martes, 4 de julio de 2017

Sobre el pleito dinástico

El Sol (Madrid), 3 de abril de 1932

En estas mismas columnas apareció el Jueves Santo Una lección de Historia, por el Conde de Romanones, en el que este viejo político liberal comentaba los cambalaches y conchabamientos de la Reina Gobernadora, doña María Cristina, viuda de Fernando VII, con su cuñado D. Carlos —Quinto para los tradicionalistas—, y el conde liberal decía que “si bien por tal camino quedaba resuelto el pleito dinástico, no era menos cierto que resultaba vencida la causa de los que, siendo monárquicos, su monarquismo tenía como base la Constitución y el régimen parlamentario”. Y en aquel artículo aludía el Conde a ciertos “¡dichosos manifiestos!”

¡El pleito dinástico! El tal dichoso pleito nunca lo fue, en rigor, de legitimidad sucesorial, sino de doctrina política. Fue la lucha entre el llamado tradicionalismo y el liberalismo, aquel liberalismo que los espíritus superficiales, a la moda del día que pasa, declararon pecado de moda. Siempre lo creímos así, y nos lo ha corroborado una vez más cierto folleto que se dice “estudio jurídico, histórico y político”, y se titula: El futuro caudillo de la tradición española, y está escrito por D. Jesús de Cora y Lira, del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. Folleto en que este tradicionalista de la tradición borbónica carlista —porque hay una tradición, acaso tan antigua, liberal— pone bien en claro el tal pleito.

Pues a vueltas del Reglamento de Felipe V. duque de Amjou, y de todo eso de la ley sálica, y si se ha de preferir para la sucesión a los varones, sin excluir por ello a las hembras, y a vueltas de la Pragmática de Fernando VII —tan odiado por los carlistas como por los liberales—, se traen palabras del primer duque de Madrid, el Carlos VII de ese tradicionalismo, en que decía que si “la dinastía legítima que nos ha servido de faro providencial estuviera llamada a extinguirse, la dinastía de mis admirables carlistas, los españoles por excelencia, no se extinguirá jamás”. ¿Y en qué fundan esos tradicionalistas del carlismo la ilegitimidad de la rama procedente de Isabel II, la que pretende ahora conchabamientos con los leales del viejo Alfonso Carlos I, que así le llaman? No en términos de derecho sucesorio, sino en que ha pactado con la Revolución —¡vaya revolución!—, con el liberalismo, que es pecado, por ser el complejo de todas las nefandas herejías modernas, las condenadas en el famoso Syllabus de Pío IX.

Bien claro se le dice allí al nieto de Isabel II que aunque se arrepienta… “¡Qué dicha, qué gloria para todos, qué satisfacción para la Iglesia, ver a un arrepentido —y más si es un príncipe— atravesar las puertas de un monasterio buscando un refugio piadoso donde hacer penitencia, en pos de un consuelo y de una reconciliación!” Sí pero, “no pensará nadie —prosigue— que ese hipotético arrepentimiento... ha de tener otro premio y otra recompensa que el perdón de nuestro Señor. Si del arrepentimiento hubiera de seguirse un bien material y terreno habría una habilidad, pero no el dolor profundo y sincero del arrepentido.” Y he aquí al nieto de Isabel II, al que ha querido acaso casar la tradición carlista con la liberal, rechazado por ambas y a culpa de habilidades.

Y viene la descendencia del hábil, y habla el folletista de “la culpa de los padres”. ¿Cuál la de los hijos, pobrecitos infantes? “Los hijos que nacen —escribe— de uniones ilegítimas no son responsables de los hechos de sus padres; pero siempre llevan grabado el estigma de sus progenitores; los que padecen enfermedades específicas o alcohólicas suelan engendrar seres llenos de alifafes y de lacras, y, sin embargo, no tienen éstos culpa de los vicios de los autores de su vida.” Así el Sr. Cora. ¿Y cuál la culpa de los padres de esos infantes hoy proscritos? ¿Cuál otra que el terrible pecado original de la civilización moderna, revolucionaria, el liberalismo?

El folletista, refiriéndose nominativamente a D. Juan de Borbón y Batenberg, nacido en 1913, y a su hermano D. Gonzalo en 1914, pues a los otros dos los excluye por obvias razones pasándolos en piadoso silencio dice que no se sabe que hayan abjurado, y edad tienen para ello de la culpa de sus padres, y añade: “Si los principios revolucionarios son un error condenado por la Iglesia, de que deben acusarse los que los profesan, ¿cabe duda de que por las respectivas (culpas) de esos Infantes, se incurrió en las sanciones religiosas como pecadores y herejes?” ¡Pobrecitos Infantes pecadores y herejes! Enfermedad la de la herejía liberal, mucho más grave que las meramente carnales que hayan podido heredar los otros. Que no hay hemofilia ni sordera peor que las del liberalismo. Y el liberalismo más grave el de habilidad, el maquievélico, como el de Fernando VII de 1820 a 1823, pues es pecado contra el Espíritu Santo para el que, según el sagrado texto, no hay perdón. Graves, sí, gravísimos los liberalismos todos, pero el más grave el hábil, pues resulta que por confundir el haber con el deber la habilidad se vuelve debilidad. ¡Terrible el liberalismo en que hemos sido engendrados tantos españoles del siglo de las luces revolucionarias! El que esto escribe oyó estallar en su casa las bombas de los carlistas, y lleva en su sangre la herejía consentida.

Miremos, pues, lo que hay debajo de este pleito que se dice dinástico, y como los conchabamientos entre Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena y Alfonso Carlos de Borbón y Este no lograrán casar el liberalismo con el carlismo, ni menos restaurar la Monarquía, definitivamente, creemos, perdida, y más la absoluta, que una y otra tradición, la liberal y la carlista, rechazan de consuno. Y veamos cómo la cura del llamado ahora cavernicolismo —de derecha o de izquierda— no está en confusionarias novedades de moda, sino en el tradicional, genuino y castizo liberalismo español, herético, al que le falta aun por sacarle mucho jugo la República. Y que no es ni de izquierda ni de derecha —¡fatales términos de cajón!—, sino de frente y de cara al sol de mañana.

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