martes, 25 de julio de 2017

¿Lucha de clases?

El Sol (Madrid), 5 de junio de 1932

Pues todo esto de que os venimos diciendo nos trae como de la mano a la lucha de clases. ¡Y si sólo fuese de clases! Es lucha de todos contra cada uno, de cada uno contra todos. Cada cual, soberano. ¿De quién? ¿De sí mismo? No es dueño de sí quien tiene que ser servidor de los demás. Y de esa soñada soberanía nace un sentimiento no ya anarquista, sino antarquista; no liberal, sino libertino. Y es claro: el antarquismo lleva —reacción necesaria— al monarquismo de Estado. Que es el que da la verdadera libertad civil, la ciudadanía.

¿Pero qué es eso de clase? Se funden y confunden unas con otras. Gañán, colono o rentero, terrateniente... ¿Quién marca sus linderos? Cuando en el reino de las sombras de los que fueron se le aparece a Ulises la sombra de Aquiles —nos lo cuenta el canto XI de la Odisea—, le dice que preferiría ser un labriego a sueldo de un labrador desheredado, con escasos medios de vida, que no reinar sobre los muertos todos. Para Aquiles, lo peor que se puede ser sobre la tierra es criado de labrador pobre. Y esto nos da mucha luz sobre eso de las clases y de la clasificación.

En esa Constitución de papel que votamos, ¡pecadores! los representantes en Cortes del pueblo soberano —¿soberano?— español de hoy, hicimos constar que España es una República de trabajadores de toda clase. Y con esta coletilla, “de toda clase”, con que se quiso esquivar una declaración de lucha de clases, quedó lo de trabajadores más indefinido aún. Y luego, entre los trabajadores de toda clase, han de estar, ¡claro está!, los que trabajan en fijar las clases, en clasificar a los trabajadores, a los ciudadanos. Que por algo lo más propio del Estado es la estadística. Ya hay quien cree que si se publican libros es para que haga catálogos de ellos y haya bibliotecarios y archiveros. Que así es como se produce administración. La económica empieza por el listero. Junto a uno que trabaja tiene que haber otro que lo vigile, que le haga trabajar, uno que trabaje de ojo, como decía el moro. Que así se perfecciona y redondea la lucha de clases. El principal resultado del socialismo obrero ha sido el de crear una burocracia. Porque toda lucha exige una organización. Y luego viene la lucha contra esa organización.

¡Lucha de clases! Sí, y luego, lucha de profesiones, de gremios, unos contra otros, y lucha de localidades. Y cantonalismo económico. Que los obreros de este lugar, de este villorrio, no puedan ir a ofrecer su trabajo a otro lugar, a otro villorrio; que no puedan ir a hacer concurrencia a los de otro lugar, de otro villorrio. Que sean siervos adscritos a la gleba. Y así es como empieza lo de los maquetos —como los llamaban en mi tierra nativa—, lo de los forasteros, lo de los metecos, como con un nombre de tradición helénica y de renovación de los monarquistas de la Acción Francesa empezó a llamárseles en Barcelona. El enemigo es el forastero, el foráneo o foraño. Y tenemos por muy probable que de foraño —foráneo— derivó “huraño”. ¿Y cómo no? En un tiempo, cuando faltan brazos, se llama a los forasteros, a los maquetos, a las metecos, a los huraños, a que sean, como servidores —más bien siervos—, colaboradores en la producción, trabajando de mano mientras los otros, los que los emplean, trabajan de ojo; pero llega un momento en que esos forasteros llegan a ser concurrentes al consumo y surge la lucha. ¿De clases? No; sino de clasificación.

¡Lucha de clasificación! ¿Hecho diferencial? ¿Personalidad regional o municipal? ¡Bah! Mandangas y pedanterías de señoritos literatos o juristas. En el fondo, lucha de clasificación. Quién será bracero, alistado, y quien sera ojeador —trabajador de ojo—, listero. Vengamos, por ejemplo, a lo de la lengua. ¿Es que el sencillo aldeano quiere aprender en su lengua nativa? ¡Quiá! Es que el señorito, su listero, su ojeador, quiere enseñarle en ella para cobrarse de enseñársela. ¿Se le va a vasconizar a un vasco en vascuence mejor que en castellano? Ni mucho menos. Un vasco que no sabe más que castellano es mucho más vasco que un vasco qué no sabe más que vascuence. La vasconidad del vasco se descubre a sí misma y se ensancha y se enriquece como vasconidad mucho mejor con el castellano —y en otros casos con el francés— que no con el vascuence. Legión los pueblos que no se han descubierto a sí mismos sino merced a otra lengua que la materna. Pero hay el interés —interés que crea sentimientos— de los listeros, de los clasificadores del pueblo. Y son los listeros, los ojeadores, los clasificadores, los que andan al ojeo de hechos diferenciales. Para lo cual se dedican, entre otras cosas, a falsificar la historia. Sin que dejen de invocar la voluntad del pueblo, como si un pueblo sencillo, de braceros, de vividores —en el más noble sentido de este vocablo tan estropeado por el uso—, como si un pueblo de clase primordial tuviese voluntad, lo que se debe llamar voluntad. “Nihil volitum quin præcognitum”, no se quiere nada que no se preconozca, reza el aforismo escolástico. ¿Y se va a querer que exprese un pueblo su voluntad por sufragio, votando lo que no conoce, lo que no puede conocer? Hay lo que se ha llamado la fe implícita, la fe del carbonero en el orden religioso, y en el orden civil o político hay la votación implícita, la del carbonero.

¡Lucha de clases! ¡Lucha de clientelas! ¡Lucha de clasificación! Proletarios y burgueses, braceros y listeros, forasteros y nativos… Trabajadores de toda clase, en fin. Porque el burgués, el listero y el nativo también trabajan. También trabaja el señor para conservar su señorío.

¡Ojo, pues, y a ver claro! Única manera de poder sentir hondo. Aunque sea pena.

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