martes, 15 de agosto de 2017

Desde alturas de tierra

El Sol (Madrid), 18 de agosto de 1932

No, no cabe mantenerse en una tal tesón seguida y por tesonero que se sea, pues también la yunta de bueyes se gasta más tesando que no tirando del carro. Pero ¿dónde ampararse a derretirse en el ámbito del Madrid veraniego? El Retiro, la Moncloa, la Casa de Campo, la Sierra...; pero ¿y el páramo?, ¿el descampado campo manchego, quijotesco? De aquel Don Quijote a quien le tiró su estrella, su sino, desde la cuenca del Guadiana a la del Ebro, a Levante, como al Cid, su hermano mayor, de la del Duero a la del Jalón, a Levante también, a la cuna del sol ibérico.

Heme ido, pues, no a soñar, sino a leer sueños, al aire libre, en el cielo espacioso de la puesta del sol, desde las alturas de encima del Hipódromo. De un lado, Madrid urbano tendido bajo ese cielo espacioso, al pie del Guadarrama, y de otro, campos, no ya desnudos, sino desolados, Chamartín adelante. Campos terreños. (Aunque a este adjetivo le confine la Academia en dialectismo riojano.) Campos terreños, de sola y pura tierra, de tierra de cocer ladrillos y pucheros más que de pan llevar; de tierra con maleza rala y escueta, donde se arrastra el simbólico cardo borriquero. Campos terreños, sin verdura, que se encaran con el cielo desnudo; campos sedientos, que se abren en socavones y cárcavas. Tierras de destierro, descampados para campamento de gitanos y buhoneros y vagabundos, picarescas escurriduras de la civilidad al margen de la urbe ensanchada.

Del barro de esa tierra —del que se hizo a Adán— se hicieron adobes y ladrillos. De ladrillo las propias construcciones, a modo mudéjar, de los indígenas albañiles madrileños. Albañiles y no canteros. De cantería Santiago de Compostela, y Ávila, y Salamanca y otras ciudades así. El Madrid castizo y propio de tierra cocida. Así se hizo también la Torre de Babel. Las ciudades y villas de roca, berroqueño, de berrueco o barrueco, resultaron barrocas. Pero mirando al Madrid ensanchado desde estas alturas de sobre el Hipódromo las cúpulas, pingorotas y cimborrios barrocos, se pierden ya en un dédalo de terrazas y terrados rectilíneos de corte cubista. No ya arabescos, sino grecas; no ya virutas, sino escuadras. Pero cerrando el escenario la Sierra barroca, rocosa, aserrando la bóveda celeste.

Se ha puesto ya el sol bajo el cielo espacioso, que se ha espaciado más al ponerse aquél, sin duda para abrir más campo a las estrellas. Y todo el escenario se ha hecho más teatral. La Sierra y la serie de bastidores del nuevo caserío de este Madrid moderno parecen bambalinas. Creeríase que detrás de ellas no hay sino el vacío insondable. Y es un espectáculo, a la vez que teatral, dramático. Dramático por lo que sugiere y sugestiona. Le realza la iluminación fantástica de una gran urbe. Fantástica y eléctrica. Y suelta y resuelta la fantasía, sin hilo, empieza a resonar las bambalinas que se han derrumbado en este escenario; las de la Corte, las del Ejército, las de la Iglesia... ¿Qué queda en pie sobre el tablado? En estas mismas alturas, desde el Instituto Nacional de Física y Química —fundación de Rockefeller—, templo de la ciencia, de encendida encarnación, a escuadra también de ladrillo, vio un día don Gregorio del Amo, generoso donante de otra fundación cultural, vio, transido de congoja, alzarse al cielo la humareda de las hogueras de la quema de conventos de Madrid. ¿Qué pensaría ? Ardían unas decoraciones. ¿Y las otras, las nuevas, las últimas?

¿Qué irá a salir de esta pequeña Babel manchega? Vuélvese uno de espaldas a la puesta del sol y se queda mirando hacia levante, los campos terreños, quijotescos, las tierras resecas y desolladas. Y acuérdase de aquel cuarteto burilado en el inmortal soneto de García Tassara: “campos desnudos, como el alma mía, / que ni la flor ni el árbol engalana, / ceñudos al nacer de la mañana, / ceñudos al morir del breve día”… Mas al recordar lo de “que ni la flor”, baja uno la vista a que tropiece con la humilde flor del cardo. ¿Qué agua le riega? Pues hasta para dar espinas y abrojos hace falta riego. ¿Qué aguas profundas, soterrañas, sostienen esta rala y escueta maleza? ¿Y de dónde en secano saca su fresco jugo la sandía?

Cayeron unas bambalinas y se levantan otras; empiezan a vaciarse unos templos y a llenarse otros. Y todo ello, más que sobre campo de naturaleza, sobre tablado de arte. Tablado..., tablado... En seis tablas de arte, de leño de árbol muerto, se le entierra a uno en tierra de naturaleza. Los hombres de las ciudades calzaron a éstas de losas por no pisar yerba, decía Obermann. ¡Esas aceras que van a los arroyos muertos de las calles urbanas y esos ribazos floridos que van a los arroyos vivos de los campos campesinos! ¡El agua que canta y cabrillea a la luz, y no el agua, casi mecánica, que va por tuberías, contadores, canalillos y sumideros! Aquí, en esta altura, pasa un canalillo y en sus bordes unos chopos apenas si se estremecen, pues el aire de bochorno pesa inmovilizando la escena. La película se ha parado y es una instantánea que se queda. Como sonoridad, el cuchicheo de los gorriones que se refugian en una enredadera de yedra contra el ladrillo. Y uno vuelve a mirar al vasto escenario y a pensar que en el teatro no caben niños, pues ¿quién les amaestra a llenar un papel prescrito?, aunque sí mozalbetes. Y la falta de niños es la mayor falla del teatro. La falta de niños es falta de eternidad.

El último gran bastidor de fondo, el contrafuerte de la Sierra empezaba a nimbarse de estrellas, que, descorrido ya el telón de engañoso cielo azul, de que sólo quedaba, pálida reliquia del día, una hoz lunar, derramaban su entrañada luz propia. En el firmamento sin fondo —el empíreo de los antiguos— las constelaciones de siempre, y perdida entre ellas nuestra estrellita polar, la boquilla de la Bocina estelar y silenciosa. Y al recuerdo de aquellos dos versos del poeta mejicano Díaz Mirón: “Y era como el silencio de una estrella por encima del ruido de una ola”, retiróse uno a su celda —célula— a resoñar en las pintadas bambalinas de nuestra historia terrenal y en sus quemas y en sus derrumbes. Y en el destierro final de uno que será su entierro.

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