miércoles, 23 de agosto de 2017

En la Plaza Mayor de Salamanca

El Sol (Madrid), 18 de septiembre de 1932

Feria provinciana, en la ciudad después de una buena cosecha en el campo que la circunda. En el ferial, pasado el puente romano sobre el Tormes —ahora en estiaje—, el ganado. Los campesinos invaden la ciudad; van a los toros, a las corridas de feria, a volver a ver los monumentos y la “historia natural” del Instituto. Después de la corrida el gentío se congrega en la plaza Mayor. En sus soportales, donde la muchedumbre adopta —nos solía decir Guerra Junqueiro— movimientos rítmicos, mosconeo y vaho de masa humana endomingada.

¡Esta plaza Mayor de Salamanca! Espacio —no fábrica— monumental anclado en el tiempo histórico, solar de memorias ciudadanas. El viento de la historia moderna —apenas dos siglos—acama en él recuerdos públicos, leyendas ya. Antes en este suelo, en tiempo de los Reyes Católicos y de los Austrias, gran plaza de ferial, de mercado, y en su centro la vieja iglesia románica de San Martín de Tours, la de los francos o franceses. Esta gran plaza de hoy, este vasto espacio monumental, se debió al primer Borbón de España, Felipe V, por quien se puso Salamanca, la del comunero Maldonado, a quien hizo decapitar el primer Austria. En un ángulo de la Plaza y en el arranque de un arco, en letras rojas, sanguíneas, esta fecha agorera: 1788, víspera de la Gran Revolución que decapitó a Luis XVI. Ciñen y coronan el cuadro churrigueresco de la Plazas las pétreas flores de lis borbónicas recortándose, como si hitos, sobre el limpio cielo castellano. Y aquí vivió la ciudad nuestro gran siglo civil, el más henchido de popularidad española, el glorioso y maravilloso siglo XIX, el de la conciencia nacional, merced sobre todo a la guerra de la Independencia —en esta plaza resonaron ecos de Arapiles— y a las guerras civiles, ese siglo en que nació en España el nombre y la cosa de “liberal”. Todas estas plazas así solían llamarse de la Constitución. Aquí, en este monumental espacio, se pasearon Meléndez Valdés y Quintana, y Muñoz Terreros. Aquí también fue muerto, de cornada, el diestro Pedro Romero. Aquí le envolvió a uno en aclamaciones de bienvenida el mocerío estudiantil y obrero cuando volvía del destierro dictatorial, y aquí, a son de campana del concejo, proclamó la segunda república española. Este es el corazón, henchido de sol y de aire, de la ciudad, el templo civil sin otra bóveda que la del cielo. Y el relicario, ¿de qué creencias?

Ahora toda esta muchedumbre provinciana, no ya resignada a vivir, sino contenta de la vida. Cada vez que se sumerge uno en gentío, y sobre todo en gentío de fiesta —toda fiesta es oración—, piensa si no perdemos todos nuestras sendas almas individuales, si no cobramos una como inmortalidad común —comunidad inmortal— en la historia que pasa, gracias a esta sumersión. Un comunismo espiritual. Nadie piensa en mañana, que mañana es hoy, y hoy es ayer. Revivimos. ¿Contento de vivir? De estar viviendo; de estar. Estar viviendo no es simplemente vivir. ¡Estar! Este maravilloso y entrañable verbo estar, intraductible, y casi privativo del romance castellano. “Padre nuestro que estás...”, rezamos. No que es, sino que está. Su esencia existencial es estado; estado eterno. Se está y en Él nos estamos. Sin más que estar; casi sin ser.

Y a esta muchedumbre que se está, a gusto acorralada, en la gran plaza, que está a lo que se está, ¿qué es lo que así la rejunta y aúna?, ¿qué nos une a todos estos racionales mortales?, ¿qué sentimos en común?, ¿cuál nuestro sentido —no opinión— público?, ¿cuál el alma de la ciudad y cuál la de la patria? ¿Es que hay algo que nos religa —religión— a todas estas almas, y por debajo de ellas, y que sube de las entrañas soterrañas del solar? ¿Creemos algo en común?, ¿soñamos en común algo? Todos estos labriegos que se mejen con los menestrales y los burgueses en la plaza ciudadana, y que van a sacudir el señorío territorial, ¿se elevarán a una visión popular y civil más alta y más honda —desde más alto se ve más hondo— de la comunidad? ¿Oirán el vuelo de la alondra sobre los rastrojos, de la paloma sobre los encinares, del águila sobre las peñas? ¿Les hablará el Cristo de Cabrera de la inmortalidad de esta tierra? Todo ello un sueño del cielo. ¿Y después de después, al acabarse los siglos de los siglos? Después de después es antes de antes; es esto: nosotros sumergidos y fundidos en esta comunidad que se está viviendo en la hora, respirándonos las respiraciones, mirándonos a las miradas.

Sobre este lago de conciencias —la de uno una onda de él— flotaban recuerdos públicos, leyendas. Y creía uno oír sobre todo ello el leyendario, el mítico: “decíamos ayer...” de Fray Luis de León, el que creyó poder huir del mundanal ruido y la sombra de cuya alma se acuesta en el Tormes, allí, en las riberas de la Flecha, río arriba del puente romano. Decían ayer nuestros abuelos lo que dirán mañana nuestros nietos, el eterno cuento de nunca acabar. Y es que nietos y abuelos son uno, que ni vive el recuerdo sino en la esperanza ni vive la esperanza sino en el recuerdo, pues esperanzas de recuerdos —ayer—que se hacen recuerdos de esperanzas —mañana— son la vida eterna en el tiempo irrevertible.

En estos casos, cuando el alma se le hunde en pueblo, suele uno —español de raíz a copa—preguntarse: ¿qué cree este pueblo?, ¿qué creemos en él y con él?, ¿qué esperamos? Y al punto se nos llega el Tentador y nos invita a la tercera manera de silencio que dijo aquel recio aragonés que fue Miguel de Molinos, al silencio de pensamientos, en que se consigue interior recogimiento. Y con palabras del mismo Molinos nos dice que “el camino para llegar a aquel alto estado del ánimo reformado, por donde inmediatamente se llega al sumo bien, a nuestro primer origen, es la nada”. Mas cuando así nos embiste la tentación ibérica nos la sacudimos diciendo: “¡Señor, sigue soñándonos!” Que después de todo, la eternidad histórica es un “sancti-amén”.

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