sábado, 24 de junio de 2017

Los delfines de Santa Brígida

El Sol (Madrid), 28 de febrero de 1932

Llegó por primera vez el comentador a Madrid —un mozo morriñoso—, en 1880, al abrirse el próximo curso académico hará cincuenta y dos años; al Madrid de la España —tan madrileña entonces— de Alfonso XII y el duque de Sexto, de Cánovas y Sagasta, de Lagartijo y Frascuelo, de Calvo y Vico, de Pereda y Pérez Galdós. Fue a dar en una bohardilla de la casa de Astrarena, toda fachada se decía, en la red de San Luis, entre las entradas de las calles de Fuencarral y Hortaleza, casi donde hoy se alza el babélico edificio de la Telefónica, ese rascacielos contra el cielo que menos rasquera tiene, que es el de Madrid. Delante de la casa de la calle de la Montera, llevando a la ya legendaria Puerta del Sol, la de la bola simbólica de Gobernación. En esa calle, la iglesia, de estilo jesuítico, de San Luis, donde quebró la seguida de sus misas regulares, y enfrente de la iglesia, el que su profesor —que no maestro— de Metafísica, Ortí y Lara, llamó el blasfemadero de la calle de la Montera, el antiguo Ateneo, el de Moreno Nieto, del que hizo Cánovas del Castillo un asilo para todas las rebeldías verbales. Y vivió aquel Madrid lugareño, manchego, a las veces quijotesco —“en un lugar de la Mancha...”— de las sórdidas calles de Jacometrezo, Tudescos, Abada, y lo vivió enfrascándose en libros de caballerías filosóficas, de los caballeros andantes del krausismo y de sus escuderos. Se puso a aprender alemán, traduciendo, entre otras cosas, la Lógica de Hegel. ¡Qué años aquéllos! ¿Pasaron por él? No, no pasan los años por uno, sino es que es uno quien pasa por los años. Los años le quedan.

Hoy el comentador, rico de años —y aun, por herencia, de siglos— y rico de recuerdos, y por herencia, de esperanzas, recorre, señero, lo que de su Madrid de la mocedad aún vive para remontarse el corazón. Busca frescuras, ya de fuentes, ya de verdor de vida. Y a lo mejor topan sus ojos, allí, en la calle de Leganitos, con una higuera presa entre casas ya no lugareñas. Y busca rinconadas, encrucijadas, plazuelas, donde se haya remansado la leyenda cotidiana. Y en esos remansos va a bañarse en agua espiritual eterna. Que si Heráclito dijo: “no bañas tu pie dos veces en la misma agua”, esto no reza cuando uno se chapuza en remanso, en pozo o en pantano.

Y, recorriendo este Madrid, he aquí que al rozar en ciertos rincones con sombras de sueños de antaño empiezan éstos a pizcarle el corazón arrancándole pizcas de recuerdos de mocedad estudiantesca y haciéndole columbrar en lo que pasa lo pasado, en lo corriente lo ya corrido. Y así, hace pocos días, le detuvieron la mirada y el pecho esos dos delfines, colas de arpón en alto, que a la entrada —o salida— de la calle de Santa Brígida, esquina a Hortaleza, siguen vomitando sus chorros de agua fresca de la llamada Fuente de los Galápagos. ¿Dónde está el galápago?, se preguntó. Acaso sea su caparazón aquella concha en que yacen, colgados, los delfines. Y sobre éstos la inscripción: “ANNO DNI, MDCCLXXII". En el año del Señor 1772.

Fuente urbana esa del chaflán de San Antón. En torno a fuentes públicas se reúnen en los lugarejos, y aun en los lugarones, las mozas de la vecindad; la fuente es fuente de las murmuraciones y comadrerías lugareñas. Al susurro brizador de la fuente, de su surtidor, surten leyendas que son pasatiempo.

