sábado, 26 de agosto de 2017

Visiones y palillos

El Sol (Madrid), 29 de septiembre de 1932

Preocupado uno con eso de los incendios de templos y otros actos así de salvajería, he aquí que le llegan las revelaciones atribuidas a la Madre María Rafols, fundadora de la Orden de Santa Ana, escritos que se dice, el uno hecho en Villafranca del Panadés, el 19 de abril de 1815, y el otro en Huesca el 1 de julio de 1836. Los edita un jesuita de Zaragoza. Fue hechura de ellos, de los jesuitas, la Madre Rafols. Uno de éstos bendijo el milagroso crucifijo de la visionaria, y le aplicó “muchas indulgencias”, lo que nos hace recordar la causa ocasional del estallido de la Reforma luterana. A la Madre María Rafols se le aparecía de cuando en cuando Cristo; pero no el Jesús de Santa Teresa, que era de visión intelectual y no visible y era mudo. Este otro es, como el de Margarita María de Alacoque, un Cristo parlanchín, que larga parlamentos untuosos y almibarados. Y en ellos le revelaba a la M. Rafols lo que habría de ocurrir un siglo después, ahora, de 1931 en adelante. Le anunció el Cristo que sus revelaciones aparecerían en estos nuestros tiempos. Que Pío XI —¡así!— establecería la fiesta de Cristo-Rey. Que el escrito de su sierva oyente sería encontrado en enero de 1932. Que la época de persecución empezaría abiertamente en el año 1931, cuando habría de empezar su Reinado en España. No el reinado del Cristo, cuyo reino no es de este mundo, sino del Sagrado Corazón de la Compañía. Que las mujeres habrían de usar vestidos impúdicos. Que se habría de quitar “de la vista de sus pequeñuelos su imagen” y se prohibiría enseñarles su “doctrina divina”. Y además, ¡es claro!, le revelaba ese Cristo a la M. Rafols que quería que no hubiese en España ni provincia, ni pueblo, ni aldea, ni individuo en que no reinara el consabido Corazón S. J., consagrado en cátedras y oficinas, y representada su insignia “hasta en la bandera de mi amada España” —le dijo—, pues “Él es el que me está dictando todo lo que escribo”, se lee en el escrito que por inspiración divina había de encontrarlo en el Archivo del Hospital de Zaragoza una de las hijas de la Orden de Santa Ana el 29 de enero de este año. Y basta de referencias.

El Jesús invisible de Santa Teresa de Jesús no se entretenía con ésta en tales parlamentos, ni le hacía vaticinios agoreros. Verdad es que en aquella época, que era la de los alumbrados y visionarios, la Inquisición andaba muy despierta para ahogar materializaciones y milagrerías mágicas. Fue mucho más tarde, hace cosa de un siglo, cuando se le quiso hacer de agorero al corazón de la santa, que se ofrece a la veneración de sus devotos en el convento de Alba de Tormes, donde ella murió y se conserva su cuerpo. Y fue que en el fondo de la ampolla de cristal donde, montado en unos alambrillos, está ese corazón, apareció, en días de persecución al clero regular, una que dijeron espina, y tiempo después otra, y luego otra, y así unas pocas; no recordamos su número. Y empezó a resonar entre la gente beata el milagro de las espinas del corazón de Santa Teresa. Las vimos muchos y se sacaron fotografías de ellas y se reprodujeron en estampa. En el archivo de esta Universidad de Salamanca se conservaba un divertido escrito de una comisión de doctores que fue a informar sobre semejante milagro, y a la que, ¡claro!, no se le permitió sacar las tales espinas de la ampolla para analizarlas. Aquel naturalista que fue D. Manuel M. José de Galdo, muy mentado un tiempo, salió conque debían de ser unas fungosidades brotadas del poso de polvillo cardíaco. Aquel Francisco Fernández Villegas, “Zeda”, escribió, por su parte, que acaso por falta de fe no logró verlas cuando las vimos todos los que las miramos, entre ellos el que os dice. En los libros que sobre su Santa escribían los carmelitas se encarecía y comentaba el espinoso milagro.

Y quién sabe si ahora no habrían aparecido algunas espinas milagrosas más a no ser por cierto paso que dio la Orden del Carmelo para que se reconociese por Roma el milagro y hasta se hiciese mención de él en el correspondiente rezo canónico. Roma encargó información al ordinario, al prelado de la diócesis de Salamanca, que a la sazón lo era el P. Cámara, agustino. El cual se fue a Alba de Tormes, entró en clausura, reunió a la comunidad conminándola a decir la verdad, y sacó de la ampolla el corazón y con él unos palillos mondadientes. Y entonces las ingenuas monjitas declararon que había sido costumbre de personas devotas de la Santa llevarse objetos de culto ―estampitas, escapularios, medallitas, rosarios...― tocados con el corazón, y como el toque inmediato apenas era hacedero, se tocaba a aquel con un palillo mondadientes, y luego con éste al amuleto para transmitirle la virtud mágica, y que en algunos casos el mágico palillo trasmisor se caería al fondo de la amipolla convirtiéndose así en espina milagrosa y agorera. Hizo el prelado limpiar la ampolla y mondarla de mondadientes, y reponer, ya sin ellos, el corazón y recoger las fotografías y estampas del milagro y publicar en el boletín eclesiástico de la diócesis un muy cuidado documento para dar fin y quito a la superchería y que no se hablase más de ella. No sabemos si de no haber venido la orden de Roma habría hecho lo de aquel otro obispo, éste de Plasencia, e integrista él, que, al enterarse de que había surgido una monja milagrera, exclamó: “¿Cómo?, ¿milagros en mi diócesis y sin mi permiso? Los prohíbo, y si siguen es que son del demonio.” Y no siguió la milagrería monástica.

Dícese que van a reanudarse las visionerías de Ezquioga. ¿Será que los padres de la Compañía, los del fantasma parlanchín de las M. M. Alacoque y Rafols quieren, a fuerza de milagros de magia o tramoya, llegar a que su “insignia” campee en “la bandera de su amada España”?

¿Y qué relación tiene todo esto con mozos petroleros y pistoleros y con estanislaos y luises? Ah, es que con magia milagrera, con supercherías de fetiches y amuletos, a que acaso se apliquen indulgencias, con visiones y audiciones histéricas, con agüeros y hechicerías, no se alumbra, sino que se entierra y entenebrece el misterio de la religiosidad. Ni una religión así, materializada, de ojos y oídos de carne, es tal religión ni cosa que lo valga. Ni tiene que ver con el Cristo espiritual, cuyo reino no es de este mundo de la Compañía.

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