martes, 3 de octubre de 2017

Juventud de violencia

El Norte de Castilla (Valladolid), 12 de abril de 1933

Ahora que cada vez más se habla en nuestra España del fajo ―que es la forma a que pasó al castellano la palabra italiana “fascio”, haz― y por cierto que los más auténticos fajistas son los que  salen a la calle a vociferar contra él, ahora se recuerda uno de aquella su canción callejera en que se repite el estribillo de “giovinezza, giovinezza”, esto es: juventud, juventud. Porque ese movimiento pasional e instintivo, sin un contenido conceptual bien definido y concreto, obedecía entre otros móviles a la impaciencia de la gente por colocarse cuanto antes, por echar afuera a los antiguos ocupantes de los cargos, por desviejar ―para servirnos de este término de ganadería― la administración pública.

Estoy repitiendo en estos días de continuo que la división que hoy se marca en la permanente guerra civil intestina de nuestra patria es en funcionarios de una parte, y parados de la otra; en ocupantes de cargos y aspirantes a ellos. Y es lo que mueve a los que parecen más desinteresados. Casi todos los partidos políticos, sean los que llamamos de derecha, como los que decimos de izquierda, tienen su correspondiente juventud oficial. U oficiosa. Juventud en desacuerdo no pocas veces con la parte que podríamos llamar adulta del respectivo partido, cuando no en abierta rebeldía contra ella. No pocas veces esa parte adulta, y aún más que adulta ―una especie de senado― se ha creído obligada a desautorizar manifestaciones que estimaba extremadas, de la parte juvenil. Y hay partido extremo que en rigor es arrastrado por el elemento más joven ―joven en edad, claro― de él, y como este elemento se renueva constantemente, resulta que su acción ni tiene continuidad ni tiene capacidad. Ese elemento vive preso de una preocupación morbosa, y es la de superar, la de ir más allá. Es un extremismo meramente formal.

Dos características he observado en el sentido ―o contrasentido― de esas juventudes. Es la una su profunda ignorancia de la Historia contemporánea de España. Los más de los mozos de esas juventudes con quienes he conversado no tienen la más ligera noticia de lo que hicieron sus padres y sus abuelos. Se les oye hablar de ideas mandadas retirar o que ya pasaron de moda ―como si la moda rigiera en esto― y cuando se les pone a prueba, resulta que no tienen la menor idea de esas ideas, o que las desfiguran. Y si su ignorancia histórica es grande, su ignorancia geográfica no es menor. Pues es muy corriente que se nos presente muy enterado de lo que dice que pasa en Méjico o en Rusia, uno de esos jóvenes que no ha salido de España y que apenas tiene noción clara de lo que pasa en su propia tierra.

Es la otra característica, en no pocos de esos jóvenes profesionales ―quiero decir que su profesión es la juventud― un cierto sentido deportivo de la violencia por la violencia misma. Y menos mal que las más de las veces la violencia no es más que verbal. Aunque empieza a pasar a vías de hecho.

Esto es ya una especie de epidemia contagiosa. Y no es la violencia puesta al servicio de un ideal o de una finalidad política, social, religiosa ―o irreligiosa― o de otro sentido público, sino que esos ideales o finalidades no son sino pretextos para ejercitar la violencia. “¿Muera qué, hay que gritar?”, preguntaba una vez uno de esos mocitos. Y luego se dice que son excesos del entusiasmo. Nunca he podido comprender por qué para justificar ciertos crímenes se suele decir que son pasionales, como si en rigor no lo fueran todos ellos. No sé que la pasión de un novio o de un marido celoso que matan a su novia o a su mujer porque les engaña con otro, sea más pasión o pasión más pura que la de un haragán que mata para robarle a otro, antes de ponerse a trabajar. Y aún voy más allá, y es que una banda de atracadores que se ponen de acuerdo para asaltar un Banco y llevarse sus caudales me parece más justificada acaso que otra banda que va a quemar una iglesia sin llevarse de ella nada. No sé por qué las quemas de los conventos, pongamos por caso, fue acción de una calidad más pura o más noble que el saqueo de una joyería.

Voy más allá, y es que aquella acción me parece denotar una perversión mayor que esta otra, porque es una perversión del entendimiento. La locura podrá eximir de responsabilidad criminal, pero exige que se le encierre al loco, y si es menester se le tenga con camisa de fuerza. Y lo triste es que hagan falta más manicomios que cárceles. El delincuente con juicio se corrige antes que el demente. Y cuando uno lee las noticias de ciertos estallidos juveniles ―¿juveniles?― no puede menos que pensar que sopla un viento de dementalidad. Las más de esas reyertas que surgen en ciertos mítines o al salir de ellos acusan un estado no de exaltación ni de apasionamiento, sino de dementalidad, de perturbación mental. No de ignorancia, no, sino. de tontería, cuando no de estupidez.

¿Es eso juventud? No, eso no es juventud. Ni ésta se mide por el número de años. Hay una enfermedad mental que se llama demencia precoz. Y hay precocidades que son dementales. Como es la de exaltarse por palabras cuyo valor y sentido se desconoce. Estoy seguro que los más de los que se encienden gritando “¡Viva el fascio!” o “¡Muera el fascio!” no saben, ni los unos ni los otros, lo que tal fascio sea. Ni les importa saberlo. La cosa es que el cuerpo ―pues alma no suelen tenerla― les pide palo, o acaso sangre, y lo demás es un pretexto.

Pero, ¿cómo ha venido esta enfermedad? ¿A qué causas obedece? ¿Qué honda apetencia del espíritu público la produce? Esto es lo que hay que buscar.

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