miércoles, 9 de agosto de 2017

Curas y maestros

El Sol (Madrid), 28 de julio de 1932

Como ha vuelto a hablarse de aquello de la impolítica retirada de los crucifijos de las escuelas nacionales y precisamente en el Parlamento y por parte del jefe de un partido político republicano, hoy de oposición al Gobierno, y como fuimos nosotros de los primeros que protestaron contra aquella impolítica y torpe medida, nos cumple volver a ello para poner ciertos puntos sobre ciertas íes.

A favor del estado de nerviosismo, y hasta de histeria que reina ―¡esto sí que es reinar!—hoy en nuestra nación, se da por unos y por otros proporciones de categorías imperativas a menudencias que no pasan de anécdotas insignificativas. La manía de abultar las cosas está provocando estragos. Aspavientos de los de un lado y de los del otro. A lo que contribuye no poco esa desdichada ley de Defensa de la República con esas multas absurdas por no acatar liturgias. Habrá que esperar a que esa ley se deshaga en sucios jirones como se deshará aquel ridículo trapo que en el ministerio de Hacienda cubre la corona real que remata el bello escudo carolino de su fachada. ¡Qué bien decía Bernard Shaw que los iconoclastas son idólatras! Lo que cabe aplicar a los que con furor iconoclástico arrancaron, que no quitaron, los crucifijos de las escuelas. Que fueron pocos, muy pocos, poquísimos. Se tardaría poco en contarlos.

Porque en efecto, cuando se dio aquella orden, no sabemos por presión de qué clase de idólatras, en la inmensa mayoría de las escuelas se cumplió sin ostentación y sin escándalo, y en muchas, en muchísimas, no se ha cumplido aún porque a los vecinos del pueblo, a los padres de los niños, no les interesa nada que se cumpla. En algunos lugares el escándalo provino de maestros serviles, serviles con el que manda, que cumplieron la orden sin discreción y con alarde de un laicismo que no es laicismo. Algunos de ellos eran de los que más y mejor se doblegaron a la dictadura pasada. En otros lugares el escándalo provino de maestros, y, sobre todo, maestras, que ejecutaron la orden protestando contra ella, y hasta arengando a los niños para que celebraran una función de desagravio al pobre crucifijo expulsado de la escuela.

Y a propósito del laicismo de las escuelas nacionales conviene recordar cuál era la situación del maestro nacional al respecto de la enseñanza religiosa durante el que hemos dado en llamar el antiguo régimen. En los más de los lugares el cura se preocupaba poco del maestro y de cómo enseñara, porque ejercía su cura de almas con las menores preocupaciones posibles. Pero en otros lugares se dedicaba a querer dirigir al maestro y a tutelarlo cuando no a soyugarlo. Sabemos de párrocos que asistían a los exámenes para examinar a los niños de catecismo, amonestar públicamente al maestro por las deficiencias de la instrucción religiosa de los discípulos y añadir que otras nociones eran ociosas. Leer, escribir, las cuatro reglas de contar, y luego catecismo y más catecismo. Y prácticas de devoción en la escuela y llevar a los niños a misa los domingos. Por cierto que José María Gabriel y Galán, el poeta, que les llevaba así, por propio impulso, pues era católico practicante y fervoroso, dejó de hacerlo cuando el cura le denunció porque algunos domingos se iba a un pueblo cercano a ver a sus padres. Cuando quisieron imponerle como obligación ―que legalmente no lo era― lo que en él era devoción sincera, se rebeló. Y para que acabara aquella imposición pedagógica de los curas fue menester que un ministro de Instrucción pública ―y fue un conservador― dictara una orden mandando que en los exámenes ante la Junta local preguntara sólo el maestro.

El que esto escribe, siendo rector de Universidad, antes de 1914, tuvo que decirle a un cura que se le fue a quejar de lo mal que, a su juicio, enseñaba el catecismo el maestro, que fuese él, el cura, a la escuela, a ciertas horas o ciertos días, a suplir las deficiencias del maestro, lo que era, no ya su derecho, sino su deber, según la legislación de entonces. “El maestro no es teólogo ―le dije―, y usted debe serlo; vaya, pues, a la escuela y enseñe religión al maestro y a los niños, ya que en la iglesia, según parece, no acierta a enseñarla.” Lo que había era que quería rebajar al maestro. Y trabajar él, por su parte, en su ministerio evangélico lo menos posible.

La separación de la Iglesia y el Estado y el nuevo régimen de laicismo en la enseñanza va a obligar al clero católico español a preocuparse de la instrucción religiosa de los hijos de los fieles, menester que tenía descuidadísimo, dejándoselo a los pobres maestros para poder luego reprenderlos como a pasantes o monaguillos. Y con ello ganará la Iglesia. Porque los curas, para poder enseñar doctrina cristiana a los hijos de los fieles, tendrán que aprenderla. Que buena falta les hace. Mal, muy mal vivían los más de los curas de aldea; pero tampoco se ganaban esa pobre vida. Su misión pastoral, de enseñanza, la cumplían desastrosamente. El cura llamado de misa y olla era como el clero negro, o secular, de la Iglesia ortodoxa rusa, un aldeano más sin más instrucción evangélica que sus convecinos. Aunque en algún sermón despotricara contra Voltaire, Rousseau y el liberalismo.

La situación de prepotencia de que la Iglesia gozaba en España, respecto al Estado, le acostumbró a la relajación de sus deberes evangélicos, a preocuparse más de inspeccionar la enseñanza oficial que de organizar la propia, y sobre todo a descuidar su magisterio propio. Y ello se cifraba en lo del Catecismo del jesuita P. Astete: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia Católica que os sabrán responder.” Y así cultivó el clero esa ignorancia, la de la fe implícita o del carbonero, y, cultivándola, se hundió cada vez más en ella. Y los doctores se negaban a. responder alegando que eran indiscretas las preguntas. Y mientras el clero secular —y aun el regular— se iba deslustrando y destruyendo, a pesar de la teología, el magisterio público se iba ilustrando e instruyendo, a pesar de su pedagogía. Y a la vez la respectiva posición económica, y con ello su prestigio, se invertía y trastrocaba.

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