viernes, 23 de junio de 2017

Sobre la religiosidad del trabajo

La Voz de Valencia, 25 de febrero de 1932

Cuando a base de la llamada concepción materialista de la historia ―la de Carlos Marx― se discute de interés privado, del deseo de enriquecerse, que mueve al individuo a producir para la sociedad y a servir y enriquecer a ésta, suele aducirse que desaparecido este sentimiento no es fácil que le sustituya otro motivo de trabajo en una sociedad colectivista o comunista. Y a lo que los comunistas replican aduciendo el sentimiento de solidaridad, el de trabajar por el bien común, que es al cabo, por el bien de todos y de cada uno. Lo que no convence mucho a ciertos psicólogos, aunque pueda convencer a los sociólogos. Pero en esta disquisición sobre el trabajo suele dejarse de lado la consideración de la obra por la obra misma.

Primero, que trabajar no es, de por sí, producir u obrar. Hay quien trabaja y nada produce, o produce cosa inútil o perniciosa. En los penales ingleses solía someterse antaño a los penados a un suplicio terrible y era el de hacerles dar vueltas a una rueda que no iba unida a mecanismo alguno. Es como hacerle a uno sacar agua con un cedazo; es el suplicio de las Danaides. Y había penado que se volvía loco. Pues bien, pagarle a uno por un trabajo así, improductivo ―alguna vez destructivo―, es una pena, es un suplicio. Y es que trabajador no es, de por sí, lo repetimos, productor. El tener que trabajar sin mira al valor de la obra es lo que caracteriza la esclavitud. Porque esclavo que cumple obra valiosa, no es ya esclavo. Se liberta en la obra misma.

Es el gravísimo problema de la vocación. La vocación del trabajador, el amor a su obra, es la clave íntima de toda la cuestión llamada social. Es lo que debería distinguir las artes verdaderamente liberales, las que liberan el espíritu, de las artes serviles. Es lo que distingue al artista, en que entra, ¡claro está!, el artesano, del simple y huero menestral, del que rinde un menester servil por muy bien pagado que lo esté. El amor del obrero a su obra es lo que le hace libre. Al obrero que produce obra prima, que aspira a ser obra maestra, al obrero que se siente maestro de obras.

Y en ello entra la calidad, que no cabe reducir a medida cuantitativa. ¿Qué eso de medir el valor de la obra por horas de trabajo? Las horas de trabajo, ni aun tratándose de trabajo de un obrero adscrito a una máquina ―como el siervo estaba adscrito a la gleba― no valen todas lo mismo, aunque cuesten lo mismo. Y hay monopolios naturales. El obrero libre, el artesano el verdadero artesano que trabaja por su cuenta, vendía su obra y no su trabajo. Su recompensa no era jornal ni salario.

Se dice que la fatalidad que pesa sobre esta civilización mecánica es que la maquinaria capitalista no produce para acomodarse al consumo, no endereza la oferta a la demanda, sino que trata de provocar consumo para una producción forzada, fatalista, que trata de provocar demanda. Y así se habla de la crisis de la sobreproducción. Y de la otra crisis, la de distribución, que hace que padezcan muchos de hambre en una parte del mundo, mientras en otro hay que malgastar o destruir víveres.

Mas en todas éstas, en el fondo trágicas disquisiciones, suele dejarse de lado la consideración del obrero verdaderamente libre, hondamente humano, divinamente humano, de artista o ertesano liberal, sea cualquiera su arte, pintar, cantar, esculpir, escribir, sembrar trigo, hacer casas, hacer aceite o vino o zapatos o telas para vestirse o trajes o lo que sea. Y lo que a ese obrero, artesano o artista ―no meramente trabajador― le hace libre, le emancipa y le redime, no es ni el sentimiento materialista de proveer a su propio bienestar y el de los suyos, ni al bienestar común de la sociedad de que forma parte. Si ha de hacerse libre, emancipado y redimido, ha de ser mirando a la obra por la obra misma. Es lo que distingue a los ingenios creadores. En lo más sublime de su sentido crea su obra no ya aunque se muera de hambre ―y con él los de casa― creándola, sino aunque luego no haya quien la aproveche. El cantor verdaderamente libre se muere de hambre cantando en el desierto, donde nadie, ni las piedras, le oyen. No le preocupa la felicidad sino la perfección.

Ya sé que todo esto les parecerá a los materialistas de la historia, a los marxistas ortodoxos ―pues hay ortodoxia en el marxismo como en toda teología y en toda biología la hay― les parecerá misticismo y más si añado que el obrero libre, emancipado, redimido, hace su obra… no hay que escandalizarse, A. M. D. G., a la mayor gloria de Dios. O como decía Renán, que cada uno ha de representar lo mejor que pueda el papel que le ha correspondido en esta tragicomedia que dirige el gran empresario del teatro del Universo. O como decía Schiller ―otro soñador― que el arte es juego. Juego en el más hondo y alto sentido, no como diversión, sino como reversión a la fuente de la vida eterna.

Un obrero se emancipa cuando ve en su obra, de la que se enamora, no un medio para ganarse la vida ―lo que se llama ganarse la vida― ni tampoco un medio para entretener la vida de los demás, sino que ve el valor eterno de esa su obra, la perfección de ésta, y aunque nadie goce de ella. Dejar una obra maestra, aunque sea enterrada bajo tierra por los siglos de los siglos.

Acaso así pintó aquel altísimo ingenio ibérico cavernícola, el bisonte en la cueva de Altamira. ¿Qué le guió? Un sentimiento mágico, religioso. Y así, aquel hombre de la caverna, troglodítico, se liberó, se emancipó y entró en la historia, que es el espíritu.

¿Concepción materialista de la historia? No, sino concepción histórica de la materia. O sea, de la obra.

Y sin remontarnos a excelsitudes de la religiosidad el trabajo, ¿no creeréis que lo único que puede emanciparle a un asalariado de la maldición del trabajo servil es el amor a la obra por la obra misma, por la perfección de la obra? ¿No creéis que hay quien goza en dejar bien concluida su obra? Si así no fuese, sentiríanse los obreros adscritos a la máquina o a la gleba en la misma terrible esclavitud de aquellos penados ingleses de que os decía.

Cuando se hable de la condición del trabajo no se olvide que el trabajador no sólo se siente ligado a sí mismo, a los suyos y a la sociedad, sino al Universo eterno.

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