lunes, 19 de junio de 2017

El solitario de Graus, como hombre de ensueños españoles y de fecundas contradicciones íntimas

El Sol (Madrid), 9 de febrero de 1932

TEXTO TAQUIGRÁFICO DEL DISCURSO QUE AYER PRONUNCIÓ EN EL ATENEO D. MIGUEL DE UNAMUNO.

En el salón de actos del Ateneo de Madrid se celebró ayer una sesión homenaje a la memoria del gran español D. Joaquín Costa. El público, entre el que figuraban no pocas damas y señoritas, llenó por completo la amplia sala desde mucho antes de la hora señalada para el comienzo del acto. Pronunció un bello discurso D. Miguel de Unamuno, el cual fue recibido con una atronadora salva de aplausos. El ilustre rector de la Universidad de Salamanca dijo lo siguiente:

Señoras y señores, o, mejor, amigas y amigos. No sé cómo me van a salir estas deshilvanadas divagaciones respecto de aquel hombre a quien conocí y traté. Me va a ser muy difícil ―creo que es casi imposible― separar la obra del hombre, porque un hombre, después de todo, en la Historia y para la Historia, no es más que su obra. Se puede decir que nacemos sin alma. Algunos mueren con ella: los que han dejado una obra; los demás, mueren sin haber cobrado un alma. Conocí, como digo, a Costa, y veo que ahora, como es inevitable en hombres como él, se va convirtiendo en un símbolo, casi en un mito, y va borrándose su propia personalidad. Debió de ser sin duda una ―me figuro yo― de sus preocupaciones ver como ya en vida le iba envolviendo la leyenda, le iba envolviendo el símbolo que de él hacían y en el cual había de ser enterrado. Que es una de las tragedias, en parte dolorosas y en parte consolatorias, la de la vida de un hombre que ve cómo el que es se va sintiendo borrado por el que de él hacen todos los demás. Y es que ya no es suyo; es de todos los otros, que han hecho de él otro hombre en el cual queda enterrado, pero que es el que vive y en el que ha de vivir siempre. (Muy bien. Aplausos.)

Conocí a Costa, y como es natural, yo no puedo traer aquí al Costa que fue, sino a “mi Costa”, al mío. Y acaso en él, sin duda, me he de meter yo mismo: es inevitable. Aquí le veriáis los que tenéis ya cierta edad, cuando iba arriba a trabajar solitariamente. ¡Y hay que ver lo que es, y más en España, uno de estos trabajos solitarios, un trabajo de investigación y rebusca, donde no hay un ambiente de rebuscadores ni de investigadores, donde tiene uno que hacérselo todo! Cualquier español que haya hecho en artes, en ciencias, en letras, un descubrimiento, significa mucho más que los que hayan hecho eso mismo en otros países; porque allí no lo hace él solo, sino que lo hacen una porción de compañeros de trabajo.

Y venía a trabajar indudablemente en trabajos que ya estaban hechos muchas veces. Alguna vez se lo dije yo: “Pero, D. Joaquín, ¡si eso está ya averiguado!” Pero él quería ir a las fuentes mismas. Esto tiene ―dicen― un inconveniente. Cuando estaba estudiando la decadencia romana en los escritores romanos, haciendo caso omiso de todo lo que se había hecho en torno de aquello, yo me acordaba de los que dicen: “Sí, así sucede con estos españoles, que descubren el Mediterráneo.” Pero yo digo: ¡Ah! ¡No es cualquier cosa descubrir el Mediterráneo!...Sobre todo para los que viven en él, que son los que no lo conocen. (Risas.)

