viernes, 20 de octubre de 2017

Séneca en Mérida

Ahora (Madrid), 22 de junio de 1933

“¡Ay, ay, huideros, Póstumo, Póstumo, se escurren los años!”, cantó Horacio, y Lucano* cantó: “¡Hasta las ruinas perecerán!” Pero es al contemplar las ruinas, en que muerden los siglos, cuando se nos antoja que los años, lejos de huir escurriéndose, quédanse y se fijan, pues nada como una ruina robusta da la sensación de permanencia. En ella suele abrigarse vida al seguro. En las pingorotas de los grandes raigones que del antiguo acueducto de Mérida —Emérita Augusta— quedan anidan cigüeñas, que vuelven cada año. Las mismas de hace siglos. Que si el pueblo campesino cree inmortales a los vencejos, ¿por qué no las cigüeñas? Sus cuerpos perecerán acaso, pero sus ánimas son las mismas, benditas, de las cigüeñas del Imperio Romano y del Visigótico y del Arábigo. Y las ánimas de las ruinas tampoco perecen, sobre todo cuando lo son de construcciones construidas, como las romanas, a durar para siempre mientras dure historia. Para las cigüeñas de Mérida que avizoran en redondo el campo, ¿qué es lo que ha cambiado en España? Hay en torno a Mérida, en campos ibéricos, luchas como las que arrastraron la ruina de la civilización cesárea pagana, la de Séneca el cordobés. ¿Ruina? En ella siguen anidando nuestros espíritus civiles; de ella, de esa ruina, se hizo nuestro derecho.

Más triste que las ruinas en sus asientos nativos, en sus solares, es el museo en que se hacinan sus cachos ornamentales. En el Museo —cementerio arqueológico— de Mérida nos cabe soñar lo que hubo de haber sido Emérita Augusta. Hay ánima en las estatuas truncas. Al mirar aquella testuz de robusto toro romano soñaban en el escueto y enjuto bisonte ibérico de Altamira. Que no hay para soñar como las ruinas. ¡Qué de ruinas, de ensueños, no se fragua uno al mirar, cara al cielo, ruinas de nubes! Museo viene de musa y dice poesía, creación. Poesía de las ruinas que crean y re-crean, que se crean y se re-crean, se rehacen.

El teatro de Mérida, a cielo abierto de España. Ha sido desenterrado —¡tanta tradición hispano-romana por desenterrar!— gracias, sobre todo, al benemérito Mélida, y hoy, al sol, nos habla de un secular pasado de grandeza. Todo lo que se hizo a durar para siempre vuelve a ser restaurado, de una o de otra manera; sólo perecen las ruinas que se construyeron como tales, a queriendas o sin quererlo. Decíame una vez un campesino señalando a una vieja pequeña ciudad que columbrábamos a lo lejos —sus torres cortaban el horizonte—: “¿qué quiere usted esperar de una ciudad así, perdida en medio del campo?”, y como yo le acotara: “¡y tan llena de ruinas!”, agregó: “desde que las construyen.” Y éstas son las que perecen en seguida, mordidas por recursos y revisiones de breves años, si es que no, a lo mejor, de breves meses. Sobre lo que se hace a la romana, para durar en la historia, sin prisas, resbalan huideros los años. Mas en las ruinas de nacimiento ni anidan cigüeñas ni respiran ánimas.

En ese teatro romano de Mérida desenterrado al sol, se ha representado la tragedia Medea del cordobés Lucio Aneo Séneca. La desenterré de su latín barroco para ponerla, sin cortes ni glosas, en prosa de paladino romance castellano, lo que ha sido también restaurar ruinas. De las del latín imperial cesáreo surgieron los romances, las lenguas neo-latinas, en que anidaron espíritus cristianizados, mas sin perder su paganía, su aldeanería. El alma popular, laica, dio nueva vida, revivió al paganismo al cristianizarlo y arrancarlo de augures, pontífices y vestales. Los bárbaros restauraron el paganismo al cristianizarlo. Y así es como las ruinas del latín, del latín cesáreo virgiliano, no han perecido. Pretendí con mi versión hacer resonar bajo el cielo hispánico de Mérida el cielo mismo de Córdoba, los arranques conceptistas y culteranos de Séneca, pero en la lengua brotada de las ruinas de la suya. El suceso mayor se ha debido a la maravillosa y apasionada interpretación escénica de Margarita Xirgu que en ese atardecer ha llegado al colmo de su arte. Sobre el escenario de piedras seculares, bajo el cielo de ocaso, se cernía pausadamente una cigüeña, la misma de hace veinte siglos. Y me sonreí —por dentro ¡claro!— de los aviones mecánicos, que acabarán en ruinas e irán a parar a museos arqueológicos del porvenir.

¿Y el público popular —laico— iletrado —no inculto—, el público del campo y de la calle? Todo debía de sonarle a música. Debía de sentir ruinas de tradiciones seculares enterradas bajo el solar de su alma comunal. La función era algo de solemnidad litúrgica, algo así como una misa civil y pagana. ¿Que no entendían aquellas arrebatadas truculencias de la pasión de Medea? ¿Que no entendían aquellas relaciones mitológicas de Séneca, a quien algunos soñadores le han querido dar como profeta que vaticinó el descubrimiento de América en un pasaje de su Medea? Tampoco entiende bien ese público la mitología cristiana de la misa y cantada en latín, pero le repercute en las ruinas de creencias que lleva en el fondo del alma y que con el canto litúrgico se le restauran. Y además el atavío y el porte de los coros de la comparsa de los actores, los soldados que al final salen, le deben de recordar los de las procesiones castizas de antiquísimo abolengo pagano. Que el catolicismo español popular, laico, ha recibido la verdura cristiana sobre roca pagana. Luego rocío del cielo y aguas soterrañas.

En cuanto a la tragedia de Medea nada debo decir hoy aquí de la pasión de la terrible maga —bruja— desterrada que antes de desprenderse de sus hijos, los sacrifica, vengadora, a un rencor infernal. Hay en esa pasión, tremenda, que tan bien comprendió el cordobés Séneca, maestro de Nerón, mucho de la tremenda pasión que agita las más típicas tragedias de la historia de nuestra España. ¿Inhumanidad? ¿Hay algo más humano que ella?

Al salir de Mérida las cigüeñas del acueducto seguían desde sobre las pingorotas de sus ruinas avizorando el campo. Luego, cuando vaya a entrar el invierno, se volverán al África. Y allí oirán acentos no romanos que también saludaron al sol en estas mismas tierras.

* En el artículo original, Unamuno escribe Virgilio. En un artículo posterior corregirá el error.

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