sábado, 21 de octubre de 2017

La invasión de los bárbaros

Ahora (Madrid), 28 de junio de 1933

No bien acababa de dictarme mi último Comentario aquí, en torno a las ruinas romanas de Mérida, cuando vino a caer en mis manos la traducción inglesa que de un soneto de Quevedo hizo la poetisa Felicia D. Hernans. Fui enseguida a buscar el original castellano de Quevedo, y me encontré con que era a su vez traducción de un soneto francés de Joaquín Du Bellay, el de la Pléyade. Ha ido el soneto fluyendo de lengua en lengua y restaurándose. El texto castellano, el nuestro, el quevediano, dice así: “Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!, / y en Roma misma a Roma no la hallas; / cadáver son las que ostentó murallas / y tumba de sí propio el Aventino. / Yace, donde reinaba, el Palatino; / y limadas del tiempo las medallas, / más se muestran destrozo a las batallas / de las edades que blasón latino. / Sólo el Tíber quedó, cuya corriente, / si, ciudad, la regó, ya sepoltura / la llora con funesto son doliente. / ¡Oh Roma!; en tu grandeza, en tu hermosura, / huyó lo que era firme, y solamente / lo fugitivo permanece y dura.”

Permanece y dura lo fugitivo, lo huidero; se queda lo que pasa. Lo que fluye, como un río y un soneto vivo, se asienta. El Tíber parece durar más que las minas de Roma. ¿N o será que sólo parece? Hay, sí, ruinas de riachuelos, esos carcavuezos —por qui los llaman “cahorzos”— en que se rompe su vena en el estiaje, pero se recomponen. Los ríos, con altos y bajos, siguen espejando en su cauce ruinas. El agua pasa, la imagen queda.

Fuimos a Mérida desde esta Salamanca en que sueño la pesadilla de esta historia actual de guerra civil. Civil y rural. Al salir de la ciudad contemplé el puente romano sobre el Tormes, afluente éste al Duero, rio celtibérico. Al Duero va a dar, mediante el Pisuerga, el Carrión, en cuyas riberas soñó Jorge Manrique lo de que “nuestras vidas son los ríos, que van a dar a la mar”. Y el Duero mismo acaso sueña y, desde luego, canta. La canción del Duero llamó Julio Senador a uno de sus libros proféticos, el más inspirado acaso, como a otro le llamó Castilla en escombros. Dos títulos, dos hallazgos. El Duero canta y briza a los escombros de Castilla, que empiezan a hacerse polvo.

Pasamos la divisoria entre las dos cuencas, la del Duero y la del Tajo, cruzando en Béjar el Cuerpo de Hombre, que canta, en caída, la ruina de una industria. Entramos en Extremadura, teatro hoy de extremosidades y de lucha, no de clases —hay que repetirlo—, si no de cábilas, de lugares, hasta de barrios; de cotarros en todo caso. Cantonalismo y guerra al meteco, al forastero. En redondo tierras de pastos; desoladas las más. El sol las azotaba. Y luego, a cruzar el Tajo en Cañaveral. Riberas escuetas y desnudas por donde fluye, llevando recuerdos de minas, el río antaño imperial. Si es que puede ser imperial un río no navegable. Y, sin embargo, de su cuenca salieron los grandes conquistadores imperiales de Ultramar. Divisábamos unos machones perdidos en el cauce del río, raigones de las minas de algún puente que fue yugo de ese cauce.

Luego, a remontar otra vertiente y a entrar en la cuenca del Guadiana, el primer “guad” o “wad”, río en árabe. Guadi-ana es el río Ana, nombre que los romanos, tomándolo de los celtíberos sin duda, daban al que pasa en Mérida bajo un puente romano. Que no es ruina porque la utilidad imprescindible de su función le libra de llegar a serlo. Como el acueducto viviría de haber tenido que llevar agua. Los ríos, como las cigüeñas, viven trasmitiéndose con la vida el ánima.

Ahora que en esta trasmisión —tradición— de vidas, de almas, de ensueños, de pasiones, suele haber también minas. Se arruinan creencias, instituciones, leyes, costumbres, civilizaciones. ¿No estamos acaso asistiendo al derrumbe de una civilización? ¿No será una verdad lo del derrumbe del Occidente, de Spengler? La otra ruina, la de la civilización pagana greco-romana llevó a Europa al recojimiento y la reconstrucción —restauración— de la Edad Media. Esta de ahora, ¿a qué nos llevará?

Contemplando esos campos, teatro de una nueva e incipiente invasión de los bárbaros, recordaba cómo en aquellos remotos siglos los bárbaros renovaron la vida del espíritu. Los de ahora, hambrientos de pan y de justicia, pero más aún de venganza, cumplen una obra providencial cuya finalidad desconocen y que les llevará tal vez a lo contrario de lo que se figuran. Si bien, ¿qué se figuran? ¡Cualquiera se pone a escudriñar en los recovecos del alma de nuestros castizos celtíberos amoriscados, erizados de reconcomios y de suspicacias! ¡Cualquiera traduce las oscuras intuiciones del anarquista conservador que es nuestro campesino, ansioso de rematar al señorito para suplantarle como tal! Y lo de: “Cuándo querrá Dios del cielo / que la tortilla se vuelva, / que los pobres coman pan / y los ricos coman yerba.” Y lo que les dijeron de las hoces los cabecillas de la revolución oral que no saben segar.

Por donde quiera un aliento de invasión bárbara. Y sin dar a este apelativo de bárbaro ningún sentido, ni despectivo ni denigrativo. Barbarie es la acción directa: barbarie es la revolución. Pero la verdadera, la de abajo, la que no se pierde en programas ideológicos o sociológicos, ni radicales ni socialistas; la limpia de pedanterías marxistas —¡clasistas, pase!—, la que no son capaces de controlar los supuestos directores que nada dirigen. Se han éstos empachado tanto de revolución oral —verbal, nominal—, que no les va a ser hacedero despacharse de ella en hechos, que se quedan para los genuinos bárbaros, sin ideología. Pues, ¿qué es eso de socialistas, comunistas, sindicalistas, anarquistas? Y no digamos republicanos, porque esto si que no les dice nada a los puros y meros bárbaros. El apuntarse en una u otra cosa, alistarse en tal o cual partido, no quiere decir si no formar clientela, fajo. Como de nada sirve que la superioridad —¡vaya superioridad!— dicte tal o cual fallo, porque los bárbaros no lo cumplen cuando les contraría. Los bárbaros comprenden que una revolución constitucional no es tal revolución —que revolver no es constituir; que no es ni barbarie, si no ruinosa oquedad—.

Aquella providencial invasión de los bárbaros que arruinaron al Imperio Romano acabó, en el campo, en feudalismo; en las ciudades y villas, en gremialismo. ¿ Y ésta? Los agüeros a la vista están.

Escúrrese el Guadiana al pie de las ruinas romanas de Mérida, y queda lo que se escurre, lo que pasa; queda la historia.

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