martes, 20 de junio de 2017

Coloñismo

El Sol (Madrid), 14 de febrero de 1932

“Qué es esto, ¿nueva palabrita tenemos?” ―se dirá el lector. Pues esto es:

En Burgos se llama coloño a un cesto de pértida o cuévano pequeño, que sirve para transortar entre otras cosas tierra o grava del río, y de que se servían, en la época de desocupación, los braceros parados a los que el Ayuntamiento daba, con ese pretexto de trabajo, un jornal de limosna que no solía pasar de una peseta. Y a ese servicio, a esa limosna disfrazada, se le llamaba coloño. En Alba de Tormes se le llamaba panterre ―trasformación popular de parterre― desde que en un duro invierno se acordó hacer un parterre, más que por su utilidad, para dar quehacer en obra que más que material exigía manos. Y el coloño o panterre, si es trabajo en el sentido material o mecánico y lo es en el de la condenación bíblica, no lo es en el sentido económico de producción, y menos en el más alto sentido moral de educación del espíritu. Los que dicen: “no pedimos limosna, sino trabajo”, y aceptan luego un coloño, proponiéndose, ¡claro está!, hacer que trabajan sin trabajar, se rebajan más que los que aceptan, sin disfraz, la limosna.

Fue el comentador al Diccionario manual e ilustrado de la lengua española que publicó en 1927 la Real Academia, y se encontró en coloño con esto: “Sant. Haz de leña, de tallos secos o puntas de maíz, de varas, etc., que puede ser llevado por una persona en la cabeza o a las espaldas.” Y al leer esta definición del santanderino coloño le hirió al comentador, que saca los conceptos y sus asociaciones de las palabras, lo de haz, y al punto le vino a las mientes la voz italiana correspondiente al fascis latino, nuestro “haz”, que es fascio, de que hicimos en castellano fajo. Y en seguida se le ocurrió el fascismo, o mejor fajismo.

Claro está que el fascio, fajo o haz actual italiano no es de leña, ni de tallos secos o puntas de maíz, ni de varas, ni es el montón de tierra o grava que se puede trasportar en un coloño para pretextar un trabajo, sino que es un fajo de personas, un Sindicato, que se une para imponer a la clase acaudalada no precisamente que les den trabajo productivo ―que las más de las veces no le hay―, sino que les mantengan por el panterre o coloño de proclamar el primado de Italia, la imperialidad del Estado y la napoleonidad del Duce, Y cantar a la juventud, a la giovinezza. ¿Y no empieza a formarse aquí, en España, un sindicalismo de coloño, un coloñismo, que se parece mucho más que al bolchevismo ruso al fajismo italiano? Lo que el ministro de Obras públicas ha denunciado que pasa en Sevilla, donde para los obreros parados el trabajo es lo de menos, no es sino coloñismo o fajismo.

Cuando se dice que era preferible darles un subsidio y que no hicieran nada ―como se hizo en Inglaterra― se contesta que eso es inmoral y corruptor de las buenas costumbres; ¿pero no es más inmoral y corruptor todavía inventar obras ficticias o inútiles, coloños o panterres, y que vayan unos desencachando las calles para que otros las vuelvan a encachar y queden peor que estaban antes? ¿Y con qué amor a la obrase quiere que emprendan ésta los que saben que no es sino un pretexto para pagarles un jornal? Y el amor a la obra, por el fin social de la obra misma, es la esencia moral de la laboriosidad. Trabajador no puede querer decir moralmente, socialmente, otra cosa que productor, y de productos o de servicios útiles a la sociedad.

De lo que el coloñismo trata no es del reparto del trabajo, sino del reparto del salario del trabajo, y si el trabajo no es productivo, si la obra por la carestía de la mano de ella no ha de rendir su interés al empresario, sino que le arruina, ¿cómo se quiere que la emprenda no más que para agotar su caudal en salarios y quedarse sin él? De aquí que se encuentre ya quien se decide a ceder su tierra a los labriegos coloñistas, y que éstos la cultiven por su cuenta a ver si sacan el jornal que piden por el coloño.

Ahora sólo faltaba que nuestros fajistas ―los del coloño o panterre― dieran, como los italianos, en predicar la necesidad patriótica de producir o procrear muchos hijos, para que no cabiendo los españoles en España, nos diéramos a conquistar otro nuevo mundo, a buscar nuevas colonias, a inventar tierras españolas irredentas. Para no percatarse así de la dura realidad que es la de España apenas si puede mantener a tenor civilizado la población que hoy tiene, y que hay que atemperarse a la pobreza de su suelo. Y que se le llame al comentador pesimista o derrotista.

Ya se ha dicho, y José Ortega y Gasset lo expresó muy bien en las Cortes, que es locura querer mejorar la situación económica de los asalariados empobreciendo a la nación, y a ello equivale querer hacer de España no una República de trabajadores de toda clase, como dice puerilmente la Constitución, sino una República de coloñistas, o sea de funcionarios de toda clase. Que un mero funcionario es el que ejerce una función no atento al fin social, al producto material o espiritual de ella, sino al sueldo o salario que por ella se le dé.

Pero hay más aún, y es los que predican la destrucción del producto para que se agrave la crisis y venga de ésta un catastrófico desenlace. Pero esto nos llevaría a hablar de otra enfermedad mental española, análoga al antiguo nihilismo ruso, y es un específico anarquismo ibérico, hijo de una terrible mentalidad cuyas raíces son prehistóricas.

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