sábado, 1 de julio de 2017

El liberalismo español

El Sol (Madrid), 25 de marzo de 1932

Comentario. Este lo es a unas palabras de Benedetto Croce, nuestro amigo, amigo de España pues que la conoce bien —basta, entre otras cosas, leer La Spagna nella vita italiana durante la Rinascenza—, en su reciente obra, de este año, Storia di Europa nel secolo decimo nono. Le ha precedido su Storia d'Italia del 1871 al 1915, en que el más grande pensador de Historia con que hoy cuenta Italia, y no inferior a cualquier otro del mundo civilizado actual, afirmaba su fe en el liberalismo y lo afirmaba en esa perturbada Italia del fajismo donde se trata de ahogar toda libre espontaneidad del espíritu, y ello a nombre de la acción.

El primer capítulo de esta Historia de Europa en el siglo décimo nono se titula: “La religión de la libertad”, y la religión de la libertad es lo que llamamos el liberalismo, aquel que, según nuestro Sardá y Salvany y los jesuitas que le jalearon, es pecado, es el gran pecado moderno, la síntesis de todas las herejías surgidas del libre examen del Renacimiento, el erasmiano, y de la Reforma, el luterano. El Renacimiento primero, la Reforma después, la Revolución más tarde dieron fomento y vivacidad a la religión de la libertad, al liberalismo. Y religión porque comporta no ya una mera concepción, sino un sentimiento y una intuición de la realidad de la vida universal de la historia.

El segundo capitulo se titula: “Las fes religiosas opuestas”, y en él se encuentra el breve pasaje que voy a comentar, muy brevemente, aquí, y es aquel en que Croce dice; “... y no es sin ironía el hecho de que la nueva postura espiritual recibiese su bautismo donde menos se habría esperado: del país que más que cualquier otro europeo se había quedado cerrado a la filosofía y a la cultura modernas, del país por eminencia medieval y escolástico, clerical y absolutístico, de España, que acuñó entonces el adjetivo liberal con su contrapuesto de servil.” Y es esta ironía del hecho histórico y del hecho lingüístico —que son uno mismo— el que vamos a comentar.

Fue, en efecto, España la que acuñó (conió) ese término, hoy casi universal, de “liberal” —y consiguientemente de “liberalismo”—, y en el sentido que tiene, fue España que hacia 1812, cuando las Cortes de Cádiz, cuando su lucha contra el imperialismo napoleónico, antecedente de la Santa Alianza, imperialismo democrático acaso, pero no liberal, España saludada entonces por los nuevos pueblos europeos como el hogar del liberalismo civil. Acuñó ese término liberal, como ha acuñado otros que han pasado a lenguas europeas, tales como pronunciamiento, guerrilla, siesta, junta, desperado (desesperado) y otros muy significativos. Y entre ellos el término “liberal” tiene raíces soterrañas que se entretejen con las de las términos pronunciamiento y guerrilla. Las guerrillas de nuestros populares guerrilleros de la guerra de la Independencia asentaron nuestro castizo liberalismo que late —¡enorme paradoja de la dialéctica histórica!— en el alma de los guerrilleros carlistas, y nuestros pronunciamientos, aun los que parecían tener un sentido más opuesto al sentido liberal, eran liberales. Tan liberales como lo fue aquel gran pronunciamiento de los comuneros de Castilla contra el Habsburgo.

Más de una vez se ha suscitado la vana cuestión de si en España hubo o no Renacimiento, si hubo o no en ella Reforma, como si España hubiese vivido o hubiese podido vivir separada espiritualmente de Europa. De Renacimiento no hablemos por ahora, y en cuanto a Reforma, lo que se ha llamado la Contra-Reforma, la de Felipe II, la de Íñigo de Loyola, la de Trento —donde los españoles dieron el tono—, ¿qué fue sino la otra cara de la Reforma, su complemento dialéctico? Al libre examen reformatorio, al libre examen liberal, respondía aquel famoso tercer grado de la obediencia, la obediencia de juicio, que definía Loyola en su carta definitiva, pero esa obediencia, escuela de mando, ¿no se reduce acaso a ser el alma íntima de un sutil libre examen, padre de restricciones mentales? El jesuitismo español, escuela del libre arbitrismo molinista, opuesto al siervo arbitrio luterano y al predestianismo calvinista, ¿qué era sino otra raíz del liberalismo? Era la gana española, nuestra enorme gana irracional, frente al racionalismo; era nuestro fuego contra la luz.

Sí que es enorme ironía —enorme, esto es: fuera de norma—, si que es enormidad irónica que España haya acuñado el término liberal. Pero ello se debe a que el liberalismo, la religión de la libertad surgida del Renacimiento —Cervantes—, de la Reforma —Valdés—, de la Revolución —guerrilleros de la Independencia—, estuvo en España luchando con más ardor recogido que en parte alguna, se debe a que en las entrañas de esta nación, al parecer cerrada a la filosofía y la cultura modernas, por eminencia medieval y escolástica, clerical y absolutística, latía un pueblo profundamente liberal y nada servil, latía un pueblo con enormes ganas de libertades civiles y religiosas, un pueblo poco o nada escolástico. Y lo que ahora, en estos nuestros días macizos, se ha revelado no ha sido sino la revelación del alma eterna española. Y a ello, a ésta trágica y a la vez cómica —en la tierra de Don Quijote la tragedia es cómica— ironía, que ha hecho que en dialéctica histórica haya sido España la acuñadora del liberalismo.

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