miércoles, 11 de octubre de 2017

r. R. R. R. r.

Ahora (Madrid), 17 de mayo de 1933

“Reina en la masa un descontento general”, me dijo. Y yo: “¿Reina? Más bien se ha apoderado de ella, y no de la masa, sino del pueblo, que es peor, y tanto como general es genérico.” Y ya lanzado, una vez más, a buscar el alma de las cosas, de los hechos, en sus nombres, me añadí que ese descontento es un descontenido, que procede de falta de contenido espiritual interior, de sentimiento de finalidad, y que todo la demás, crisis política, crisis económica, crisis social, no son sino revestimientos de esa más honda crisis, la de un sentimiento de finalidad nacional y universal a la vez. Es una crisis de lo que alguien llamaria la cultura y yo la religiosidad, o si se quiere, la religión, pero descartando dogmas teológicos. Sin que esto quiera decir que no surjan luego de ella y se formen y deformen y reformen.

Se sufre, indudablemente, de una indisciplina social y moral y de que el poder carece de autoridad. El actual poder, de hecho, y acaso otro cualquiera. El descontento seguirá con cualquier otro gobierno mientras el espíritu popular no se unifique en una orientación espiritual. Los que se quejan, quéjanse de cosas muy concretas, muy materiales, muy que alguien llamaría objetivas; pero son otras, sin que ellos se den de ello cuenta, las que de veras les duelen. En otras épocas —como en otros países— se ha sufrido de esos mismos males temporales; pero los pueblos han encontrado consuelo para ellos, y, sin dejar de buscarles alivio, han sabido resignarse y contentarse con la resignación.

“Reina en la masa un descontento general”, me decía mi amigo. Y al oír lo de “reina”, a lo que yo opuse lo de “se ha apoderado”, pensé en que la liturgia actual proscribe todo eso de reinar, reino, rey, realeza..., sustituyéndolo con otros poderes. Y no digo autoridades. Y llevando esto del rey y el reino y la realeza del orden político temporal al orden religioso eterno, me acordé de cómo el Cristo que rehusó el que las turbas le proclamaran rey, decía que su reino no es de este mundo. Y si hoy volviera al mundo y a nuestra España y le quisieran proclamar el señor de una república cristiana, es seguro que diría: “No, mi república no es de este mundo.” Son reino y república —r. r.— dos cosas minúsculas, consideradas cultural o religiosamente, son dos supersticiones. Y dos supersticiones insustanciales, sin contenido espiritual por sí mismas. Y estas dos cosas minúsculas me trajeron a las mientes las tres grandes categorías históricas que nos han hecho esta civilización moderna, que parece que está disolviéndose para retomar a su recatado nido de antaño y tal vez regenerarse en él. Me refiero al Renacimiento, la Reforma y la Revolución: R. R. R. Por Revolución se entiende, claro está, la Revolución francesa —y americana antes y europea después—, la de 1789, la que preparó en el orden ideal Rousseau. Y con la que nada tienen que ver otras revoluciones minúsculas, de reinos o de repúblicas.

Mucho se discutió hace unos años —palabras, palabras, palabras— sobre si en nuestra España hubo o no Renacimiento; pero hoy lo que se estudia es en qué consistió el nuestro. El Renacimiento fue el redescubrimiento de la individualidad humana, lo que contribuyó a reforzar las nacionalidades, a descubrir la individualidad de éstas, a erigir los Estados frente a la Iglesia. Puso al Imperio frente al Pontificado. Y si se discutió eso, en cambio nadie apenas ha discutido si en España hubo o no Reforma, como no sea que se la considere así a la llamada Contra-Reforma o al movimiento místico.

La Reforma, la protestante, quiso ser una vuelta al cristianismo primitivo, al evangelismo. y en realidad se alzó frente al Renacimiento, pero dialécticamente ligada con él. Renacimiento y Reforma fueron dos mellizos enemigos peleándose entre sí, pero coligados contra un enemigo común. Y la Reforma, al querer volver al evangelismo —que cada siglo lo entiende y lo siente a su manera—, volvió al individualismo con su doctrina de la salvación por la mera fe y del libre examen. A la vez corroboró a los Estados frente a la Iglesia y dio vida a las lenguas vulgares, haciéndolas litúrgicas, frente al latín eclesiástico.

No es preciso detenerse en mostrar cómo la Revolución mayúscula —no sólo la de Francia—, hija del Renacimiento y de la Reforma, con sus Derechos del Hombre, conspiró a erigir la libre individualidad. ¡Tantas veces se ha repetido esto!

Ahora los individuos humanos de carne y hueso que no tienen idea de lo que es la individualidad, ni siquiera la suya propia —aunque la sienten con más fuerza acaso que los otros—, se ponen a decirnos que ha pasado la época del individualismo, a la vez que se apodera de las masas el más extremado individualismo inconciente. Digo extremado y no extremista, que no es lo mismo, pues los más de los que se les llama extremistas, como si se tratara de cosa de ideales, no son sino extremados. Extreman su individualidad rebelde. Masas sin verdadera conciencia colectiva.

¿Qué doctrina, qué credo, qué fe creadora de credos surge de este innegable descontento general y genérico? ¿Qué quiere el pueblo descontentado y descontenido? ¿Sabe lo que quiere? ¿Quiere lo que sabe? De lo que no me cabe duda es de que busca un contento, un contenido, una fe.

Ya sé que algún cuitado, al leer esto de fe, como si le hubiese picado un tábano, recordando lo del Catecismo de que fe es creer lo que no vimos, mormojeará que lo que nos hace falta es razón. Pero razón es creer lo que vemos, y hoy los hombres y los pueblos dudamos de lo que se ve. La realidad no ofrece bastante asidero al espíritu. Y hay que crear para éste en la historia la idealidad. Podrá servir la razón para vivir en la naturaleza; pero para vivir en la historia, en el espíritu, hace falta fe; pero fe creadora de mitos y de leyendas y de consuelos, fe creadora de personalidad histórica eterna. Fe en lo que vemos, sí; pero sobre todo en lo que soñamos; la fe de nuestro Redentor nacional, Don Quijote, y la fe, más noble, de Sancho en lo que soñaba el amo que le dio vida.

El pueblo —el pueblo, no la masa— español está buscando, sin que los más de sus hijos siquiera lo vislumbren, la reforma de su religión popular, esto es, laica. Pero no por el laicismo seduzaico de los racionalistas. No sé a quién le haya consolado de haber tenido que nacer la astronomía de Copérnico, verdad científica —y no más que científica— que destruyó el error científico de que la Tierra sea el centro del Universo y el Hombre el centro de la Tierra; verdad científica que le arrancó a Leopardi aquel su último canto inmortal —inmortal, como la Muerte— a “La Retama”, a él, que cantó “la infinita vanidad del todo”. ¿Y la de la nada?

Y para ese descontento de los fatalmente descontentadizos, de los sin fe, lo mismo da un régimen que otro. Esto es, r = r.

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