martes, 27 de junio de 2017

La enormidad de España

El Sol (Madrid), 10 de marzo de 1932

Téngome aquí con la confesión íntima, entrañable, de un castizo —“ligrimo” (legítimo) se diría en habla charruna— jabato español de hoy en día, de un chico de España, donde se acabaron ya los grandes de ella. ¡Y lo que me ha sacudido! Pues ¿hay acaso algo más malencónico que ver caer las hojas, amarillentas y ahornagadas, de la enredadera que se enreda a las ruinas y las enreda? ¿Y si esa enredadera fuese, no estéril yedra, sino fructuosa vid cuyos sarmientos lañaran en verde los ruinosos sillares desmoronados? Malencónico, digo, pues que de romanceada —también charruna— malenconía, que no de culta melancolía se trata; de una malenconía que remata en mal encono, en nuestro típico resentimiento celtibérico. Y es que resiento por los mal-enconos de este jabato ligrimo que se me confiesa no ya com-pasión sino con-miseración; es que me resiento no tan sólo padeciente, sino miserable con él y como él.

Vamos, chico..., tienes mucha razón, España no es alegre ni tiene porque alegrarse. Ni porque holgarse, que ni puede pararse a tomar huelgo, que el tiempo aprieta. Y la huelga suele dar en juerga, y los duelos con pan son menos. Lo que tiene España es que tomar contento —y contenido— que contentarse; mejor, tiene que conformarse con su destino, con su misión eterna y no sólo temporal. Conformidad. Pero ¿con qué forma? ¿Qué forma le daréis a España los que habéis nacido a la vida nacional y popular —civil y laica— bajo el sino de la República? Laica es religiosa. ¿Qué forma y qué norma?

Norma, sí, pues a muchos de vosotros —“¡estos chicos..., estos chicos...!”—, acaso a los mejores, se os reputa anormales. Y dejadme que en esto de la anormalidad me pare un poco.

Anormal, ya lo sabéis, es un vocablo híbrido —mestizo— de prefijo griego y tema latino. Lo propio latino, que se hizo castellano, es: enorme. Enorme es lo que se sale de norma, lo anormal. Y norma era una escuadra de que se valían los agrimensores romanos, una regla, por donde lo enorme es lo irregular, lo inescuadrado o acaso desescuadrado. ¿Y cuál la norma española? ¿Cuál la norma de cuando España, la eterna, talló aquende y allende la mar dos mundos? ¿Cuál la norma, la escuadra, del universal imperio español, carolino y filipino, calderoniano y cervantino —mejor: segismundiano y quijotesco—, iñiguiano y teresiano? ¿Cuál esa norma? Esa norma fue y es —y ésta sí que paradoja, y trágica— la enormidad. La norma castizamente española es la enormidad, es una escuadra para encuadrar el cielo y tallarlo a nuestra medida. Lo anormal, nuestra normalidad.

Ya Nietzsche dejó dicho que España osó, se atrevió —esto es: se atribuyó— demasiado, y Carducci habló de “la afanosa grandiosidad española”. Y, antes que ellos, Edgar Quinet —aquel apocalíptico profeta galo-romántico—, ya en 1844 (Mes vacances en Espagne, publicado en 1857), cuando decía a nuestros abuelos que no vale una gota de sangre “enmascarar, desfigurar a Felipe II bajo una Constitución de papel” —¡así!—, les decía que tomaran la vía de la revolución propia que pide un alma regia, para lo que basta ser sencillamente español. Y les hablaba de la vasta herencia de democracia que la vieja Monarquía española había preparado, les hablaba de continuar una nación de hidalgos —“gentilshommes”— proletarios sin rebajarla a burguesía; de asombrar —“étonner”— a Europa en vez de imitarla. “No haréis nada de vuestro pueblo —les decía— si no le ponéis ante los ojos alguna alta misión a que Dios os convida... Encontraréis la América con doscientos hombres, las Indias con ciento cincuenta. No poseeréis ya ni una ni otra de las Indias, pero si el empuje interior de vuestro espíritu nacional vive todavía descubriréis otros mundos sin salir de vuestra casa.” Y acababa: “¿Porqué no habréis de combatir en vuestra fila de batalla el antiguo combate por la antigua Iglesia verdaderamente universal, no de Roma, sino del mundo; no del Papa, sino del Cristo?” La iglesia cristiana nacional, civil y laica.

Y tres siglos antes que Quinet, en 1541, Miguel Servet, el bravío aragonés a quien hizo quemar, en nombre del Cristo, Juan Calvino en Ginebra —si no, le habría hecho quemar en Viena de Francia, y a nombre también del Cristo, el cardenal de Tournon, a él, y no a su efigie, que quemaron—, dejó dicho que el ánimo de los españoles es inquieto y revolvedor de cosas grandes: “inquietus est et magna moliens hispanorum animus”. ¡Revolvedor —y rumiador— de grandezas! Lo de Quinet, lo de Nietzsche, lo de Carducci, lo nuestro. Y este revolver grandezas es nuestra verdadera revolución. Revolución y revuelta, vuelta atrás. Pero no en el tiempo. Nuestra escuadra lo es de eternidad.

¿Devolverá, revolviéndose, el inquieto mocerío español de hoy y de mañana, su mocedad a la España de siempre? Aquella su enormidad es la gloria eterna de España. ¿La que pasó? La gloria no pasa, sino que se queda. O mejor, la eternidad que por el tiempo pasa se queda por encima y por debajo del tiempo. “Cualquier tiempo pasado fue mejor...” ¡No, no y no! Pero cualquier eternidad pasada es— no fue— mejor. Como tiempo no, aquel tiempo pasado del siglo XVI, su cuerpo temporal, no fue mejor, pero como eternidad, como alma intemporal, aquélla es mejor. Y “a reinar, fortuna, vamos, no me despiertes si sueño...” Tenéis que revolvernos al reinado de España, de su S. M. Imperial España.

¿”Simulación, verbosidad y sofística”, que decía Servet? Ah, de esto ya hablaremos. ¿Verbosidad? Con el verbo hicieron nuestros antepasados lo mejor, lo más eterno que hicieron; con la palabra, y no con la espada. Norma, la palabra.

Y ahora ¡qué congoja me entra al ver caer de la verde enredadera hojas amarillentas y ahornagadas sobre los ruinosos sillares de la patria!

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