Indudablemente, si un hombre genial se encierra en un viejo caserón de un antepasado suyo que fue alquimista, con retortas y matraces del siglo XVI o XVII, y empieza a investigar, y, al cabo, descubre el oxígeno, se dirá que ya estaba descubierto; pero ya se verá si hay algo nuevo cuando haya encontrado el oxígeno. Ahí está toda la grandeza de los niños, que están descubriendo todos los días lo que los demás saben. ¡Y hay que ver cuando un niño descubre algo que los demás hemos encontrado ya!… Esto era Costa: un niño que se encerraba aquí a rehacer individualmente una cultura técnica que en España no existía en su tiempo. Aquí he visto trabajar a aquel hombre solitario; y cuando yo le veía sumido en el trabajo, pensativo, en aquel su amor loco, en aquel amor patético que tenía a España y a a la cultura española, pensaba que en aquel encarnizamiento pasional sobre el trabajo, había algo más: trataba de ahogar cierta desazón íntima, lo que dijo una vez Carducci: “Mejor, trabajando, olvidar; sin importarle este eterno misterio del Universo”. Que los más grandes investigadores lo han sido por una íntima desesperación. Aquel hombre tenía un carácter del que habréis oído hablar muchas veces. Dicen los que le trataron frecuentemente que era insoportable. Yo le traté poco. Conmigo fue amabilísimo, atento. Es más: muchas veces le contradecía, y no le vi irritarse nunca. Por lo cual sospecho que cuando se irritaba con ciertos contradictores, no sería por la contradicción precisamente. (Risas.)

COSTA VIVIÓ SIEMPRE EN, DENTRO Y PARA LA HISTORIA.

Aquel hombre vivió siempre en la Historia, dentro de la Historia y para la Historia. Toda su concepción era una concepción historicista. No había en él nada de lo que podríamos llamar metafísica. Yo podría decir que era, más que un espíritu platónico, un espíritu tucididéstico; porque… está bien Platón, pero está mejor Tucídides. Aquel hombre tenía la preocupación de la Historia, y como era un historicista, era también un tradicionalista: un hombre que vivía por y para la tradición, comprendiendo, como es natural, que la tradición es una misma cosa que el progreso: es la tradición del progreso, como el progreso es el progreso de una tradición. Para que marche un carro es menester que haya un carro. (Aplausos.)

Este hombre era un tradicionalista, hasta en el sentido específico que en España se da al tradicionalismo. ¡Cuántos puntos de contacto tenía con nuestros sinceros, ingenuos y castizos tradicionalistas españoles!...Y era también, en este sentido, un conservador. No hay que asustarse de la palabra. Era, naturalmente y sobre todo, un español. ¡A él sí que le dolía España! Era un español. Fomentó aquello de la europeización, inventó lo de la europeización en puro españolismo, porque era, como Job, un hombre de contradicciones interiores. Era un hombre que vivía de luchar dentro de sí mismo, y cuando decía europeización ―como cuando lo decían otros―, acaso, en cierto modo, quería decir españolización de Europa. Un español no quiere europeizar España, si no es intentando, en cierta medida, españolizar a Europa; es decir, llevar lo nuestro a ellos, en cambio mutuo.

Recuerdo cuando me puse yo en relaciones con él. Fue cuando hizo sus trabajos sobre el Derecho consuetudinario, al que yo aporté un modesto tributo sobre la organización de las Cofradías de pesca en la costa vasca. Y todo aquel trabajo no fue sólo suyo, sino de los demás; porque este hombre solitario tuvo la honda virtud de hacer trabajar a los demás, de poner en movimiento a todos, de ser un centro de reunión, un foco para una porción de espíritus. Luego hizo aquel trabajo del colectivismo agrario… (Es curioso que aparezca aquí la palabra agrario; él lo fue de verdad). Hizo un estudio del colectivismo agrario buscando nuestras tradiciones españolas, una organización democrática, honda, de los pueblos; una organización que se ha ido borrando. Yo he conocido restos de algo que va desapareciendo. Y aquí sí que se encontraba con ciertos elementos tradicionalistas. Hasta tal punto le llamaban la atención, que en un libro poco conocido, que se llama Detrás de las trincheras, escrito por D. Julio Nombela, que había sido secretario de Cabrera, se habla de un plan económico y de gobierno que a D. Carlos de Borbón, conocido por Carlos VII, o Carlos Chapa el Pretendiente, le presentaron el canónigo Manterola, D. José Mendiluce Caso y… no me acuerdo de algún otro; eran exactamente, en el fondo, casi las cosas de Costa; por lo cual yo he solido decir a los que tienen una idea fantástica del carlismo: “Lo hondo y popular del carlismo, quien lo formuló fue Costa”. También se cuenta que cuando se lo presentaron a D. Carlos el Pretendiente, dijo: “Sí; me parece más espartano que ateniense.”

