viernes, 1 de septiembre de 2017

Entre Aquiles y el Cid

El Sol (Madrid), 30 de octubre de 1932

En el poema homérico se nos cuenta de cómo Ulises, en su odisea, bajó al reino soterrado de los muertos, de las sombras de los que habían de veras vivido, y de cómo evocó la de Aquiles, y al presentársele, el héroe le saludó como a rey de los muertos, a lo que éste le respondió que es mejor que ser rey de los muertos ser lo peor que pueda serse en el reino de los vivientes. Y que lo peor que puede a uno caberle en suerte en el reino de los vivientes es ser criado de amo labrador pobre. Amo de labranza pobre, diremos que es igual que amo pobre de labranza. Lo peor en esta tierra es ser labriego a servicio y sueldo de labrador. De pobre pegujalero que necesita brazos de alquiler, de pequeño propietario, de arrendatario o colono que tiene que empeñarse para pagar la renta. Y ésta ha sido la tragedia en las mesetas centrales de este reino —ahora república, y es igual— de los pobres vivientes españoles. Cuya suerte no sabemos si envidiará la sombra del Cid Campeador, el que iba por la cuenca del Duero reclutando desesperados para que saliesen de miseria y lacería con el botín arrancado a los moros de las ricas huertas de Valencia.

Lo que nos hemos acordado de las palabras de Aquiles y de otras del Cid ahora en que ingenuos creyentes en la virtud de una reforma agraria —de una cualquiera— parecen esperar que ésta corregirá una... llamémosla injusticia de la suerte. O del destino. Porque hay en esta pobre, pobrísima tierra de nuestros vivientes algo peor que ser criado de amo de labranza pobre, y es, dejando de ser criado, jornalero, pretender sacar harina de las peñas, que a lo más sirve para muelas con que se muela el centeno. Por lo que se comprende que muchos de esos pobres vivientes quisieran no tierra sino jornal, y el más alto posible. De la tierra saben ellos que se saca para darles el jornal; pero saben también que ellos, los pobres jornaleros, no podrían sacar de ella, por sí mismos, el jornal que sus pobres amos les tienen que dar aun a costa de agotar sus reservas y arruinarse.

¿Que hay tierras ricas? ¿Que hay, por lo tanto, amos ricos de tierra? Sin duda, y aquí viene lo de los grandes terratenientes, lo de los latifundarios, envuelto ya en fábula y leyenda. Y aquí cuadraría decir algo de la famosa ley de la renta, del famoso economista Ricardo, que fueron él y Malthus los principales inspiradores de la doctrina teórica del socialismo de Carlos Marx. Y después de decir algo de cómo en una comunidad económicamente solidarizada esa renta natural que rinden a quienes las trabajan esas tierras más ricas, tendría que ir a sostener decorosamente a los que se condenan o los han condenado a trabajar las tierras que no pueden mantener a sus trabajadores. Suprimid los grandes terratenientes; confiscad o expropiad sus tierras a los grandes señores, y llegad a la distribución de sus rentas entre todos los trabajadores de la tierra, y entonces veréis cara a cara la realidad y lo que son las desigualdades naturales de los hombres y de las tierras. Y entonces veréis cómo nuestro Aquiles, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, el de la áspera y enjuta cuenca del Duero, veía claro el trágico problema cuando llevaba a los pobres pecheros castellanos a que viviesen de la presa arrancada a la renta natural de los ricos moros huertanos de Valencia.

Luego aquellas altas tierras del Duero, y las del Tajo, y las del Guadiana, se despoblaron en gran parte, pues iban los descendientes de los mesnaderos del Conqueridor a conquistas en Flandes, en Italia, en las Américas. Para que luego sus más remotos descendientes, los más cerca de nosotros, los de nuestros tiempos, sin Valencias, sin Países Bajos, ni Italias, ni Américas que conquistar, se pusiesen a talar los montes donde medraban ganados, los de aquellos rabadanes de casta celtibérica que por cañadas y cordeles de la Mesta guiaban sus rebaños desde las navas de Extremadura hasta las montañas de Asturias y León, y vuelta a volver. Talaron los montes para romper páramos, porque los pobres se propagaban de manera abrumadora, y la vida pastoril no tolera tanta propagación. Las vacas, las ovejas, las cabras y hasta las conejas se comen a los hombres que han de comer de ellas. Y cuando les sustituyen los hombres se comen éstos los unos a los otros, y vienen luchas, no de clases —¡ qué clases ni qué ocho cuartos !—, sino de oficios —labradores, de Caín, y pastores, de Abel—, de gremios, de regiones, de lugares o términos municipales, y de asociaciones, sindicatos y clientelas proletarias entre sí. Que todo es por la prole, y proletarios todos.

Dice el versillo 28 del capítulo I del Génesis bíblico que “los bendijo Dios y díjoles Dios: Creced y multiplicaos, y henchid la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces de la mar, y en las aves de los cielos y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra.” Y al crecer y multiplicarse y henchir España, los españoles no pudieron ya señorear lo debido a los peces, y a las aves, y a las bestias, y entraron en lucha —y no de clases, otra vez— unos con otros. Y cegados por la ilusión engañosa de la renta jurídica, personal, del tributo que había que pagar al amo, no vieron la renta natural, real, la preeminencia de la tierra rica sobre la tierra pobre, de la huerta sobre el páramo, ni vieron el tributo que hay que rendir a la suerte, que suele ser muerte. Y los pobres criados de amos labradores pobres empeñados, a los que envidiaba el rey de los amos muertos, Aquiles, creyeron que podrían mejorar de suerte acabando de arruinar a sus pobres amos para igualarse todos en pobreza. Que es a lo que lleva la tragedia de la prole.

Y tendrán que sentir, para luego comprender, ante el pavoroso problema de la distribución, no de riqueza, no de renta, sino de población, de prole, que no está el remedio en arruinar a los dueños de tierras pobres, sino en empobrecer a los trabajadores de tierras ricas, dueños o no de ellas, para que no vivan de hambre —que es peor que morirse de ella— los que se propagan en tierras pobres. Y si resucitase el Cid y predicase una nueva cruzada —¡lo que tapa la cruz!— para ir a medrar del botín de los naturalmente ricos, de los que heredaron y trabajan tierras ricas, tampoco lograría hoy mucho; pero lo llamarían de seguro comunista y echaríanle en cara que propugnaba la tiranía del Estado, sostén del crédito. Que el Estado —monárquico o republicano—, Providencia civil, tiene a las veces que empobrecer a prorrateo a los ciudadanos para poder subsistir él en su unidad integral. Y que las reformas —de forma— de casi nada sirven sin refundiciones —de fondo— que pongan a un pueblo de cara a su fundamental destino. Y que el peso de la refundición agraria recaería al cabo sobre las regiones a que se cree que la reforma afecta menos. Y que entre los “trabajadores de todas clases” que somos constitucionalmente los españoles, los hay de varias clases, en efecto, como las tierras y según ellas. No en el sentido mítico que el término clase ha cobrado en el socorrido tópico de la “lucha de clases” del marxismo, que tan proletarios son los llamados burgueses como los otros, sino en el sentido rigurosamente histórico y natural a la vez.

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