martes, 18 de julio de 2017

Hay que enterarse

El Sol (Madrid), 15 de mayo de 1932

Escapando, de momento al menos, al hoy tumultuoso, a fin de tomar fuerzas para el mañana, me remonté al ayer de hace un siglo, a la época aquélla en que Mariano José de Larra, Fígaro, dechado de periodista —de la “mala y diabólica ralea” que tanto atosigaba a don Marcelino—, escribía sus artículos en El pobrecito hablador. Me puse a leer los dos primeros: “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”, y la “Carta a Andrés”. Y me encontré al punto en el hoy y en el hoy más candente. Y me di cuenta de que el hoy es el ayer, y que acaso el ayer es el mañana. “Todo está lo mismo, parece que fue ayer”, dice un consabido dicho decidero. Y yo he dicho por mi parte, y hoy lo repito, que “cualquier tiempo pasado es mejor”. El ser pasado, su preteridad lo mejora. ¿Pero acaso está todo lo mismo?

Fígaro resumía su juicio respecto al público diciendo que “el ilustrado público gusta de hablar de lo que no entiende”. Y ponía en duda que sea público el que deja en las librerías las obras clásicas nacionales y “en las épocas tumultuosas quema, asesina, arrastra, o el que en tiempos pacíficos sufre y adula”. Ese, sin duda, no es público, que es cosa de literatura, mas ni es pueblo, que es cosa de vida común, de civilidad. Y en la “Carta a Andrés” vuelve Fígaro al tema, aunque con un rodeo, al preguntarse: “¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?” Que es preguntarse si no se consume porque no se produce o no se produce porque no se consume. Lo que me recuerda aquella contestación de un querido amigo mío, hombre cultísimo, lector infatigable, que preguntándosele una vez por qué no escribía, respondió: “No soy más que lector; yo produzco consumo.” Y no era poco en un tiempo en que apenas leían sino los escritores —se leían unos a otros—, haciendo de la literatura coto cerrado. Sin que se pudiera decir por eso que ni los que leían supieran escribir ni tampoco que los que escribían supieran leer. A lo que hay que añadir que de nuestros Institutos de segunda enseñanza —ahora Liceos— se suele salir sin la menor educación de escritor, que un bachiller nuestro apenas si ha aprendido a redactar una carta. Nuestro profesorado de segunda enseñanza no conoce la tan pesada como generosa obra que le incumbe al de Francia con la tarea de tener que corregir los devoirs, los ejercicios escritos de los alumnos. Y a pesar de ello...

A pesar de ello hemos adelantado, y no poco, desde hace un siglo, desde los días en que Larra preguntaba quién es el público y si no se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee. Y hemos adelantado, es decir, nos hemos civilizado merced a la Prensa. La Prensa ha hecho lo que no ha logrado hacer la enseñanza pública oficial. Y esto os lo dice un universitario que es a la vez un periodista, un escritor de hojas volantes. La Prensa ha hecho que el pueblo se haga público. Y el mismo don Marcelino hizo más por la ilustración popular con su obra de periodista, de apologista de la plaza pública, que con su obra universitaria, a la que nunca le tuvo gran apego.

La Prensa es la que más ha contribuido a hacer conciencia popular nacional. Con-ciencia, o si queréis con-sabiduría, a que los españoles con-sepan lo que les interesa. Que consaber es el camino para consentir. Y conviene, y más ahora, insistir en esto del consaber, del enterarse —enterarse es la forma romanceada del latinismo integrarse—, para librarnos del confuso sentido —muchas veces contrasentido— que se amaga en términos como el de “cordialidad”. Cuando de éste se abusa hay que recelar engaño. No concordia, ni discordia, sino con-ciencia. Que cada uno sepa lo que quiere y quiera lo que sabe; que cada uno sepa lo que da y lo que pide, sepa lo que concede y lo que niega.

Para enterarse, para integrarse, naturalmente, lo que hace falta es tener buenas entendederas, pero esto depende, naturalmente, también de las explicaderas de quien se nos dirige. Y es cosa de observación cotidiana lo de que aquellos que más se quejan de la incomprensión ajena suele ser porque no saben —o mejor, no quieren— darse a comprender. Y ni siquiera darse a entender. Que los que más presumen de hablar claro suelen ser los que hablan más oscuro. Desde luego no hay nada menos claro que las llamadas estridencias, como no sea ciertas sinceridades. Que con razón se ha dicho que hay una cierta sinceridad que está reñida con la veracidad.

A la Prensa le compete la labor de aclarar los problemas públicos —públicos y populares—, de enterar de ellos al pueblo. ¿La cumple? En general, sí. La Prensa española es hoy una de las más honradas, de las más veraces y de las mejor enteradas. Y de lo que debe cuidar es de no empeñarse en definir demasiado ni las instituciones ni los problemas, ni menos las personas. Aunque éstas, las personas, sean individuales o colectivas, son, gracias a Dios, indefinidas e indefinibles. No se define a una personalidad viva. Nadie osará definir a Felipe II, a Cisneros, a Calderón, a Cervantes, a Goya, a Prim... Acaso quepa definir —y lo dudo— a un radical socialista, pero a este concreto, individual, de carne, hueso y espíritu, a éste no lo define nadie. Ni se puede definir él mismo. Cabe definir la república, y la monarquía, y la dictadura, y la anarquía, que todo esto no es más que sociología, pero no cabe definir España, o Cataluña, o Vasconia, o Galicia, o Castilla, que son indefinibles.

Pero sobre esto de la definición, que tanto daño nos está haciendo, a favor de la pereza mental de los partidarios —que pues forman parte de un partido, en el que se definen, y no de un entero en el que se enterarían, no se enteran—, sobre esto he de volver. Y he de volver para insistir en que enterarse es indefinirse. Y si alguien me dijere que éstas no son más que logomaquias lingüísticas le diré que es, en gran parte, merced a ellas como he logrado redimirme de la servidumbre del santo y seña, de eso que llaman disciplina, y que de disciplina, de cosa de discípulo, del que discit o aprende, del que se entera, tiene muy poco si es que tiene algo. Y de aquí el que cuando se trata de resolver un asunto en que hay que enterarse, el mayor tropiezo para el enteramiento sea la falsa disciplina del partido. Un partidario no suele enterarse.

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