Es algo extraordinariamente curioso. ¡Qué raíces tiene este hombre con todo el viejo tradicionalismo español! Recordemos aquella misma frase suya de “política de alpargata y de calzón corto”, de la cual yo no participo; ruralización, no; es lo contrario de civilización. Él tenía una honda fe en los labriegos. No sé si cuando murió tendría tanta fe en los labriegos como cuando empezó con aquellos de la Cámara Agrícola del Alto Aragón…

Pues, como os iba diciendo, esto era una cosa honda de la vida rural, de colectivismo agrario y de federalismo; porque, realmente, la mayor parte del viejo tradicionalismo español ha sido siempre profundamente federal. Y aquí hay que acabar con una leyenda: y es la de la centralización de la Monarquía española.

LA LEYENDA DE LA CENTRALIZACIÓN

La Monarquía española ha sido una de las menos centralizadoras. ¡La francesa sí que fue centralizadora! ¡La francesa, y… lo que sucedió a la Monarquía francesa, que es, bajo otra forma, también Monarquía! ¡Aquello sí que era centralizador!

Este hombre hizo luego, aquí, en el Ateneo, aquella información sobre Oligarquía y caciquismo, a la cual concurrimos cerca de una cuarentena de personas conocidas en España. Y recuerdo también, y puede verlo cualquiera, que de toda aquella cuarentena no hubo más que dos que discreparan un poco y se atreviesen, es decir, nos atreviésemos, a tratar de justificar o explicar en cierto modo el caciquismo. Fuimos mi buena amiga doña Emilia Pardo Bazán y yo.

EL CACIQUISMO SE MODIFICARÁ, PERO NO DESAPARECERÁ

Me acuerdo mucho cuando yo defendía aquello del caciquismo como la forma natural de organización, diciendo: “En el pueblo en que no hay cacique se fomenta el caciquismo y se obliga a ser cacique a cualquiera. Y algunas veces ocurre que obligan al que menos condiciones tiene para ello. ¡Y figuraos un pueblo en el que se quiere que sea su león un ciervo!… ¡Es una cosa terrible!… (Risas.)

Es tan hondo esto como el estado de guerra civil, que viene ya desde la época de los romanos, y de aquellas costumbres de agermanamiento. Una vez me preguntaba un inglés:

―Dígame usted: de hecho aquí, en los pueblos, ¿cómo están divididos políticamente?

―Pues…, verá usted ―le dije―: en dos partidos: los antiequisistas, que siguen a Zeda, y los antizedistas, que siguen a Equis. (Risas.)

Y es tan honda esta organización del caciquismo, que dudo que desaparezca. Se modificará, cambiará, se dignificará, se civilizará; pero… ¿desaparecer? Cuántas veces en estos días, no tan turbios, de pasión ―y eso es bueno―, cada vez que oigo que alguien se levanta y empieza a trinar contra un cacique, digo: “¡Bueno: éste, o aspira a cacique o está defendiendo a otro cacique!” (Risas y grandes aplausos.)

