martes, 12 de septiembre de 2017

La ciudad de Henoc

Ahora (Madrid), 3 de enero de 1933

                                                              Y conoció Caín a su mujer, la cual concibió
                                                              y parió a Henoc, y edificó una ciudad y llamó
                                                              el nombre de la ciudad del nombre de  su hijo Henoc.
(Génesis, cap. IX, v. 17.)

“La historia del género humano es la guerra”, escribía hace poco al comienzo de un escrito Winston S. Churchill. Lo que nos recordó aquello otro de Treitschke de que la guerra es la política por excelencia. Y lo de nuestro Romero Alpuente, el “comunero” de hace un siglo, de que la guerra civil —o la revolución, que es igual— es un don del cielo. La cual, según la leyenda judeo-cristiana, empezó con el asesinato fraternal de Abel por su hermano Caín, que abrió la lucha de clases. Abel era, según ese mito, pastor, y Caín labrador, pero acaso sea más acertado decir que la raza o clase abelita, aquella de que Abel es símbolo, era la campesina, y la cainita era la urbana, la ciudadana, la murada, pues fue Caín quien, según el relato bíblico, edificó la primera ciudad, la de Henoc. Y en ella, en la mítica y simbólica ciudad de Henoc, empezó a organizarse la masa, a amurallarse, a someterse al mando de un jefe, de un mandón, cacique o déspota. Y a someterse para organizar batidas, guerras, revoluciones. ¿Y qué es lo que le llevaba a plegarse a disciplina bélica? ¿Hambre?, ¿gana de gloria?, ¿de libertad?, ¿de justicia?, ¿o qué? En el fondo, envidia, el sentimiento de masa, macizo, democrático, que lleva al hombre a doblegarse a servidumbre, el resorte de la servilidad. Y da vivas a las cadenas, y si rompe unas es para forjar con sus eslabones otras.

“Homo homini lupus”: “el hombre, un lobo para el hombre”, corre el consabido refrán. Pero acaso sea más al caso decir que “homo homini agnus” el hombre, un cordero para el hombre. Que no debió de haber comenzado la servidumbre y la tiranía, porque uno, el que se sentía tirano, sujetó al otro haciéndole siervo, sino porque éste, el que se sentía siervo, débil, se ofreció como víctima al otro, haciéndole tirano. Es la masa, que teme la responsabilidad, la que hace al mandón, es el rebaño el que hace al pastor, son las ranas las que piden rey a Júpiter. El instinto más hondo del hombre es corderil y no el lobuno. El hombre de masa, de clase, de sociedad si se quiere, apetece ser sometido. La libertad le es una carga insoportable; no sabe qué hacer con ella. Y forja la que Nietzsche llamaba “moral de esclavos”. Su fondo, el resentimiento, la envidia. Esa envidia —el “phthonos” griego— en que vio, con su clara mirada, Негódoto el fundamento de la tragedia de la historia. Y en que tan hondo caló, en tierras de Don Quijote, nuestro Quevedo.

La historia llamada sagrada por antonomasia, la mitología bíblica, nos enseñó que Caín mató a su hermano Abel por envidia de su virtud, de ser preferido por Jehová. Ah, pero es que la envidia suele ser, en cierto modo, mutua o recíproca; es que el envidiado suele darse a provocar la envidia del envidioso, a darle envidia; es que el perseguido busca que se le persiga; es que el atacado de manía реrsеcutoria incita a la manía perseguidora del otro. Es que en las democracias las masas de instintos rebañegos no hacen sino azuzar a los solitarios de instintos lobunos. ¿De qué parte está la envidia?

¡El solitario! Imposible vivir en soledad, y menos en la ciudad de Ur, en la ciudad, en la fundación de los pobres cainitas. Zaratustra, el de Nietzsche, se retiró solitario al monte; el Cristo, el del Evangelio, antes de emprender su misión publica, se retiró al desierto, a ser tentado por Satanás; huyó luego de las turbas cuando quisieron proclamarle rey, y murió al cabo solo, solitario, y de pie, colgado de un leño en cuya cabecera le nombró, por irrisión, rey un pretor romano. Y desde entonces inri —I. N. R. I.— esto es: “¡viva Cristo rey”! quiere decir burla, v. gr., “le han puesto el inri”. ¡Solitario! El verdadero es el anacoreta, el ermitaño; si se reúnen varios —“monachi”, monjes— fraguan comunidad de solitarios, monasterio, y surge Henoc, la ciudad cainita. Ni hay mayor incubadora de envidias que un monasterio; la envidia, en forma de acedia, es la roña monástica. ¡Aquel terrible drama de Verhaeren, el poeta belga, en un monasterio y en que sólo figuran varones, solitarios, es decir, solteros, sacudidos por la pasión monástica, cainita y abelita a la vez! Cuando Robinson Сrusoе dio en la playa de su isla desierta con la huella de un pie desnudo de hombre, dedos, talón, paróse como herido por un rayo —“thundertruck”—, escuchó y miró en torno sin oír ni ver a nadie, recorrió la playa y volvióse a su madriguera aterrado, confundiendo árboles y matas, figurándose cada tronco un hombre, lleno de antojos y de agüeros.

Aquel hombre que gustó todas las hieles y las heces de la pasión básica social; aquel hombre que fue encarcelado y perseguido por el Santo Oficio de la Envidia democrática —don Marcelino habló de la democracia frailuna española; aquel Fray Luis de León que ansiaba huir del mundanal ruido a seguir la oscura senda de los pocos sabios que en el mundo han sido; aquel hombre de cristiana libertad íntima que tan entrañables acentos encontró para imprecar e increpar a la ley cabezuda que, según San Pablo, hace el pecado; aquel anarquista agustiniano que sólo descansaba en contemplar la noche serena tachonada de estrellas, encontró en una fórmula suprema—en octosílabo—el lema de la inalcanzable perfección del hombre: “ni envidiado ni envidioso”. Ni aquejado de la envidia pasiva, la de buscar ser envidiado, ni de la activa, la de envidiar.

¡El desprecio —a las veces odio— que los grandes mandones, los grandes déspotas, han sentido por sus mandados, por sus dominados! Así suelen vengarse los que se ven forzados a oprimir a los que, por envidia, piden opresión. Y la piden todas las masas rebañegas que reniegan de la libertad en rendición a la disciplina. Atacadas de manía persecutoria colectiva, de envidia demagógica pasiva, la de creerse y quererse enviados, reniegan de la libertad para poder perseguir—con achaque de defensa—, pues la envidia pasiva se hace activa. “Y muera el que no piense igual que pienso yo.” Que no piensa.

Todas estas sombrías reflexiones sobre el lecho tenebroso de la sociabilidad civil humana, de nuestra Henoc, me las he hecho no sé bien desde cuándo, acaso desde que tenga uso de razón civil, que me apuntó en medio de una fratricida guerra civil —toda guerra es civil y arranque de civilización—; pero se me han enconado ahora en que se encona la lucha y sentimos a los campesinos, a los abelitas, con sus lobos y sus jabalíes, y de otro lado a los ciudadanos, a los cainitas, con sus perros y sus puercos, y que todos son unos, Y al ver que al Cristo, que murió por todos, por los unos y por los otros, solitario y de pie, se le vuelve a poner, por los unos y por los otros, el inri. Y al meditar que la descansada vida del que huye del mundanal ruido no es sino huir de la vida hacia la muerte, único descanso final y acabado.

“¡Ni envidiado ni envidioso!” Pero, Dios mío de mi alma, hay que vivir en sociedad y perpetuarla, y para ello hay que vivir —¡terrible sino!— envidiado y envidioso.

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