jueves, 10 de agosto de 2017

Junto al arroyo

El Sol (Madrid), 31 de julio de 1932

Sacudiendo la siesta de bochorno canicular y a falta de las antaño llamadas “imperiosas vacaciones del verano”, vaya uno a vacar y a vagar por el viejo Madrid provinciano y municipal en busca de recuerdos engendradores de esperanzas. Y a descubrirlo. Porque le fue un descubrimiento el de aquella Plaza, hoy del Marqués de Comillas, antes de la Paja, que se tiende detrás de la iglesia de San Andrés. No cree uno haberla antes visto nunca, pues ¿cómo, si no, haberla olvidado? Y allí la Capilla del Obispo, en aquel palacio señorial, sereno, con su noble galería que atalaya la plaza que baja en vertiente a la calle de Segovia, cauce urbano afluyente al Manzanares, donde se tiende la puente segoviana. ¡Qué bien se llamó arroyos a los cauces de las calles populares! ¡Y la frescura de las voces del arroyo! En el fondo bajo de la Plaza uno de esos huertos murados que ponen su verdor entre las piedras de las calzadas.

La plaza inspiraba sosiego. Sentados en unos bancos, fuera del bullicio de las vías por donde trajinan tranvías y autos ―esos autos que suelen llevar a algunos que, atacados de topofobia, van huyendo de todas partes―, en aquellos bancos descansaban mortales que nada esperan, y alguno acaso cansado de tener que descansar. En uno de los bancos una madre joven, novicia en maternidad al parecer, recogía en su regazo a un niño que dormía, y la madre, inclinando la cabeza, dormía también. Eran dos sueños conjugados, y madre e hijo soñaban, de seguro, lo mismo: reposo. Y las bocas dormidas sonreían en sueños.

De la Plaza de la Paja entróse uno en la del Alamillo, más que plaza un callejón sin salida, enteramente lugareño. Unos arbolitos entecos. En medio de la plazuela cerrada jugaban a las cartas ―una baraja mugrienta―dos lugareños. Y otros seguían, como mirones, el juego. Y ninguno de ellos pareció conocerle a uno, ¡gracias a Dios Padre! ¿Popularidad? Bah, lo apetecible es pueblería, no plebeyez. Poder mejerse a la muchedumbre, al pueblo, como uno de tantos, como un pueblero más, desconocido y sin nombre. Sin ese nombre que suele pesar tanto. Tanto como uno se pesa.

En aquella Plaza del Alamillo, sin más salida que la entrada, se le vino a uno a las mientes lo de: “en un lugar de la Mancha...”, y al hilo del ensueño lo que habría sido la infancia de Alonso Quijano el Bueno, esa infancia que es el misterio de la quijotería española. ¿No es Madrid un lugar? Se le siente cuando a la hora del alba se ve cruzar un rebaño de ovejas por ese cordel de la mesta que es el Paseo de la Castellana. Que todo eso no es la Puerta del Sol con su reló gubernativo ―y gubernamental― que da las horas oficiales. En el callejón cerrado del Alamillo las horas no dan, sino que se deslizan. ¡Aquel reló de la torre de la iglesia de Urruña, en tierra vascofrancesa fronteriza, con su letrero de “Omnes feriunt, ultima necat”! ¡Todas hieren, la última mata! Recuerdo que le llevó a uno a remembrar las tardes estivales del destierro de París, cuando se iba a cocer soledades en aquella placita de los Estados Unidos, junto a la pensión de paso, o a estrujar dulzor de recuerdos lejanos ―¡Plaza Mayor de Salamanca!― en aquella Plaza de los Vosgos, sin autos ni tranvías para nietos y abuelos, donde murió el abuelo Víctor Hugo.

Se baja de la Plaza de la Paja, se cruza el arroyo ―seco― callejero de Segovia, y al subir a la de la Cruz Verde, otro descubrimiento: aquella fuente mural y modestamente monumental rematada en dos delfines, que escoltan a una matrona mítica cualquiera y con una lápida de la que se han arrancado las letras que le hacían decir cualquier cosa, como si no bastase lo que el agua al correr, cuando corra, diga. Y allí, al lado, la calle de la Villa, no de la Corte, villa de nobles villanos, villa provinciana, de provincia capital vencida por España y a España entregada y de corazón rendida.

Salióse uno luego a la calle mayor, arteria que fue entre la Villa y la Corte, y por esa calle fluye caudal del pueblo. Gente que baja hacia la puesta del sol ―desde la Puerta del Sol― a refrescarse la vista con el verdor de la Casa de Campo, y entre esa gente, parejitas atortoladas. Y le refrescan a uno la vista ellas, las muchachitas, en atavío veraniego y ligerito, y hace que al cruzarlas se sienta el ritmo de su respiración y el vaho tibio de su transpiración. Tibio pero a la vez, por íntimo y paradójico contraste, fresco, con frescor de rocío mañanero. Que también el botijo, tan popular y tan pueblero, trasmana frescura al sol. Un hálito de alegría contenida y dulce, de contento de vivir mocedad. Y un aire de bienestar que no se sentía antaño. Y es que el tenor de vida de los bajos, de los humildes, se ha alzado mientras ha ido bajando el tren de vida de los altos, de los altaneros.

¡Ay, aquellos años de las melancolías estudiantiles de uno, hace medio siglo ―en la llamada Restauración―, en este Madrid que ya uno, en la puesta de su vida, empieza a descubrir! Fuera de los bulevares y su bullicio mecánico y de esas grandes vías americanizadas, en viejas plazuelas provincianas y municipales, lugareñas, va uno espiando miradas de niños ―¡cosas de abuelo!― por si columbra en ellas algo del misterio quijotesco de Alonso Quijano el Bueno, el del lugar de la Mancha. Y el otro mayor misterio: el de la niñez de Don Quijote, como tal Don Quijote, que también la tuvo. Y piensa uno si el pastor que conduce su rebaño por la cañada de la mesta que es el Paseo de la Castellana, al rayar el alba de Castilla, no descenderá en linaje de aquellos cabreros que oyeron encantados al caballero.

Yendo por las calles y callejas, junto a lo que se llama el arroyo, para sentir en pueblería, íbase uno tramando, lápiz en mano, notas para este comentario. Dios se lo pague al pueblo municipal.

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