jueves, 6 de julio de 2017

La consumación de los tiempos

El Sol (Madrid), 10 de abril de 1932

Otra vez más, dejando gacetillas de la actualidad que pasa, nos es menester asomarnos a documentos de la posibilidad que siempre queda. Y hacer esfuerzo por penetrarlos. Mucho importa la limpieza de sangre y de intención, pero importa más acaso la limpieza de pensamiento y de razón. Y es el lenguaje el que los limpia.

El liberalismo es un método —y no solo de gobierno— y a la vez es un estilo. Todo método es estilo, y todo estilo es método. Camino para recorrer el viaje sin fin y sin posada última. Y el liberalismo es un método, es un estilo espiritual. Liberalismo es espiritualismo. Espiritualismo, mejor aun que idealismo. Que hay idealismo materialista. Y mecánico. Espíritu no es máquina. Historia no es mecánica. Y si se dijo que el progreso lo hacen las cosas y no los hombres, es que no se quiso ver que la cosa suprema es el hombre movido de hambre de libertad. Si hay una doctrina sedicente, concepción materialista de la historia, mas no sería sino muy atinado hablar de una concepción histórica de la materia, que hasta la física entra en la psicología, o sea, la naturaleza en la historia. ¿Biología? No, sino primera biografía. Pero parémonos a esto de -logias y -grafías.

La biología guarda con la biografía poco más o menos la relación que la geología con la geografía —la humana, se entiende—, o que la cosmología —producto escolástico y abstracto— con la cosmografía. A la sociología, también escolástica, podríamos oponer una sociografía, que no es sino la historiografía. Y lo que se llama teología, cuando es algo vivo, humano, espiritual, histórico, es propiamente teografía, descripción del Dios de los dioses que nos hemos pensado. La biología quiere hacer del hombre una cosa, una cosa sujeta a la necesidad de vivir; pero la biografía nos le muestra un hombre, un hombre dueño de la libertad de pensar. Y sobre todo de pensarse. Y la libertad de pensar y de pensarse —que no hay que confundir con el vulgar librepensamiento a compás y escuadra— es el cimiento del liberalismo, método y estilo.

¿Que el liberalismo pasó ya de moda? Nunca fue de ella. El liberalismo ni es ni ha sido cosa de moda. No es moderno, de ninguna época, sino de siempre, sempiterno. No es su prez modernidad, sino sempiternidad. Y con ello, aboriginalidad. Porque lo que es siempre, sempiterno, es lo aborigen, lo originario de una historia cualquiera. Que no son propiamente aborígenes los prehistóricos —si es que los hay—, los meros salvajes, los hipotéticos trogloditas que no se pensaban de tal o cual pueblo, con su propia tradición. Ya en el totem alboreaba la libertad de pensamiento. Y el bisonte mágico de la cueva de Altamira apenas si tiene que ver con el bisonte de carne que hartaba las tripas de aquellos cavernícolas ibéricos. Los que pintaron aquellas pinturas eran ya liberales, Los otros, los no liberales, se reducen a besar las pinturas que hicieron aquéllos. Para éstos, para los no liberales, las creaciones del espíritu, del pensamiento libre, se convierten en fetiches y amuletos. El que herró su caballo para mejor poder cabalgar en él, no recoge la herradura, ya roñada y rota, para que le sirva de amuleto. Ni el que se crucificó hace de la cruz un fetiche. Es decir: un hechizo. El liberalismo, sempiterno y aboriginal, rechaza toda hechicería.

¿Tradición? ¿Habrá que repetirlo otra vez? Tradición —traditio— es trasmisión , y la trasmisión no es lo trasmitido —la traditio no es lo traditum—, como la producción no es el producto. Y trasmisión que no cambia trasmitiendo lo trasmitido es cosa muerta, servil. ¿Tradición de libertad y de liberalismo? De siempre que hay historia. Y lo es en España desde que hay España, toda la de antes de Recaredo, como lo es toda la que siguió a éste y en entrañada continuidad. Que tradición es continuación. Felipe II fue, en el fondo, tan liberal y, en rigor de dialéctica, tan hereje como los arrianos visigodos. No le valió al Pontificado, sino que se valió de él el hijo del Emperador, que ordenó al Condestable de Borbón la entrada en Roma, a que se siguió el saqueo. Y los Borbones, aun en la tradición de Luis XIV de Francia —“el Estado soy yo”—, civiles, esto es, liberales, aun a su pesar. Entre ellos el gazmoño Carlos III. El ultramontanismo fue en España ultramontano, de allende los montes. Y aun en doctrina —en doctrina doctrinaria— el ultramontanismo español, lo que luego se llamó integrismo, nos vino de Francia. Y es muy significativo que a apoyar con las armas el absolutismo de Fernando VII, el genuino rey absoluto de España, vinieran los cien mil hijos de San Luis. De San Luis de Francia, ya que no le apoyaran los hijos de San Fernando.

Lo que se llama ordinariamente tradicionalismo es una doctrina dogmática, esto es, cuajada o solidificada y sin fluidez. Sus postulados doctrinales son otros tantos témpanos, cuajarones de hielo. Y los témpanos, el agua helada y solidificada, pesan menos que el agua fluida y corriente. El agua corriente de un río pesa más que el hielo y corre mejor sin perder su continuidad la vena. La presa de un molino detiene a los témpanos, pero pasan sobre ella las aguas vivas. Y en saltos mueven turbinas. Por otra parte, los témpanos del tradicionalismo dogmático son arrastrados por la corriente viva de la historia, que los trasporta y que a la vez los va derritiendo por su base. Entre nosotros, en España, el tradicionalismo tradicional está continuamente socavado por el liberalismo, tan tradicional como él. Y de aquí que el puro, el neto, sea cada vez más un bicho raro. Un ser fantástico soñando siempre en un siglo futuro que siente que no ha de venir sino en la consumación de los tiempos, en la fin del mundo.

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