EL CIRUJANO DE HIERRO

Aquí se ha dicho lo del “cirujano de hierro”. Realmente, ésta fue una de tantas cosas de aquella fantasía, de aquella encendida retórica (le doy un alto sentido a lo de retórica; ¡cuidado con eso!; ¡la retórica salva a muchos pueblos!) que daba un alto sentido a lo del cirujano de hierro, detrás de lo cual se veía el caudillaje. Y no me extraña que en la época de aquella lamentable dictadura surgiera aquel que no era un cirujano, ni de hierro siquiera; a lo sumo, una especie de sacamuelas. Hubo entonces quien exhumó textos de Costa para justificar la dictadura. Yo creo que de Costa, como de una porción de gentes que tienen una personalidad, se pueden exhumar textos para defenderlo todo, lo uno, lo otro, y lo de más allá; porque no son gentes de línea recta, sino que viven de un conjunto de contradicciones íntimas, que es lo que la vida le da a uno.

Él tenía el sentido íntimo de la tradición, y se iba a buscarla en lo más remoto: en la civilización ibérica y celtibérica. Hay obras de las cuales no queda una sola afirmación en pie, y, sin embargo, han sido las que han provocado la mayor parte de una porción de descubrimientos. Todo depende de eso, de lo que hacen despertar en otros, aunque sea por contradicción. Y aquel era un hombre de pasión y de corazón.

Pues en esto del tradicionalismo era tal y tenía tal amor, que cuando yo, en mi pueblo natal, con escándalo de mis paisanos (después comprendieron el interés que me guiaba), hablé de la agonía de nuestra milenaria lengua vasca, él me escribió una carta lamentándose y diciendo que sentía mucho aquello, que era una pena que esa lengua muriese. Yo le contesté: “Mire usted, don Joaquín: como no puede ser lo que fue, ya le puede servir a usted muy poco para la investigación de las antigüedades ibéricas. Además, comprenda usted, nosotros no nos vamos a sacrificar en conservar una lengua así para que ustedes, los investigadores, puedan investigar. No; nosotros no somos conejillos de Indias.” ¡Cómo se veía allí todo el amor que él tenía a estas cosas que son la raíz de la tradición patria! ¡Cuántas y cuántas contradicciones vivas, llenas de pasión, llenas de amor, había en él!

Todos recordaréis aquella otra frase (desgraciadamente, de él apenas se recuerdan más que frases, y como lo que envolvía esas frases, que era un deseo de vida, de alma, ha desaparecido, hoy os es muy difícil a los que no lo conocisteis, sobre todo a los que no conocisteis la España de entonces, daros cuenta de cómo vibraban las gentes de entonces ante la voz de aquel hombre, que hasta en la voz parecía un profeta del Viejo Testamento): “Doble llave al sepulcro del Cid”, en la misma época en que yo decía aquello de “¡Muera Don Quijote!” (Bien me pesó luego.) ¡Doble llave! Y, sin embargo, aquel hombre estaba pensando siempre en la conservación para España del norte de África, y no sé si en algo más, si en la total conquista de ella. ¡Hay que ver en qué mar de contradicciones, en que mar de perplejidades nos sumió el golpe de 1898! Sobre todo a los que entonces empezábamos a despertar a la más honda vida civil de la Historia.

¡LE DOLÍA ESPAÑA!

Le dolía profundamente España, y rompía en aquellas imprecaciones contra un pueblo al que él creía sumido en una especie de apatía y de marasmo. ¡Cuántas veces nos dijo a todos los españoles, nos echó a la cara, aquello de “¡eunucos!” ¡Se hartó de llamarnos eunucos! ¡Y había que verlo llorar, sobre todo en sus últimos tiempos! Recuerdo que cuando fue a Salamanca, para asistir a una fiesta, dijo: “¡Acaso este año que viene ya no podremos celebrar esto! ¡Seremos súbditos de los Estados Unidos!...”

