viernes, 30 de junio de 2017

Mozalbetería

El Sol (Madrid), 20 de marzo de 1932

Cuando se escudriña en esos desórdenes callejeros a que dan tono y aire los llamados mozalbetes, se percata uno que esa que podríamos llamar diátesis catastrófica —o en latino: disposición revolucionaria— no mana de fuente ideal, ni económica, ni lógica, ni política, ni ética, ni religiosa, sino de turbia fuente sentimental —acaso resentimental— propiamente artística o estética. Los llamados mozalbetes se divierten, huelgan, jugando a la revolución, van de holgorio y regodeo revolucionarios. Aquellos incendios de conventos fueron algo artístico, neroniano. ¿Finalidad social? La cosa era matar el aburrimiento; no más que una especie de onanismo colectivo.

¡Aburrimiento! ¿Conoce el lector nada más trágico que aquél niño de seis años que lloraba a lágrima muerta porque decía aburrirse? “¡Aburrido!” era el insulto mayor que en un tiempo podía en mi Bilbao lanzar un chico a otro. En la época de la guerra civil de los mayores, los menores jugábamos a pedreas. Otras veces juegan a ladrones y guardiaciviles. Y lo de aquel muchacho que se retiraba de la partida refunfuñando y a quien le oí: “¡Si no me dejáis ser ladrón, no juego!” Y aquello otro de imponerse a los mayores, canturreando: “A tapar la calle / que no pase nadie..., etc.” ¡A tapar la calle! La calle ha de ser de los mozalbetes, no de los hombres; ha de ser de los chicos de la calle. Dice la copla: “En mi casa mando yo / y en el Concejo el alcalde, / en la iglesia manda el cura / y el que más puede en la calle.” Pero el que más puede —pasajeramente, ¡claro!— no es ni el que más sabe ni el que más quiere. Logra poder el necio abúlico, pero voluntarioso.

Y, sin embargo, el holgorio, la diversión, el esparcimiento, es tan de primera necesidad como el pan, el agua, la sal y el abrigo. Pan y toros. Y capeas en los lugares. Un lugar, una aldea, se rebela y revuelve cuando no le dejan divertirse a su manera. Por eso, por estética popular, neroniana, hay que echar carne a las fieras humanas. Unas veces pedían: “¡caballos!, ¡caballos!”, y otras veces pedían herejes o brujas. Tal vez pedían judíos. Luego pedían frailes. Es un instinto dramático, a que da fomento la Prensa gráfica. ¡Eso de salir en estampa! Y todo ello no es cosa de sociología, sino de psicología colectiva, ni sirve para explicarlo la llamada concepción materialista de la Historia. Hay que acudir a la intuición dramática de la Historia.

¿Es que no hay en los llamados mozalbetes más que ese ímpetu dramático, ese anhelo de tapar el aburrimiento, como la calle, con días macizos de emociones teatrales? Sí, hay algo más: hay lo de colocarse. Colocarse en un destino no sólo económico, sino histórico. Hacer papel. O lo que se dice afán de notoriedad. ¡Tan natural! Y, después de todo, las más de las llamadas revoluciones no suelen ser sustitución de principios, sino de personas. “¡Giovinezza!, ¡giovinezza!”, que en tono de opereta entonan, esgrimiendo sus puñales, los fajistas de la Italia de Mussolini y comparsa.

Mas aquí, en esta España en que tantos deportistas se preguntan, desencantados, si esto es una revolución de verdad, ¿qué mozo de menos de treinta años se ha destacado de veras? Los novillos que vemos en el coso rodean a los cabestros que lo llenan con el son de sus cencerros. Y quedan fuera los solitarios, los desesperados, de que ya os dije, lectores. Los mejores de los otros buscan enchufe, no en el grosero y bajo sentido que le da la vulgaridad espiritual, sino que buscan enchufarse en la Historia, darse a conocer. Y luego esa barbarie, la más cavernaria de todas, de querer tapar, no la calle, sino la boca, de los de enfrente, ese procedimiento de interrumpir las reuniones de los adversarios. Mas de esto, que nos haría caer la cara de vergüenza de tener que ser lo que llaman, sin serlo, republicanos, hablaremos otra vez. De ese tender a un monopolio de la opinión pública. Y con ello, además, a una Prensa oficiosa, de fajo (“fascio”), o mejor, de cotarro, de peña.

Ahora, lo fatídico sería que esa disposición revolucionaria —diátesis catastrófica— de origen dramático, o mejor, dramatúrgico, ganara a los que han de dirigir al pueblo, a los que han de gobernar; lo fatídico sería que los que han de disponer del Poder se figuraran que su misión fuese hacer lo que se llama la revolución desde arriba. ¿Qué revolución? Eso no importa; el contenido es lo de menos; la cuestión es revolver. Que se vea de lo que somos capaces los españoles. Que no se diga que nos echamos atrás. O que nos ladeamos a la derecha.

Eso de delante y detrás, derecha e izquierda, involución y reacción, suele carecer de claro sentido ideal, ni económico, ni lógico, ni político, ni ético, ni religioso, sin que tenga más que uno, muy oscuro, sentimental —acaso resentimental—, artístico o estético. O precisamente dramatúrgico. De una dramaturgia sensual, no ideal. Un sentido más bien que estético anestésico. (Debería decirse, digámoslo parentéticamente, “anestético”.) Y el revolucionarismo ese que ha llegado a proclamar que la religión es opio para el pueblo no hace más que confeccionar otro opio, el opio revolucionario. Que opio, y nada más que opio, es la finalidad con que se quiere suplantar a la religiosa. Y en tanto los mozalbetes...

En tanto los mozalbetes deberían aprender que la Historia hay que vivirla hacia dentro y no tapando la calle ni las bocas, ni pidiendo caballos, herejes, brujos, frailes o judíos. Y eso que todavía no nos ha llegado la tontería de la “svástica” y del racismo. Que de todas las mozalbeterías es la más grotesca. O sea “grutesca”, de gruta o caverna; de caverna de fajo.

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