miércoles, 30 de agosto de 2017

Vicios propios de los españoles

El Sol (Madrid), 16 de octubre de 1932

“¿Qué quiere usted? —me dijo encogiéndose de hombros—; éste es un país imposible, de niños gastados y donde la gente se muere de sueño”, y al oírle le miré a los ojos y sentí escozor en el meollo del espinazo. ¡Morirse de sueño! —pensé—, no de de hambre, ni de sed, ni de asco, ni de dolor, ni de aburrimiento, ni de cansancio, sino de sueño, y de sueño de dormir, ¡no de sueño de soñar! ¡Que la vida, y con ella la muerte, sea sueño, pase!, ¡pero que sea dormida!... Y en seguida me acordé de aquel pasaje del libro de la Agonía del tránsito de la muerte, publicado en 1544, del casticísimo escritor toledano Alejo Venegas, donde nos dice que los que están a la puerta de poder ver a Dios, en trance de morir, “no es razón que se duerma”. Por lo que aconseja que para curar “este sueño profundo, que los médicos llaman Jubet”, se le ate al moribundo “fuertemente con unas vendas los muslos y donde a poco abajar las ataduras a las pantorrillas y fregarle las piernas con sal y vinagre y ponerle a las narices ruda y mostaza molida”... y “echarle a cucharadas por la boca euforbio trociscado, que tienen los boticarios, e por no dejar remedio alguno, travarán un lechón de la oreja para que gruña a los oídos del flemático soñoliento”... Basta.

Pero... Vicente Medina, siglos después, cantó: “No te canses, que no me remuevo; / anda tú, si quieres, y éjame que duerma, / ¡a ver si es pa siempre!... ¡Si no me espertara!… / Tengo una cansera!…” Y el pueblo, anónimamente, había cantado: “Cada vez que considero / que me tengo que morir, / tiendo la capa en el suelo / y no me harto de dormir.” ¡Morir de sueño!

Y el mismo Venegas, en el mismo libro, tratando de “los vicios propios de España, de los cuales tienta el diablo a los españoles, ni han de pasar del monte Pireneo adelante, ni del estrecho de Gibraltar”; es decir, de nuestros vicios, “demás de los otros que son generales a todos los hombres”, decía que son cuatro. ¡Y menos mal al menos  “El primero es el exceso de los trajes...” “El segundo vicio es que en sola España se tiene por deshonra el oficio mecánico, por cuya causa hay abundancia de holgazanes y malas mujeres... los cuales, si no tuviesen por deshonra el oficio mecánico, allende que represarían el dinero en su tierra que para comprar las industrias de las otras naciones se saca, se excusarían muchos pecados.” “El tercero vicio nasce de las alcuñas de los linajes”... “El cuarto vicio es que la gente española ni sabe ni quiere saber... Deste vicio nasció un refrán castellano, que en ninguna lengua del mundo se halla si no en la española, en donde solamente se usa, que dice : Dadme dinero y no consejo.”

¡Vaya con Alejo de Venegas, uno de aquellos a quienes leyó Santa Teresa seguramente, el toledano del XVI, y cómo acuñó tópicos que habían de correr los siglos posteriores! No debió de haber salido mucho ni despacio de su tierra. No debió de haberse preguntado si el tener por deshonra el oficio mecánico no provendría de que este oficio no daba, “no podía dar” de comer a todos los que paría España y que sería inútil represar un dinero que no valdría en las naciones industriosas; si la holganza no provendría de una pobreza radical de la tierra y no la pobreza de la holganza. Y en tiempo de Venegas y después de él, ¿no ha sido muy nuestro el dormirnos en la suerte que es dormirse a morir? Ni se preguntó el toledano, el que tanto sabía, si el no saber ni querer saber más sus coterráneos y contemporáneos no sería porque sentían de antemano la vaciedad de todo saber que no les diese una última finalidad de vida. Que aquí, en el sentido del “para qué” está el toque.

Pues este mismo Alejo Venegas, en la Breve declaración de las sentencias y vocablos oscuros que en el Libro del tránsito de la muerte se hallan, nos dice: “Acuerdóme aquí de lo que dijo un día Atanasio, el menor de los hijos de casa. Diole un dolor de ijada, y él, como era tan niño, no sabía qué cosa era ijada, y después de haberse hartado de llorar y de decir: “¡ay que me duele, ay que me duele”, dijo con un gran descuido a su madre: “Señora, ¿adónde me duele que me duele mucho?” Y bien con haberle dicho su señora madre que en la ijada, no le habría dicho nada. Como no remedian los médicos una enfermedad con sólo ponerle un nombre. No cuando el pueblo dice que adonde le duele que le duele mucho, se arregla el dolor con hablarle de la holganza y de la ignorancia.

“¿Es que se arregla más —se nos preguntará— con declararle la raíz última de sus males y cómo ha de acomodarse a ellos?” En aquellos tiempos de Alejo Venegas, en que los pobres españoles —¡ pobres, pobres, pobres !— sentían que el entregarse a oficios mecánicos les era como sacar agua del pozo con un cedazo y que no represarían un dinero que no valdría nada fuera de España —ni dentro de ella— y sentían que los consejos que les daban no aclaraban el sentido y fin de sus vidas; en aquellos tiempos el ansia de vivir, o mejor, el ansia de sobrevivir, les dio un ensueño, les dio un consuelo de haber nacido a morirse. Y holgazanes e ignorantes se dieron a soñar una patria última y definitiva. Y este ensueño, por maravilla, les hizo trabajar en él, en el ensueño, y estudiarlo. Y así, si es que se murieron de ensueño, de soñar, no se murieron de sueño, de dormir. A pesar, siglo después, de Miguel de Molinos, el de nuestra castiza nada, el del quietismo, el del silencio de pensamiento, el aragonés tan nuestro.

Sí, ya lo sé, ya lo sé; ya sé que a algún lector se le encabritará el ánimo ante semejantes crudas revelaciones y hasta me echará en cara, en reproche, el que las largo deteniéndome en un desmesurado saboreo de ellas y de su picor; pero es que, lector, me está desazonando el observar cómo se hinchan ilusiones de un porvenir de riqueza y de sabiduría y de bienestar, en una España renovada por arte mágica. ¿Que mejoraremos?, ¿quién lo duda? Pero hay que poner tope a las ilusiones. Y sobre todo hay que pensar para qué; esto es: en el para qué del para qué; para qué fin —esa mejoría—. Y si no es mejor el opio —que dijo Lenin— de morir dormido.

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