miércoles, 12 de julio de 2017

Soñando el Peñón de Ifac

El Sol (Madrid), 24 de abril de 1932

De vuelta de Alicante a digerir las visiones levantinas, a cernerlas aquí, en esta tierra manchega —mejor sería en la mía, en el Machichaco— a soñar la marina alicantina, el camafeo del peñascal de Calpe, “todo de grana, con pliegues gruesos, saliendo encantadamente del mar” (Miró). Que allí, a su vista y toque, no me cabía soñarlo. La cruda realidad presente rechaza al ensueño, que no es hacedero soñar lo que se ve y toca; mejor ver lo que se sueña. Necesitaba, además, cerner por literatura el recuerdo de visión reciente. Que si un paisaje es —lo dijo Byron— un estado de conciencia, un estado de conciencia es también un paisaje.

Lo mismo de una ciudad, villa o aldea, que de una comarca o de una nación, importa más penetrar en la idea que sus moradores, sobre todo los naturales, tienen de ella que no aferramos a nuestra propia visión inmediata. La principal falla de los hispanistas franceses, por ejemplo —y no hablemos de los turistas—, es que se nos vienen a continuar la noción tradicional francesa de nuestro modo de ser y de aparecer español más que a zahondar en la que nosotros nos formamos de nosotros mismos, aunque sea muy equivocada. Baste decir que hay quien viene a “hacer su España” sin saber español. Y ni el paisaje se logra ver ―y menos soñarlo― así. El que visita un país sin conocer la lengua de sus naturales para oírlos celebrar o lamentar su paisaje, no consigue ni crearse ese paisaje, que es un estado de ánimo comunal, ni recrearse en él. Hay que ver el paisaje español tal como se espeja en las niñas de los ojos de los videntes españoles. ¿Quién se adentrará en el paisaje madrileño, si no se ha adentrado en los fondos de Velázquez y de Goya, y sobre todo, si no sabe entender el lenguaje del hijo castizo de Madrid? Y de que Barres no entendía el castellano proceden las faltas de su visión literaria de Toledo.

Cogí, pues, los Años y leguas de Gabriel Miró, profeta alicantino y me puse a repasar mis recuerdos recientes, a asentarlos y aclararlos. “Parece que los pueblos de la orilla del mar ―dice― no pueden ser íntimos por la demasiada lumbre y anchura que los rodea”. Pero busqué su intimidad en el profeta. E impresiones, acuñamientos, sobre todo del peñón de Ifac, junto a Calpe, ese camafeo de antiguor ―este vocablo es de Miró― que se me ha quedado acuñado en el alma. En mi norte cantábrico, las montañas se hunden en el mar; allí, en Levante, surgen de ella. Desde el peñón de Ifac se prende el mar latino, púnico, helénico. Se adivina a lo lejos las Baleares. En la costa, cordilleras arquitectónicas y desnudas. Un mar turquino —donde se peleó contra el turco—, y al pie, paisajillos de mosaico. Y entre cachos de vieja alfarería —regalo de los arqueólogos que allí se improvisan—, imágenes de una historia civil que se ha hecho como marmórea. Una eternidad parada. Y democritiana. No se olvide que el Mediterráneo apenas si tiene mareas, y que abunda en sal de conservación. Para aquella gente no parece haber ni anteayer ni pasado mañana, sino un hoy perpetuo en que se funden, como en acorde, el ayer y el mañana inmediatos. Siempre es ahora. Y no es que por allí han pasado sino que allí se han quedado, como capas de terreno anímico, varias civilizaciones. Me decían que el peñón de Ifac debe de ser el antiguo Hemeroscopion de los focenses, observatorio día. Del día que pasa, vuelve y se queda; atalaya de la eternidad. Y desde él, desde el peñón de Ifac, desde junto a un pino que enraíza en roca, hundí mis ojos en el mar en que se mira el ojo del mundo mediterráneo.

