viernes, 26 de mayo de 2017

“¡Qué sé yo!”

El Sol (Madrid), 4 de diciembre de 1931

En La Biblia en España ―obra ya clásica―, de Jorge Borrow, tan acabadamente traducida del inglés por Manuel Azaña, se lee un delicioso relato de una conversación que en Córdoba tuvo el autor, don Jorgito, con un viejo sacerdote que había sido inquisidor, relato en que ha debido meditar más de una vez el presidente del actual Gobierno de la República española, o sea del Gobierno de la actual República española. En la conversación aquella se cambiaron estos términos: “―Supongo que sabrá usted cuáles eran los asuntos propios de la función del Santo Oficio; por tanto, no necesito decirle que los delitos que entendíamos eran los de brujería, judaísmo y ciertos descarríos carnales.―¿Qué opinión tiene usted de la brujería? ¿Existe en realidad ese delito?―¡Qué sé yo!―dijo el viejo encogiéndose de hombros―. La Iglesia tiene, o al menos tenía, el poder de castigar por algo, fuese real o irreal, don Jorge; y como era necesario castigar para demostrar que tenía el poder de hacerlos, ¿qué importaba si el castigo se imponía por brujería o por otro delito?”

Ahora bien ―otro diría que ahora mal―, lo mismo que la Iglesia en tiempos del Santo Oficio de la Inquisición tenía el poder de castigar por brujería, tiene hoy la República española, en virtud de la ley llamada de Defensa de ella, el poder de castigar por ciertos delitos u ofensas al régimen vigente, entre ellos el de hacer la apología del régimen monárquico, lo que constituye, sin duda, un aojamiento al que le ha sustituido. Pues ¿quién duda de que la reciente República, tan tiernecita aún, no podría resistir sin serio quebranto una apología de aquel otro régimen? Por lo cual es debido castigar ese y otros delitos análogos. Así se da una sensación de firmeza y de que con la República no se juega, pues no es cosa de chiquillos.

Y sobre todo, ¿es que se ha olvidado nadie lo que se hacía en tiempo de la odiosa Dictadura primorrivereña, y cómo se le deportaba a cualquiera por la menor brujería? ¿Es que no se le mandaba a uno a Fuerteventura, por ejemplo, sin decirle siquiera por qué? Verdad es que él se tenía la culpa por no preguntarlo y dar las explicaciones convenientes. Sí; hay que defender el régimen naciente y hay que continuar la revolución, digámoslo así. Que con esto no se juega, y camelos no, ¿eh?

Estamos en guerra civil, aunque este concepto haya podido escandalizar a algunos, ya cuando yo lo proclamé a propósito del llamado problema catalán ―que acaso ni es catalán, ni es problema―, ya cuando ciertos revisionistas lo proclamaron, ya cuando un ministro socialista amenazó con ella en el caso de que no se diera satisfacción al anhelo revolucionario. Pero bien claro dimos a entender todos lo que por guerra civil entendemos. Aunque por mi parte no sé más lo que que quiere decir complot que no sé lo que quería decir brujería.

No, no; no se puede permitir que cada cual se exprese como mejor le venga en gana y usando acaso de insidiosos ambages. Para algo se ha votado esa ley de defensa. Ley que debe ser de defensa previa, o sea de ofensa. Vale más prevenir que curar. Y además, si no damos la impresión de que el régimen está rodeado de peligro, ¿cómo van a acudir a sostenerlo los buenos revolucionarios?

Hay que cuidar de todo, hasta de menudos detalles de expresión y aun de estilo; hay que sustituir una liturgia por otra, una etiqueta por otra, unas fórmulas por otras. Y así, por ejemplo, no había por qué sonreírse al leer en cierto documento oficial burocrático publicado en la Gaceta, que se le eximía a un ciudadano del pago de “derechos de la República”, llamándoles así a los que antes, en el régimen monárquico, se les llamaba “derechos reales”. Porque si siguiéramos confundiendo las cosas, llegaríamos a llamar realidad a la realeza, y ¿adónde se iría a parar? Es menester irse con tiento en esto de la selección de vocablos, frases, giros, motes y muletillas porque los frigios aun son muy ladinos y ponen brujería y aojamiento no más que en un tonillo o un retintín.

Hay que recoger toda clase de armas, de fuego o de palabra, aunque sean espingardas de tiempos de la Nanita, o piezas de museo doméstico. En las delicadas circunstancias en que se halla el régimen naciente son peligrosas hasta las hachas de piedra ―piedras de rayo― de los trogloditas o cavernícolas de la época del bisonte de Altamira. De aquel bisonte al que se tragó el león de España, y que por cierto se lo tiene todavía en el estómago, sin que haya logrado digerirlo. Acaso por los cuernos.

Y si ahora me preguntara si creo o no en la brujería contestaría con el inquisidor de Córdoba: ¡Qué sé yo! Sólo sé que deportarle a uno a Fuerteventura suele servir para todo lo contrario de lo que el deportador se propone.

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