viernes, 27 de octubre de 2017

Unión Nacional de Españoles, U. N. E.

Ahora (Madrid), 28 de julio de 1933

Vendaval —“vent d'aval”, viento de abajo o de tierra—, vendaval de saña viene aterrando por campos y plazas los ánimos de los compuestos ciudadanos de la clase media, de los legítimos republicanos. De toda esa locura, lo más razonado son los atracos. Hasta el que se le mate a uno para mejor poder robarle o para asegurar el robo tiene sentido, y no lo tiene el que se mate por eso que llaman ideas. El crimen de Jódar, degollar a un niño para que bebiendo su sangre se cure un salvaje, es caso de superstición inhumana, sanguinaria, pero no es de otra especie el intentar pegar fuego a una iglesia. Matar para matar el hambre se comprende; ¿pero dañar por supersticiones religiosas o anti-religiosas? Y ello no es cosa de fieras, pues las fieras no odian. El lobo que devora a un cordero no le odia. Y no es fácil vigilar estos estallidos de locura contra-natural. No son los que cometen esos delitos veteranos de la delincuencia, avezados a ésta, sino que son novicios, principiantes. Es un vendaval de locura. Toda inducción racional marra al querer juzgar a unos chiquillos que apedrean un escaparate de librería porque se les dijo que en él hay libros fajistas. Eso del santo y seña de “fascio” es un deporte de salvajería demental.

Todo ello está haciendo reaccionar —¡gracias a Dios!— a los hombres de juicio sano, de sentido social y racional, a los que componen la tan asendereada y calumniada clase media, nervio y tuétano de la patria. Esa pobre clase media, la de los modestos patronos, los tenderos, los artesanos, los obreros libres y no a jornal, los maestros de taller y sus compañeros, todos los pequeños burgueses a quienes no se les clasifica entre los proletarios asalariados.

¡Qué mito ése de las clases y de su lucha! ¿Dónde acaba el burgués y empieza el proletario? Todo eso vino a nosotros de países fuertemente industrializados, de una economía que está muy lejos de haber alcanzado España. Pudo traducirse, en cuanto a lengua, del alemán —o acaso de la traducción francesa— al español Das Kapital —“El capital”—, de Karl Marx; pero no ha logrado traducirse su contenido ideológico o científico, y no ha logrado traducirse porque los fenómenos económico-sociales que estudió Marx en su obra capital no guardan paridad con el proceso de la economía de nuestra España. La lucha entre un capitalismo poderoso y una masa proletaria apenas si se ha dado en nuestra patria. Nuestra economía continuó durante mucho tiempo siendo casi medieval ¿Y qué ha ocurrido? Pues que al querer traducir al español el contenido ideal del marxismo sólo se obtuvo un verdadero fantasma.

No sin un hondo sentido, cuando ocurrió la escisión entre Marx y Bakunin, entre los socialistas ortodoxos y los anarquistas, los más de los representantes españoles de la masa obrera se fueron con Bakunin, con el anarquista ruso, porque las condiciones económicas de España se parecían más a las de la Rusia de entonces que a las de Alemania, y aún más Inglaterra, sobre cuyo estado económico basó Marx sus estudios y sus profecías. Se fundó la primera Internacional de trabajadores por Marx y Engels —el día mismo en que nació quien esto os cuenta— frente a otra verdadera Internacional: la del capitalismo industrial y financiero. Ambas Internacionales, sin sentido ni sentimiento de patria —y ambas dominadas por elementos judaicos—, no podían tener adecuada representación en nuestra España, donde las dos supuestas clases, la de los burgueses y la de los proletarios, eran profundamente nacionales. El patrono español y el obrero español eran españoles, nacionales, y sentían más la solidaridad nacional entre ellos que sus sendas solidaridades con capitalistas y con proletarios extranjeros. Y es que España era en su casi totalidad lo que llamamos clase media, pequeña clase media, pequeña burguesía, del campo o de la ciudad. El internacionalismo aquí no fue más que una pedantería. Harto le costaba a España defender su pobre industria a fuerza de derechos de aduanas, y ello tanto en bien de los fabricantes como de sus obreros.

Ahora, al empezar los funcionarios de trabajo —que no trabajadores— a querer implantar en España, con una pedantería burocrática que pone espanto, procedimientos de la doctrina internacionalista, se encuentran frente al sentimiento nacional del verdadero pueblo trabajador español, que abarca patronos y obreros, burgueses y proletarios. No cabe traducir al español los acuerdos de esos Congresos internacionales, de una enrevesada escolástica sociológica. Mayormente cuando los traductores apenas si conocen la realidad concreta española.

Empieza —¡gracias a Dios!, lo repito— a cuajar un sentimiento colectivo nacional de los verdaderos trabajadores de toda clase, que comprenden que nada tienen que hacer aquí ni el capitalismo ni el proletarismo, traducidos —y mal traducidos— del socialismo internacionalista. Empieza a sentirse que si ha de salvarse la economía nacional y con ella la sana convivencia, tiene que ser por métodos de cooperación. Empieza a sentirse que sólo una Unión Nacional de Españoles —industriales, comerciantes, empleados, obreros— puede sacarnos del atasco en que nos están metiendo los fanáticos del mito de la lucha de clases.

Mas lo que nos va a dar más quehacer es cortar ese vendaval de saña demente que viene arrasando todo contento de vivir por campos y por plazas; es curar esa locura de atracadores, incendiarios y furiosos de toda clase que están jugando a una revolución de cine sonoro, pero con víctimas. ¿Unión General de Trabajadores? No, sino Unión Nacional de Españoles.

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