ¿Y qué fue ese milagro de la aparición de la Virgen de Ezquioga?

¿Milagro? Lessing, el más implacable crítico de los milagros; Lessing, el racionalista, decía que cuando la Sagrada Escritura dice, por ejemplo, al principio del primer Evangelio, que, estando encinta María, se le apareció a su esposo José un ángel en sueños, quiere decir que José soñó que se le aparecía un ángel. Pero ¿es que no es siempre, y en todo el milagro que es la conciencia religiosa, lo mismo? Y más si la aparición se hace colectiva. ¿Qué más objetividad que el que una aparición se haga colectiva? El ensueño que sueña una muchedumbre es lo que le hace a ésta pueblo, es lo que le da una conciencia única.

Pero hay algo más crítico. ¿Es ésa una aparición religiosa popular, nacional, laica? Laica y religiosa. Laico estrechamente vale como popular y se contrapone a clerical; del pueblo, de la verdadera Iglesia, y no sólo del clero, de su burocracia. Y a este respecto conviene recordar aquel gracioso suceso que sucedió en Plasencia, siendo allí obispo aquel recio integrista ―gallego él― que fue D. Pedro Casas y Souto. Pues ocurrió que, como empezara a esparcirse el rumor de haber aparecido una monja milagrera, el obispo exclamó: “¿Milagros en mi diócesis y sin mi permiso? Lo prohíbo, y si sigue haciéndolos son del demonio.” Y es fama que se acabaron los milagretes de la monjita de Plasencia. Ahora lo que puede ocurrir es que si hay milagros sin permiso del ordinario pueda haberlos por mandato o sugestión de él o de otra autoridad clerical. Y hasta milagros estratégicos.

No parece que las autoridades eclesiásticas de Guipúzcoa hayan intervenido directamente, como no sea para permitirlos en los milagrosos ensueños de la muchedumbre popular que se congregaba en Ezquioga y de los turistas que acudían al espectáculo veraniego. ¿Y qué iban a hacer sino permitir que unos pobrecitos desterrados hijos de Eva pidieran a la Virgen Madre, gimiendo y llorando en aquel risueño valle de lágrimas, que después de este destierro les muestre a su hijo Jesús, fruto bendito de su vientre y Cristo Rey, pero no rey de este mundo?

Mas hay otra cosa, y es que los que no se avienen a que el reino de Cristono sea de este mundo pudieran, no ya permitir, sino sugerir, sino ordenar esas apariciones milagrosas. ¿Es que no dicen que se trata de robarle su fe al pueblo? ¿Y cómo? Entremos en el meollo de la cuestión. Por la enseñanza nacional, por la escuela única nacional, esto es, popular, y, por lo tanto, laica. Que laico no quiere decir propiamente sino esto: popular.

Bien sabemos que laico ha adquirido otro sentido, un sentido que con razón ofende a toda conciencia religiosa. Bien sabemos que para muchos laicismo quiere decir irreligiosidad. ¿Pero es que cuando el hondo movimiento religioso de la Reforma  no inició este movimiento la laicización de la enseñanza pública? ¿No fue acaso la Reforma la que desenclaustró la enseñanza del pueblo?

De nada servirá que se quiera hacer laica en el mal sentido, en el sentido jacobino, la enseñanza popular, nacional, si el pueblo, si la nación, es religioso, es cristiano. En un pueblo cristiano no hay Estado, por fuerte que sea, que pueda ordenar que se quite de las escuelas populares, nacionales, laicas, la imagen del Cristo, rey del reino de después de este destierro terrenal. Y hay un Cristo nuestro español, popular, nacional, laico: ese Cristo de Velázquez, en cuya contemplación me he sumido. Y que no es ese otro del Sagrado Corazón, de origen francés, que preside a la industria pedagógica del las órdenes eclesiásticas de enseñanza, ajesuitadas ya todas.

¿Enseñanza religiosa? Toda enseñanza verdaderamente popular, nacional, laica, tendrá en nuestra España cristiana que ser religiosa. Querámoslo o no. Pero no la enseñanza de la fe implícita, de la fe del carbonero, que se cifra en aquella sentencia del Catecismo del jesuita padre Astete, cuando dice: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder.” Una enseñanza religiosa, popular, nacional, laica ha de tender a que no haya ignorantes, a que no sean los ignorantes explotados por los doctores. Y ésta es la reforma de la enseñanza. Ésta es la Reforma, sí. Ésta es la reforma española, popular, nacional, laica.

Y en cuanto a la Virgen Madre de Ezquioga: ¡salve! Salve, María, Reina y Madre de Misericordia, vida y dulzura y esperanza nuestra…, y después de este destierro, muéstranos a Jesús, a Cristo Rey; pero en su reino, que no es el de este mundo. Y entre tanto, salgamos de la ignorancia religiosa de carbonero. De la que la industria pedagógica clerical no nos ha sacado.

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