Sobre ese Hemeroscopio, sobre ese peñón repujado entre mar y cielo, estaría en su lugar el busto de Elche, prisionero hoy en el Louvre, de París. Allí, con sus rodetes mirando al mar de Oriente. “¿Se vería el mar desde el árbol en que recostaron las manos de Dios el cuerpo de Adán?”, se preguntaba Miró. Un biólogo francés, Quintón, sostuvo que el primer hombre nació, como Afrodita, de la mar. ¡El busto de Elche sobre el peñón de Ifac, cara al sol marino! Y no resultaría desatinado el que se le llegase a ocurrir a algún escultor —o siquiera pintor— representar crucificado en una cruz svástica, barroca, en una cruz solar, clavado al sol, a un Cristo lampiño —así lo pintó Goya—, desnudo del todo y tocado de barretina de Levante, de gorro frigio. No sería, ciertamente, el Cristo celtibérico, castellano, central, el del páramo o de la sierra, ensangrentado y desangrado, nuestro trágico Cristo agónico, pero en todo caso tan cristiano por lo menos, y desde luego más ibérico, más nuestro, más castizo, que el jesuítico —no iñiguiano— Corazón de Jesús, de procedencia tardía ultramontana, francesa, y de trato —tal el de Lourdes— de mercaderes como aquellos a que arrojó a latigazos del templo de Jerusalén el Jesús evangélico. Ese Cristo simbólico, ibérico, clavado al sol, a la cruz svástica, tendría parentesco con el busto de Elche, que acaso representa a un redentor también. ¿Redentor de qué?

¡El peñón de Ifac! ¡El hemeroscopio ibero-helénico! Soñada desde él, desde esa atalaya, la Historia cuaja, mística y aún misteriosamente, en una visión de quietud y de plenitud, de sosiego y de anchura. Allí todo se hace tradición y antigüedad. O antiguor. Allí no se conciben bien estas mezquinas refriegas del progresismo, que no es precisamente el progreso. Como el tradicionalismo no es la tradición. Que aquéllos son cielo, y mar, y tierra —mejor, roca— de concreciones y no de abstracciones, de peñascos y no de nubes. Cuenta Gabriel Miró así: “Bardells, sonriendo exclamó: ―¡Cómo se quedaría Calpe si le arrancásemos el peñón de Ifac!―. Pero no se lo arrancaremos nunca. Se ha de ser de un sitio concreto, y la belleza lo es”. Y la divinidad también. ¡Divina concreción del Mediterráneo ibérico! El peñón de Ifac es geológico, pero es geográfico, que el mar de que surge es ―lo dijo ya Miró― un “mar humano”. No el “mar tenebroso” de que hablaban los portugueses y a que se lanzó Colón, que era acaso levantino. Y el busto de Elche es, probablemente, símbolo teológico, pero aun más teográfico. Que lo más de la llamada teología es propiamente teografía. Los teólogos naufragan en la definición de Dios —un Dieu defini c'est un Dieu finà—; pero los teógrafos no. Los teógrafos trazan el mapa de la Divinidad. ¡Teología... zoología! Y teografía, zoografía. Que en griego y hasta en el de hoy, zoografía quiere decir pintura. (Y filología, literatura.) Y es consabido que la pintura popular, de inspiración teológica y zoológica, la imaginería, pinta monos o pinta santos. Y pintándolos santifica a los monos y animaliza a los santos.

¿Pero de dónde, Dios mío, me asaltó la revelación de ese Cristo ibérico, teográfico y zoográfico, crucificado en svástica, clavado al sol? ¿No será que ese Cristo ibérico, hermano del celtibérico, me esté escalfando y consumiendo con los rayos de su cruz solar? Que no sé, no sé a donde vaya a llevarme esta insolación de nuestra España teográfica y zoográfica. ¿Podré resistirla? Que hay también trasverberaciones patrióticas. Y hay, creédmelo bajo mi palabra de filólogo, quien muere porque no muere en su tierra por su tierra y para su tierra.

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