miércoles, 15 de noviembre de 2017

Almas sencillas

Ahora (Madrid), 21 de octubre de 1933

O cerveaux enfantins!
Boudelaire. Le voyage

Con motívo de la publicación de mi reciente obra San Manuel Bueno, mártir, y tres historias más, y a propósito de la primera de estas tres historias, la de San Manuel Bueno, he podido darme cuenta otra vez más de la casi insuperable dificultad para las gentes de separar el juicio estético del juicio ético, la idealidad de la moralidad, y por otra parte, separar la ficción artística de la realidad natural Y es que en rigor son cosas inseparables, si es que la ética es otra cosa que estética —o viceversa—y la realidad natural es otra cosa que ficción, el objeto otra cosa que ensueño del sujeto.

Por lo que hace a esto segundo, he de decir que cuando se publicó mi otra historia, la de “Nada menos que todo un hombre”—en mis Tres novelas ejemplares y un prólogo— recibí, entre otras, una carta de una clase holandesa de español —la mayor parte alumnas mujeres—preguntándome si Julia, la mujer de Alejandro Gómez, se entregó o no al Conde de Bordaviella. Cosa análoga me preguntó un grupo de obreros españoles. Y yo, encantado de haber podido dar tal aire de realidad natural a una íntima ficción espiritual, tal intimidad a un ensueño y con ello provocar una curiosidad psicológica, contesté que no había podido descubrir más de lo que narré. Yo, que he sostenido —y sigo sosteniendo— que no es el autor de una novela —así sea Cervantes— quien mejor conoce las intimidades de ella y que son nuestras criaturas las que se nos imponen y nos crean. Y en otra ocasión, al interpelarme un ingenuo, con ánimo pueril, por que le había hecho decir a uno de mis personajes algo de lo que dijo, hube de replicarle: “eso pregúnteselo usted a él”. Porque es triste achaque de ineducación estética al de suponer que es el autor mismo quien habla por boca de sus criaturas y no la inversa, que sus criaturas —mejor: sus creadores— hablan por boca de él. Error de que tenemos la culpa algunos autores por nuestros prólogos desconcertadores. Que nada desconcierta más al lector medio, sobre todo si es de alma sencilla —o sea, menor de edad mental, ¡y feliz él con esto!— que el hundirle en la intuición de la identidad entre la realidad y la ficción, entre la vela y el sueño. Intuición que a muchos les lleva a una especie de desesperación más o menos resignada. Y ya estamos en el problema ético.

Uno de los críticos de mi San Manuel Bueno, mártir, en una crítica muy ponderada y simpática, decía que yo admiro a mi criatura “porque él, don Miguel —añade—, no ha tenido la abnegación de su San Manuel Bueno, evitando, con el recato de su íntima tragedia, el estrago que pueda producir en las almas sencillas su exposición despiadada”. Lo que me recuerda que hallándome pasando una Semana Santa en un célebre monasterio castellano y estando reunido con unos monjes entró el prior—un francés granítico—y con tono agrio me vino a reconvenir por mi obra Del sentimiento trágico de la vida diciéndome que lo que allí dije es cosa que debe callarse aunque se piense, y si es posible callárselo uno a sí mismo. A lo que le repliqué que ello quería decir que él, el monje prior, se lo había dicho muchas veces a sí mismo. Y así calé secreto de su silencio y acaso su íntimo sentimiento trágico, su íntima tragedia.

¿El estrago que pueda producir en las almas sencillas la exposición despiadada de nuestra intima tragedia? Ah, no; hay que despertar al durmiente que sueña el sueño que es la vida. Y no hay temor, si es alma sencilla, crédula, en la feliz minoría de edad mental, de que pierda el consuelo del engaño vital. Al final de mi susodicha historia digo que si Don Manuel Bueno y su discípulo Lázaro hubiesen confesado al pueblo su estado de creencia —o mejor de no creencia—, el pueblo no les habría entendido ni creído, que no hay para un pueblo como el de Valverde de Lucarna más confesión que la conducta, “ni sabe el pueblo qué cosa es fe ni acaso le importa mucho”. Y he de agregar algo más, que ya antes de ahora he dicho, y es que cuando por obra de caridad se le engaña a un pueblo, no importa que se le declare que se le está engañando, pues creerá en el engaño y no en la declaración. “Mundus vult decipi”; el mundo quiere ser engañado. Sin el engaño no viviría. ¿La vida misma, no es acaso un engaño?

¿Pesimismo? Bien; ¿y qué? Sí, ya sabemos que el pesimismo es lo nefando. Como en más baja esfera eso que los retrasados mentales llaman derrotismo. ¡Se paga tan cara una conciencia clara! ¡Es tan doloroso mirar a la verdad!. Terrible, sí, la angustia metafísica o religiosa, la congoja sobrenatural, pero preferible al limbo. Y hay algo más hondo aún y es lo que Baudelaire llamó “un oasis de horror en un desierto de hastío”.

Baudelaire en Francia, Leopardi en Italia, Quental en Portugal..., otros en otras tierras que han estado despertando a los durmientes y madurando a los espíritus infantiles. ¡Si fuera posible una comunidad de sólo niños, de almas sencillas, infantiles! ¿Felicidad? No, sino inconciencia. Pero aquí, en España, la inconciencia infantil del pueblo acaba por producirte mayor estrago que le produciría la íntima inquietud trágica. Quítesele su religión, su ensueño de limbo, esa religión que Lenin declaró que era el opio del pueblo, y se entregará a otro opio, al opio revolucionario de Lenin. Quítesele su fe —o lo que sea— en otra vida ultraterrena, en un paraíso celestial, y creerá en esta vida sueño, en un paraíso terrenal revolucionario, en el comunismo o en cualquier otra ilusión vital. Porque el pobre tiene que vivir. ¿Para qué? No le obligues a que se pregunte en serio para qué, porque entonces dejaría de vivir vida que merezca ser vivida. ¿Pesares de lujo? ¿Suntuarios?

Sí, será tal vez mejor que crea en esa grandísima vaciedad racionalista del Progreso. O en esa otra más grande aún vaciedad de la Vida, con letra mayúscula. O en otras tantas en que se abrevan y apacientan esos seres aparenciales que mariposean o escarabajean en la cosa pública, revolucionarios o reaccionarios. Algunos de pobre estofa, pero ricamente estofados. ¡Ay, santa soledad del querubín desengañado!

Muchas veces me he preguntado por qué nuestra palabra “desesperado” —en la forma “desperado”— pasó al inglés y a otros idiomas, y en parte también la palabra “desdichado”. Por desesperación se han llevado a cabo las más heroicas creaciones históricas; la desesperación ha creado las más increíbles creencias, los consuelos imposibles. Y en cuanto a recatar la íntima tragedia por el estrago que pueda producir en las almas sencillas… “la verdad os hará libres”, dice la Sagrada Escritura.

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