lunes, 23 de octubre de 2017

Segadores

Ahora (Madrid), 12 de julio de 1933

Contemplando hace unos días en Madrid el celebrado cuadro de Gonzalo Bilbao La siega, sol providente sobre revuelto oro de espigas, recordaba aquel terrible relato —cuadro también éste, pero literario— del torturante y torturado escritor portugués Fialho d'Almeida de la siega en el Alemtejo, que me hizo leer por primera vez Guerra Junqueiro. No conozco en literatura alguna un relato más alucinante y más asfixiante. Al terminarlo siéntese el lector tan anonadado como los “ceifeiros” —así se titula el relato: Ceifeiros, esto es: segadores— mismos del Alemtejo y comprende aquello de que: “Comienza entonces el pavoroso espectáculo de la naturaleza y el hombre torturados a fuego para expiar el crimen de haber la una dado fruto y el otro insistir en vivir de él.” Y esta sentencia del formidable relato de Fialho d'Almeida me llevó a recordar el pasaje de La retama, el inmortal canto de Leopardi, en que éste lamenta cómo los hombres, en vez de unirse en social cadena contra la Naturaleza, “madre en el parto, en el querer madrasta”, se entretienen en luchar entre sí, unos contra otros. Y de aquí vine a parar a cómo a los horrores naturales de la siega a mano en tierras calcinadas como las del Alemtejo, han venido a sumarse otros horrores sociales, los de una salvaje —no ya bárbara— lucha de unos siervos contra otros, de unos menesterosos contra otros. Y he pensado qué cuadro podría pintarse, qué relato podría escribirse, de unas parejas de la guardia civil —o guardias de asalto— arrojando de un campo de siega a los pobres segadores que allí trabajaban a cuenta de unos pobres —así, pobres— amos, pequeños labradores, colonos menesterosos, para satisfacer a una clientela de parados, inscritos en bolsas de holganza, que jamás cogieron una hoz en la mano.

Solían venir a segar a estas tierras de Castilla segadores gallegos, portugueses, serranos, que se llevaban a sus pobres hogares sendos montoncitos de duros con que hacer menos duro el invierno. Volvían extenuados del terrible trabajo. Y es conocida aquella exclamación de Rosalía, la poetisa, cuando exclamó: “Castellanos de Castella / trata de ben os gallegos / cando van van como rosas / cando venen como negros.” Y no eran, no, los castellanos de Castilla los que trataban mal a los gallegos, era el sol implacable —no en todas partes como el del Alemtejo— que los torturaba y les chupaba la sangre, ennegreciéndoles las rosadas caras. Luego han venido las máquinas segadoras, pero a éstas se les ha puesto en parte el veto, porque ahorran no ya brazos, sino jornales, y lo que se quiere es jornales para brazos caídos, y tanto más subidos los jornales cuanto más caídos los brazos. Este año han tenido que volverse a su Galicia cuadrillas de segadores gallegos, considerados como siervos de famoso ejército de reserva del proletariado de la mitología marxista, porque el otro ejército de reserva, el de la bolsa de la holganza de los parados, exigía jornales para los que ni saben ni quieren ni pueden segar. Y luego a esta hueste cantonalista de electores les hablan sus caudillos de servidumbre de la gleba, de feudalismo —¡feudalismo en España!— y de otros tópicos mitológicos adquiridos en cualquier oficina del trabajo de Madrid. Y se entercan, con la tozudez de un fanatismo ciego, en esa salvaje ley, de inspiración electorera, de términos municipales.

“¡Bon cop de fals!”, buen golpe de hoz, canta la famosa canción catalana de los segadores —Els segadors—, la canción del odio de la guerra civil cantonalista, la canción del odio al forastero, al meteco, al inmigrante, al peregrino. ¡Ay cuando el colaborador al trabajo se convierte en concurrente al consumo! ¡Qué profundo sentido en eso de que los segadores hubieran llegado a ser símbolo de una encarnizada guerra civil, de origen económico en gran parte!

Gonzalo Bilbao pintó un cuadro más bien gozoso, una fiesta de trabajo a sol andaluz—¡aquel segador que se enjuga el sudor de la frente, serenamente, con el dorso de la mano!—; Rosalía pidió que se tratara bien a los segadores gallegos que venían a hacer su temporada de trabajo veraniego; Fialho d'Almeida trazó en una de las más grandiosas visiones que se hayan escrito en lengua alguna la lucha del hombre contra la terrible madrasta Naturaleza; la canción de guerra catalana llevó la siega a la comunidad humana civil de los “ceifeiros”, hizo “segadors”.

¿Qué es eso ahora, en las condiciones actuales de Castilla, de esta pobre Castilla empobrecida, en escombros, qué es eso de servidumbre de la gleba y de explotación del obrero por parte del señorío? Lo que hay que averiguar es lo que puede dar la avara Naturaleza. Lo que hay que averiguar es si podrán reformar a la naturaleza, al campo, esos funcionarios de Estado asentados por esta república de funcionarios de toda clase, de funcionarios de trabajo que no de trabajadores. ¡El ejército de reserva del proletariado! ¿Y el ejército de reserva del funcionarismo de Estado?

¡El Estado! El Estado es el origen de toda libertad —“fuera del Estado no hay libertad” se dice— y es el origen de toda servidumbre. ¿Y qué es el Estado? ¿es la sociedad? ¿es la comunidad? ¿es el pueblo? El Estado, dejándonos de camelos jurídicos, ha venido a significar la facción, el fajo, de los que usufructúan, o usurpan el poder público. El Estado ni siembra ni siega; entroja lo que recaudan sus listeros de segadores. Lo entroja y devora luego lo que le dejan las mermas y los gorgojos.

¡Pobre España nuestra! ¡Pobre España entregada a una presunta y sedicente revolución que lo revuelve todo sin constituir ni asentar nada; pobre España lanzada a una lucha no de clases —¡de clases, no!— si no de clientelas electorales de parados; pobre España, donde en la agonía del liberalismo democrático agoniza la vieja noble artesanía, la de aquellos obreros que del menester de su oficio hacían rendimiento religioso al bien común y no mera miserable ganapanería; pobre España donde se están segando odios sembrados a voleo; pobre España nuestra!

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