sábado, 7 de octubre de 2017

Organeros y organistas

Ahora (Madrid), 28 de abril de 1933

—Tengo que irme —me dijo con temblor de lágrimas en la voz— tengo que irme. Pero ¿a dónde? Tengo que emigrar, que huir. ¿Huir? ¿De quién? En verdad, de mí mismo. Me aterro de mí. Me he descubierto una capacidad de odio… Estoy envenenado. Todas las noches me acuesto pesándome de lo que he dicho durante el día, y vuelvo el otro a repetirlo. Me propongo ni contestar a lo que se me pregunta, pero es peor porque traducen mi silencio. ¡Y cómo! Nos han tupido de rencores el lecho de la patria. Y algo peor que de rencores, de ramplonerías y de vaciedades. Que las adornan con insoportables tonterías litúrgicas de uno y de otro régimen, del clerical y del llamado laico. En aquellos ex-años de la pasada dictadura...

—¿Ex-años? —le interrumpí.

—¿Por qué no? Ese uso del ex-prefijado, exponente del andancio de mentecatez futurista amenaza dejar reducida nuestra patria a una Ex-España. ¿Pero es que no puedo soportar a los demás por no poder soportarme a mí mismo o es al revés? Esto no es vivir. Y es inútil que nos vengan con que el nuevo régimen ha traído un espíritu nuevo, un nuevo sentido de convivencia. Ni lo creen los que nos lo dicen. Ofrecen la paz provocando con su oferta a guerra. Sólo descubro un nuevo sentido de malquerencia. El miedo al miedo y la manía persecutoria hacen el gasto. Tengo que emigrar. Pero ¿a dónde? ¿A dónde escapar de mí mismo? ¿Dónde ahogar esta guerra civil intestina, de mí conmigo mismo, que es mi vida?

—¿Y porqué —le dije— no te apartas de toda vida pública de relación, te enclaustras, te acartujas...? ¿Porqué no te entregas a buscar un para qué de vida y de espiritualidad? Aunque ese para qué sea el de buscarlo; un vivir para buscar el sentido o el contrasentido de la vida misma. Hacerte no un político —de la ciudad— sino un cósmico —del mundo— una individualidad personal. Porque lo sabes mejor que yo, lo individual es lo universal.

—¡Imposible! —me contestó—. No podría vivir. ¿En claustro? ¿en cartuja? ¡Ahí sí que se envenena el odio! О la envidia, sl quieres. Pero... ¿es en el fondo odio? ¿No es más bien amor? ¡Ese sensacionalismo estético! ¡Ese instinto catastrófico! Se queda uno en casa o se aísla a ver si al salir a la calle le dicen: “¿Sabe?, han matado a...” Y contestar: “¡Era un buen hombre!” ¡Y descubrir cuanto se le quería! Necesito hacerme un mundo y en el claustro no podría hacérmelo; necesito soñarme. Necesito sobre todo probarme que no hay tal odio; el que así me parece.

—Sí —le contesté—, odios y amores literarios, estéticos, todo uno y lo mismo. Necesidad de crearse un mundo en que soñar y en que soñarse. Un verdadero poeta, un verdadero creador, ama a todas sus criaturas, aun a las más al parecer odiosas. Y además un soñador es un organista y no un organero...

—¿Y eso qué es? —me preguntó.

—Un organista —le respondí— es el que toca en un órgano y le arranca una sinfonía, y un organero es el que construye un órgano…

—Construye... construye… —mormojeó— ¡cosa mecánica construir!

—En efecto —añadí—, pero porque hay diferencia de organismos, que son de vida, a organizaciones, que son de artificio. ¡Qué diferencia de una organización a un organismo!

—Es que no veo —me dijo con tristeza— ni organeros que construyan y templen grandes organizaciones, obreras o patronales, laicas o eclesiásticas, ni organistas que toquen en un gran organismo nacional, o siquiera regional o local, que Dios hizo, y le saquen sinfonías eternas; ni organizaciones que se deshagan en luchas de clases ni organismos que se rehagan en luchas de pueblos. No encuentro sino organilleros que le dan al manubrio de algún organillo callejero. Y de aquí esta terrible sensación de vacío, de aburrimiento que es, como sabes, aborrecimiento, esta sensación que nos invade a tantos de que vivimos odiándonos y envidiándonos los unos a los otros. Y esto tan terrible de huir de aquellos con quienes, en el fondo, más querríamos convivir. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto que nos está destrozando mientras los otros, los hombres de fuera —de fuera de sí mismos— los de una u otra liturgia, los de uno u otro partido, danzan en el torbellino satisfechos de sí mismos? Esos, los... ¡ex-españoles! Esos los que apenas si piensan más que en la crisis. Si es que piensan. Esos, los de la derecha y los de la izquierda. Y los del centro. Esos, los anti-individuos. Anti-individuos y no anti-individualistas; cachos de muchedumbre. ¿Qué es este que nos destroza a los que deberíamos formar la conciencia de la patria? ¿Qué es esto que nos pulveriza frente a ese embate de inespiritualidad? ¿Qué es lo que así nos hace ahorrarnos? ¿Qué es esto?

—¿Que qué es eso? —le dije—. Eso es... ¡literatura!

—¡Alabado sea Dios! —exclamó—. ¡Ya salió aquello! Literatura, sí, literatura. O sea historia. La que arranca el organista del órgano que es organismo; no lo que el organero construya. Y ya sabes quién es el Gran Organista del Universo, organista y no organero, no Gran Arquitecto, ¡no! No armador de organizaciones.

—Jesús era —le hice notar— armador de casas rústicas, constructor de ellas —tecton—, no carpintero de taller...

—Su padre —me replicó—. Pero él dejó ese oficio para ir a tocar en el pueblo, en el corazón del pueblo. Y a pescar. A pescar almas. No organero sino organista. ¡Música! Es lo que queda, sobre todo si es celestial. ¡Literatura! Nada vale lo que se hace si no lo que se sueña que se ha hecho. Hasta la victoria. Sólo se gana la batalla que se cree haber ganado. Y no da la batalla el que la dirige, sino el que luego sabe contarla. Por eso empezamos a ganar batallas que perdimos los españoles en los siglos XVI y XVII. Vivimos más de Cervantes, organista, que del Conde Duque de Olivares, organero. Y más cerca, la España de Galdós vivirá más que la de Cánovas del Castillo. ¡Literatura! ¡Palabras! ¡Nombres! ¡Santificado sea el del Gran Organista del Universo

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