¡Y cómo se le quebraba la voz, y le rompía lo que iba diciendo un sollozo! Eran cosas de enfermedad, indudablemente. Aquí se ha dicho que estuvo muriendo mucho antes de morir. En un alto y noble sentido, acaso se puede decir que nació muerto. Muerto para cierta vida miserable, y por eso eran aquellos sollozos. ¿Que era un enfermo? Puede ser. Y acaso esa enfermedad es la que dio vida y pasión a todas sus obras. ¿Enfermo? Lo mismo dicen de Santa Teresa, que si era una histérica, una enferma… La enfermedad acaso le dio la genialidad. Hay quien no es enfermo; pero, en fin, así como el agua químicamente pura es impotable, el hombre que tiene una sangre fisiológicamente pura casi siempre es un imbécil. (Risas y aplausos.) El que no tiene una dolencia cualquiera, una cierta toxicidad en la sangre que le arañe el cerebro, no discurre nada. Tiene una salud como la de una vaca.

ERA UN HOMBRE ENFERMO

Sí; era un hombre enfermo. Había que ver a aquel hombre enfermo cuando, con motivo de la ley del terrorismo ―que era una cosa así como la actual ley de Defensa de la República (Risas.)― le hicieron venir a informar en el Parlamento (porque antes de votarse aquello se permitió una información pública). A mí, también. No me invitaron, casi me conminaron a que viniera, pero no vine. Y he oído decir que era una pena ver a aquel hombre, al cual tenían que llevar casi en brazos, que estaba derrumbándose físicamente, que estaba acabándose… Pues la ley de terrorismo quedó fuera y no se publicó.

Luego recordaréis cuando fue elegido diputado para las Cortes como republicano, y no fue a las Cortes. Alguien ha dicho: soberbia. No; sin duda fue por defenderse de sí mismo; no habría hecho nada allí, sino precipitar probablemente su fin. Creo que hoy tampoco iría a nuestro Parlamento.

Aquel hombre, como os digo, era un hombre que vivía de pasiones, de contradicciones íntimas, de un dolor, de ver que se moría sin que se realizara el sueño de su vida: la España que él había soñado, la España de una tradición milenaria, dentro de la cual había todas las posibilidades de un porvenir milenario también dentro de la cultura humana; aquella España en que lo general, lo universal, fuera lo particular. Porque no hay nadie que sepa más de todos los tiempos y de todos los países que aquel que es más de su tiempo y de su país. El Dante, por haber sido el más florentino de los florentinos del siglo XIII y el hombre más hombre del siglo XIII, ha sido un hombre de todos los países y de todas las edades. No se llega nunca a una universalidad por diferenciación, sino al contrario; ni se puede nunca pasar de la propia patria al Extranjero sino cuando se ha rebasado de ella. Cosas malas esos productos de exportación cuando todavía aquí no han sido de ningún modo consagradas.

CONTRADICCIÓN Y SOLEDAD

Este hombre fue un hombre de contradicciones y un hombre de soledad. ¡Ah! ¡Hay que saber lo que es un hombre de soledad! No sólo metido en Graus. A lo mejor, metido en una ciudad grande y viviendo entre los demás, y pareciendo un hombre social, y sintiéndose, sin embargo, en una soledad terrible siempre, en una soledad como aquella de Moisés de que hablaba el gran poeta Vigny. Aquel hombre se sentía solo. Al silencio de su soledad respondía el silencio de la soledad de lo alto.

Aquel hombre fue un solitario, un hombre de contradicciones, y un hombre de anhelos.

UN RECUERDO A MIGUEL SERVET

En estos días estaba yo leyendo en una obra de un ardoroso calvinista, una obra dedicada a Calvino: sus cosas y su tiempo, la vida y sobre todo el final, el proceso de otro gran aragonés, de Miguel Servet, y de otro Miguel, Miguel de Molinos; estaba leyendo toda aquella vida tormentosa de aquel Servet, “el español”, como le llamaban, de aquel hombre que pudo escapar de Francia y del cardenal Tournon cuando lo iban a quemar vivo, y que como escapó se le quemó en efigie, para ir luego a Ginebra, donde Calvino lo quemó vivo… ¡Si no lo hubieran quemado unos, le habrían quemado los otros; que un hombre así, un hombre como Servet ―hereje en el más íntimo sentido de la palabra, de todas las herejías, un hombre siempre señero y aislado― perece siempre a fuego lento de los unos o de los otros, y a veces del propio fuego interior que le consume. (Muy bien. Grandes aplausos.)

