lunes, 7 de agosto de 2017

Pan y toros

El Sol (Madrid), 17 de julio de 1932

A.—Pues veo, amigo mío, que no le preocupa a usted mucho ese malestar creciente. ¿No cree que estamos expuestos a graves conflictos?

B.—No creo que el malestar sea creciente. Y en todo caso lo peor no es un malestar que es un mal-estado, lo peor es el mal-ser. Usted sabe la diferencia que va de ser a estar, de ser malo o ser borracho a estar malo o estar borracho. La esencia es lo grave, no el estado. Y en cuanto a ese malestar se cura con paciencia..., con un “¡alto!”, esto es: “¡tente!”

A.—No, no, no; hay que obrar con energía, con urgencia...

B.—Urgencia no es energía. Hace falta más energía para contemporizar que para precipitarse. ¿Es usted padre?

A.—Desgraciadamente, no, señor.

B.—Los niños, sobre todo los niños mimados, suelen despertarse a las veces con una cierta tensión nerviosa a que tienen que dar escape. Necesitan llorar, pero en vez de llorar buenamente, porque sí, porque se lo pide el cuerpo, intentan un pretexto. Piden una cosa a sabiendas de que no se la darán, y si se la dan, piden otra, y al cabo la luna. Y como no se la dan rompen a llorar. No arman la llorera porque no se les haya dado la luna, sino porque el cuerpo les pide la llorera. Pero se pasa la rabieta y todo vuelve a su cauce. ¿O es que cree usted que hay niño que tenga ganas de luna? ¿Verdaderas ganas de verdadera luna?

A.—Como no sea lunático...

B.—O histérico. Que las más de las veces no es sino mimado. O dicho de este modo, mal educado. Y si sirviera decirle: “allí tienen la luna; cógela!” Mas no sirve.

A.—Pero bueno, aparte de esto; ¿no observa usted en éstos y aquéllos, en los de acá y en los de allá, en los de un bando y en los otros... una nerviosidad, un malestar, un desasosiego peligroso?

B.—¿Y no cree usted, amigo mío, que hay quienes juegan al malestar? ¿No cree usted que hay no poco de deporte? ¿No cree usted que, sobre todo después de la tragedia de la Gran Guerra, se ha formado en todo el mundo una especie de imaginación catastrófica, y que hay mucha, muchísima gente, que asiste a la historia que vivimos como si fuese una película emocionante? ¿No ha oído usted alguna vez esta frase fatídica: “¡Es un asco! ¡Aquí no pasa nada!” Piden hule. Y la paz les aburre.

A.—¿Y no le recuerda a usted, amigo mío, esto lo del panem et circenses de los romanos, nuestro: pan y toros?

B.—¡Y si viera usted lo bien que está poner el toros, el circenses, los gladiadores del circo, la diversión, y la diversión trágica, sangrienta, junto al pan! Porque tan de primera necesidad como el comer es para un pueblo divertirse, y divertirse a su manera. Usted sabe los motines que se arman en los villorrios cuando se les prohíbe una capea. La cultura de un pueblo se conoce más que por su modo de producción por su modo de consumo. Hay un consumo de diversiones también.

A.—¿Quiere usted decirme que un pueblo que consume diversiones trágicas, cruentas, es inculto?

B.—¡Ni mucho menos! La tragedia es una necesidad popular. Y no sólo la tragedia representada, teatral, sino la otra. Y tengo para mí que es esta hambre de tragedia la que ha llevado a nuestro pueblo tantas veces a la guerra civil, de la que aquel Romero Alpuente —¡qué castizo!—dijo que era un don del cielo. Necesitamos reñir unos con otros. Por lo cual creo que en vez de estar discutiendo ocho, diez, veinte horas, para venirse a las manos, sería mejor en muchos casos empezar por la refriega manual y resolver luego el pleito en un cuarto de hora...

A.—Y acaso resultaría que estaban de acuerdo...

B.—¡Pues claro! Y si viera usted, amigo, aparte de la gimnasia, lo que ayuda una refriega así a conocerse...

A.—¿A conocerse... cómo? Cada uno a sí o uno al otro?

B.—Nadie se conoce a sí mismo si no conoce al otro. Sólo a través de los otros se conoce uno a sí. Porque lo de replegarse uno en sí mismo como un cartujo, en la soledad, y vivir en perpetuo examen de conciencia es el modo de olvidarse de sí mismo, de vaciarse de sí mismo, de despegarse del propio ser.

A.—¡Y esa si que ha de ser tragedia!...

B.—Hay otra peor, y es la que podríamos llamar autofobia, el temor a sí mismo. El temor a la responsabilidad de sí mismo. ¿Y no cree usted, amigo, que ese malestar de que hablábamos, ese estado de imaginación catastrófica, no obedece en gran parte al anhelo de escaparse de sí mismo, al terror de encararse con el propio vacío? La mayor parte de ese malestar proceda de falta de lo que se llama vida interior. Y sobre todo de no saber hacer de la vida exterior vida interior, de no saber apropiarse, ensimismarse la historia. ¡Qué pocos viven, lo que se llama vivir, la vida pública! ¡Qué pocos viven el papel que en ella les toca llenar! A lo sumo algún desesperado...

A.—Querrá usted decir algún pesimista...

B.—No hablemos de eso porque ya las gentes llaman pesimista, como llaman escéptico, a cualquier cosa. Hace falta una gran disciplina mental —que no es, ¡claro está!, disciplina de partido— para interiorizarse, mejor, para intimarse la vida pública, para hacerse conciencia propia individual la historia en que nos piensa Dios...

A.—De modo que el mal...

B.—Tiene raíces religiosas. O irreligiosas, que es igual. Y aquí, entre nosotros, la que llamamos crisis es una crisis de fe, y de fe religiosa. El español medio ya no sabe para qué ha de vivir como español. Y es que no sabe para qué es España. Mas como esto nos llevaría muy lejos, y acaso a abismos tenebrosos, vámonos allá, a ver si hay hule...

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