miércoles, 18 de octubre de 2017

Dostoyeusqui, sobre la lengua

Ahora (Madrid), 16 de junio de 1933

¡Hoy viernes, día 9, gracias a Dios! Gracias a Dios que con esto de la crisis de Gobierno y acaso de Parlamento, se limpia uno de ciertos malsanos escozores y rompiendo cuartillas ya escritas en que aparecen efectos del sarpullido, se cuida de volver, sin esperar a que la crisis se resuelva —abriendo otra— a regiones más serenas. Terminaba mi anterior Comentario, el de “Los hombres de cada día”, diciéndoos, lectores, que iba a releer el Diario de un escritor, del profeta Dostoyeusqui. Y así lo hice. Y ahora en vez de comentar pasajes de ese Diario que me llevarían a derrames de malhumorada amargura, quiero detenerme en uno en que hablaba de la lengua, de la lengua rusa descuidada y estropeada por los rusos —sobre todo aristócratas—, turistas en el extranjero, empeñados en hablar una jerga afrancesada, que no francés. Lo que dice en ese pasaje Dostoyeusqui no es muy original en cuanto a concepto, pero lo es en cuanto a expresión, y la ver-dadera originalidad no estriba en el concepto, sino en la expresión. No se crean ideas, sino expresiones. Y vengamos al pasaje que, desgraciadamente, he de traducirlo de una traducción francesa, pues no sé ruso.

“La lengua es, sin duda, la forma, el cuerpo, la envoltura del pensamiento —inútil explicar por el momento lo que es el pensamiento.” Así escribía el profeta ruso, y yo digo que la lengua no es la forma, el cuerpo o la envoltura del pensamiento, sino que es el pensamiento mismo. No es que se piense con palabras —u otros signos, como los pictóricos y los plásticos—, sino que se piensa palabras. Cuando Descartes se dijo aquello de: “Je pense donc je suis” —y como se lo dijo a sí mismo en francés, antes de traducirlo al latín, en francés lo cito—, debió añadir, o... “je suis je” o mejor “moi”, o “je suis pensée”. Pienso luego soy yo o luego soy pensamiento. Es decir, lenguaje, palabra.

“La lengua —prosigue Dostoyeusqui— es dicho de otro modo, la palabra última y definitiva del desarrollo orgánico. De donde resulta claro que cuanto más rica sea esa materia, lo mismo que las formas de pensamientos escogidas para expresarla, seré más dichoso en la vida, responsable para conmigo mismo y para con los otros, comprensible para mí mismo y para los demás y seré más dueño y más vencedor, diré también más pronto lo que tenga que decir y comprenderé más hondamente lo que he querido decir; seré más fuerte y más tranquilo de espíritu, y, naturalmente, seré más inteligente.”

Esto no tiene desperdicio. Y se siente que era la lengua misma rusa —que es, como toda lengua viva, una religión—, la que en Dostoyeusqui decía, esto es, pensaba así.

Y prosigue: “El hombre, aunque pueda pensar con la rapidez del relámpago, no piensa, sin embargo, jamás, con tanta rapidez como habla. ¿Por qué? Porque se ve obligado a pensar en una cierta lengua. Y de hecho podemos no tener conciencia de pensar en una lengua cualquiera, pero no dejar de ser así, y si no pensamos con palabras, es decir, pronunciándolas mentalmente, pensamos, en todo caso, por la fuerza elemental de esa lengua en que hemos escogido pensar, si cabe expresarse así.”

¡Cuánta doctrina en este sencillo pasaje! Los más hablan más de prisa que piensan, sin ir cobrando conciencia de las palabras. Cuando hace unos días un orador en las Cortes distinguía entre su intención y su expresión al hablar, recordé una cosa que acostumbro a repetir cuando alguien me dice: “verá usted lo que quiero decir” y es: “no me importa tanto lo que usted quiere decir como lo que uno dice sin querer”. Y no pocas veces lo que uno dice sin querer es lo que la lengua, arca de la tradición nacional, quiere que diga.

¡Arca de la tradición nacional! Aquí está la base. La lengua encierra toda la tradición de un pueblo, incluso las contradicciones de esa tradición, toda su religión y toda su mitología. Y no es posible enseñarle a un niño a que cobre conciencia de la lengua en que piensan sus padres y piensan sus compañeros sin que cobre conciencia de esa tradición, de esa religión, de esa mitología. No se puede enseñar a la juventud a que piense en su lengua nacional, en su lengua patria, en la lengua que le hace el pensamiento, sin guiarla a que haga juicios de valor sobre la tradición en esa lengua expresada.

En la escuela primaria lo que hay que enseñar es ante todo a leer, a escribir y a contar, y lo demás de añadidura. O mejor lo demás se aprende leyendo y oyendo leer. Un buen maestro es ante todo un buen lector. Leer es esforzarse en adquirir conciencia de lo que se dice.

La lengua nacional, la lengua patria, la lengua popular, esto es: laica —hay que repetir a cada paso que laico no quiere decir sino popular—, es la sustancia de la tradición popular, de la religión popular.

Hay, sin embargo, una expresión de Dostoyeusqui a la que hay que oponer reparo y es cuando habla de “esa lengua en que hemos escogido pensar, si cabe expresarse así”. No, el niño —ni el grande— no ha escogido pensar en la lengua en que piense, como no ha escogido patria. Ni es más que un desatino pretender que hasta que el niño no puede escoger la lengua en que ha de pensar, no se deba darle juicios valorativos sobre la lengua en que, por herencia y ámbito, piensa. Si el niño, por ejemplo, oye el nombre de Dios, el de Cristo, el de su Madre, aunque sea en blasfemias, es locura pretender escamotear el valor de esos nombres. La llamada neutralidad en estos casos no es más que un caso de estupidez. Y de la peor estupidez, que es la estupidez laicista, teniendo en cuenta que laicista no es laica, sino todo lo contrario.

Más adelante el niño aprende una cierta jerga científica —a las veces pseudo-científica—, la de los libros de texto, y aquí entra para el maestro otra tarea. ¿Se piensa en esa jerga? Indudablemente, pero muy de otro modo que en la lengua popular, tradicional, vital. En la lengua tradicional, con su tesoro religioso y mitológico, se piensa con las entrañas, entrañadamente, se piensa y se siente, pero… ¿en la otra? ¿Hay acaso quien crea que esas teorías de economía política en fórmulas que se dice científicas —¡y cómo redondean la boca al pronunciar este epíteto los políticos económicos y sociológicos!— cabe pensarlas como se piensa las ingenuas relaciones mitológicas que se recibieron, después de la leche de los pechos, de las palabras de la boca de nuestra madre?

La lengua es la tradición viva, popular, laica, y hay que santificar sus nombres, sus palabras. Y lo otro es estupidez “populista” acaso —pase el vocablo—, pero antipopular.

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