Unas palabras de Miguel Servet, pintando la vida española que le encajan a Costa. Servet, investigador profundo y solitario, decía: “El espíritu de los españoles es inquieto y revolvedor de grandes cofres. Ostenta por simulación, quiero decir por habilidad, una cierta vistosidad, una ciencia mayor de la que tiene.”

“Los españoles pasan, en cuanto a los ritos religiosos, por los más supersticiosos de los mortales”, decía Servet. Pues, como Servet, somos muchos los españoles que también somos de esta manera: inquietos y revolvedores de cofres grandes. Acaso con una cierta vistosidad, puede ser que dando a entender una ciencia mayor que la que tenemos, ya que también nos gusta la sofística. Respecto a que los españoles pasamos por los más supersticiosos, no quiero entrar en esto. No sé, a este respecto, como sentía el gran Costa. Nunca habló de esto. Pasaba por encima de ese asunto, que soslayó siempre. Ahora, yo tengo una cierta sospecha de que acaso no estaría convencido del todo de ese Dios, primer motor inmóvil de Aristóteles; pero sospecho también que creía en la Virgen del Pilar.

ÍNTIMO SENTIDO DE LABORIOSIDAD

Este hombre, después de una agonía lenta, luchando con su impaciencia por ver una España nueva, por ver que las gentes se encendieran, se apagó tristemente en la villa de Graus. No olvidaré nunca el día en que, pasando por Graus, me enseñaron la casa en que él había muerto. Nos dejó un gran ejemplo; primero, de laboriosidad, pero de laboriosidad en el íntimo y profundo sentido de la laboriosidad, la que procede del amor a la obra, no del amor al salario. No; no es la laboriosidad que pide trabajo porque dice que no quiere limosna; porque resulta que el trabajo es un pretexto para la limosna. No; era la laboriosidad del amor a la obra, del amor al trabajo. Nos enseñó a hundirnos en el trabajo, para encender en él nuestros amores, la vida misma, y acaso para olvidar otras preocupaciones más altas, inflamando al mismo tiempo a toda aquella generación en un ímpetu de pasión, un ímpetu de arrojo, algo que faltaba.

La gente parecía muerta. No lo estaba. Debajo de todo aquello había la brasa, había el rescoldo. La prueba está en lo que ha venido después. Cuando se habla de los que fuimos algo más jóvenes en aquella generación del 98 y se nos pregunta qué es lo que hicimos, yo contesto: “Nosotros hicimos a los que han hecho esto. Yo sé que vendrán nuestros nietos y nos bendecirán, lo aque acaso no hagan nuestros hijos.”

Yo sé que en este tránsito, aquellos que parecíamos desordenados, cada uno por su lado, estábamos día a día creando una conciencia en España. Somos de los que hemos contribuido más; no como una porción de gentes que, cuando ya estaba hecha una conciencia nacional, han venido creyendo que se hace algo cuando se le quita la piel a la serpiente, que ya tenía otra nueva debajo. (Muy bien. Grandes aplausos.)

PALABRAS FINALES

No quiero continuar hablando de un tiempo que ya va haciéndose histórico, en el peor sentido algunasa veces; que se va haciendo legendario; no quiero seguir hablando de un hombre a quien perdió la leyenda, ni hablar bajo la preocupación de que a otros también nos envuelve la leyenda. Ved cómo murió “el solitario”, cómo murió consumido por ese fuego vivo… Que si a Servet le quemaron los calvinistas, a él le quemó el amor de su España, la visión de lo que estaba pasando en esta pobre tierra, que entonces agonizaba en manos de una dinastía agonizante también.

No tengo más que decir.

Una ovación clamorosa acogió las últimas palabras, llenas de cálida emoción, como todo su discurso, del ilustre D. Miguel de Unamuno.

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