1772... Carlos IV, María Luisa, Godoy, Goya... Víspera de la Revolución, la francesa, cuyas salpicaduras, escurriduras y rebotes sintieron luego, sin dejar de dar su frescor de agua pura corriente, esos delfines simbólicos. Y luego Napoleón el Único y el dos de mayo madrileño —¡parque de Monteleón!—, en que alguno de aquellos majos iría a refrescar la sed de su encono en los chorros de Santa Brígida. Y luego Fernando VII, el Deseado por los aguadores que berreaban “¡vivan las caenas!” Y los delfines oyeron el himno de Riego, el llevado en un serón a muerte. Y oyeron rumores de la primera carlistada, cuando Gómez se llegó a las puertas de los arrabales de Madrid. Y luego... Luego oyeron las pisadas de la otra revolución, de la chica —¡le llamaron Gorda!—, de la nuestra, de la setembrina, de la que trajo Doña Isabel, de la de Prim; el que no estuvo en Alcolea, y a lo lejos, después, los trabucazos que acabaron con el caudillo. Y seguían los chorros surtiendo agua y leyenda frescas. Y vino la segunda carlistada, aquella de que este comentador, niño que se abría a la historia, fue testigo conmovido.

Y los delfines de Santa Brígida de los Galápagos sintieron el respiro ansioso, a las veces acezo, de la primera República española, la del 73, que antes de llegar a añoja se ahogó en aguas de Cartagena, a la vista de los delfines del mar mediterráneo. De aquella República espejo. Y luego sintieron el choque de los cascos del caballo del llamado Restaurador, que entraba en su villa y corte natal. Y después el rumoreo callejero, alegre y confiado, de aquel Madrid madrileño en que se vio envuelto el comentador cuando vino a soñar vida civil y nacional entre la iglesia de San Luis, el recadero, y el antiguo Ateneo, el blasfemadero de la calle de la Montera. ¡Inocentes rezos e inocentes blasfemias!

Y en tanto cada año —van ya ciento sesenta— los delfines engalapagados oían en el día de San Antón, abad, el del cerdo y las tentaciones, rumor de pezuñas, relinchos, rebuznos, gruñidos de cochinos y vocerío de jinetes y de romeros. Era que pasaban caballos, mulos —algunos majamente enjaezados—, borricos, jumentos, acémilas, puercos… Era la bendición de la cebada. Y hay también la bendición de los campos para que sobre ellos recaiga, de los delfines celestiales, la lluvia que cría cebada y uva y aceituna y el trigo que nos da el pan nuestro de cada día mientras nos aprieta el cincho del hado histórico.

Y entre tantos monumentos nuevos y modernos, que llegarán acaso a hacerse viejos, pero no antiguos, y mientras se encapucha supersticiosamente a las regias coronas de los escudos ministeriales, ahí están esos delfines centenarios. Por los chorros de sus bocas corre sin cesar el agua endechando en eterna frescura su susurro, pulsando en el teclado de los días pasajeros la misma nota siempre..., siempre… Que al decir: “¡así va todo!”, dice: “¡así viene todo!” Susurra la permanente transitoriedad de la cosa y la vida públicas, la queda de lo que se pasa y el paso de lo que se queda, la estadía de la corriente y el curso de lo que se está. Y en armónica con el “¡así va todo! / ¡así viene todo!”, susurra: “¡así se queda todo!” Todo, todo: revolución y reacción, progreso y tradición, rebeldía y cumplimiento, fe y razón, dogma y crítica, sueño y vela —yedras entre escombros de ruinas—, nacimiento y muerte —dos tránsitos—, todo y nada...

Tal vez el rezo que desparraman por la rinconada de San Antón, badajos de la infinita campana de la pasajera eternidad humana, esos Delfines de Santa Brígida de los Galápagos de este Madrid de la España eterna.

1 comentario:

  1. Hermoso texto ¡Qué lastima que los delfines no llegaran a ser testigos de tanta historia! En realidad la fuente de los Galápagos fue sustituida por estos delfines hacia 1900, ya que la vieja fuente con el jarrón y las tortuga y su vaso ultrasemicircular incomodaba el giro de los carruajes entre las calles Santa Brígida y Hortaleza, por lo que fue sustituida por la que ahora vemos

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