domingo, 19 de noviembre de 2017

Cartas al amigo II.

Ahora (Madrid), 11 de noviembre de 1933

Quedaba en mi carta anterior, mi buen amigo y lector, en que... Mas antes, ¡qué ventaja esto de poder dirigirme a uno y no a una masa! Pero uno que aun no siendo masa es legión, es muchedumbre, es pueblo. Poder dirigirme a cada uno y no a todos. Y menos formando partido. ¿Ha observado usted, lector amigo, qué es lo que en esas arengas electorales, en que tanto se niega y apenas si se afirma algo, más suele aplaudirse de un extremo al otro? Da pena. Y ahora con la radio se ha ensanchado el radio de acción de esas propagandas, pero habría que saber la impresión del solitario radio-escucha que las oye libre de la presión de la masa. Por mi parte, le cuento a usted, lector amigo, libre de esa fatídica presión y prisión. Y me hago la ilusión —todo lo es— de que estamos hablándonos a solas y en voz baja, fuera del engaño.

Digo, pues, que en mi anterior carta decía que el toque está en la individualidad, en el individuo, para nosotros en el hombre español, y si éste, el español, es para España o España es para el español. El terrible para... Y acababa en que hay que tocar en relación con ello en eso del placer de crear, que dice el político poeta. Que dijo Azaña en las Cortes en el discurso que de más adentro le brotó. De más adentro del corazón.

Cuando oigo decir que hay que estar al servicio del Estado, de este leviatán, como le llamó Hobbes, de este monstruo —benéfico o maléfico— a quien nadie aún, que yo sepa, ha sabido definir bien; cuando oigo hablar de ese ídolo tanto de comunistas como de fajistas, me acuerdo de aquellos días en que nosotros, los hijos del siglo XIX, los amamantados con leche liberal, leíamos aquel librito del hoy casi olvidado Spencer —el ingeniero desocupado que dijo mi amigo Papini— que se titulaba El individuo contra el Estado. En él nos inculcaba lo malo que es el exceso de legislación. Eramos, más o menos, anarquistas. Queríamos creer que las heridas que la libertad hace es la libertad misma la que las cura. No nos cabía en la cabeza —y menos en el corazón— que se preguntara: “¿Libertad, para qué?” La libertad era para nosotros un para qué, una finalidad. Libertad para ser yo yo mismo. O mejor para hacerme yo mismo. Que ya Píndaro dijo lo de: “Hazte lo que eres.” Libertad del español, por caso, para hacerse español, para forjarse una conciencia de españolidad, sin que se la impusiera el Estado. Que no es la comunidad.

En el fondo, como ve usted, es, traducido al orden civil y político, el principio protestante del libre examen, la raíz de la herejía. Y el principio también de la justificación por la fe. Después nos han traído eso del Estado, del servicio al Estado, y hasta que no hay libertad fuera del Estado y que es el Estado el que la da, el que le liberta a uno. Supongo que de sí mismo.

¡El Estado! ¿Y quién es? Se rezaba hace unos años el rosario en un lugarejo de esta provincia de Salamanca, y como al final el párroco dijera: “Un padrenuestro por las necesidades de la Iglesia y del Estado”, el alcalde, que asistía al rezo, hubo de interrumpirle diciendo: “No, del Estado no. que el Estado son ellos...” Y así se siente. El Estado son ellos, son los otros. Son los que amenazan con una u otra dictadura. Son los anti-liberales de derecha o de izquierda. O de dentro. Y hay que estar al servicio de ellos, al servicio del Estado. Para lo cual partidos numerosos y rígidamente disciplinados, o sea ortodoxias. El hereje puro, el que llaman independiente, es el enemigo. Su labor es la nefanda.

Y cuando el individualista, aun a su pesar, cuando el hereje, cuando el que no reconoce dogmas políticos, se siente obligado a actuar en lo que se llama servicio del Estado, ¿qué se le ocurre a este siervo al servicio, sea el que fuere —aunque fuere de portero—, para justificarse ante sí mismo? ¡El placer de crear! ¡Y qué bien le conocemos este placer! ¡El placer de crear, de sentirse poeta, sobre una u otra materia, con unos u otros medios! Y la materia pueden ser hombres. ¡Hacer hombres! ¡O ya corporalmente, como un padre, o ya espiritualmente, como un maestro! ¡Hacer un pueblo! ¿Y para qué? Para dejar en la Historia un nombre, o acaso más que eso, un alma tal vez anónima y sin conciencia de sí, una obra. Para sobrevivir en la Historia aunque los venideros no conozcan quién es el que así sobrevive y él tampoco goce de conciencia de sí sobreviviéndose. ¡Aspiración ascética y hasta mística! ¿Pero... el que así vive vida alta y honda por el placer de crear, no es acaso que por debajo está el placer de crearse, de hacerse a sí mismo? El escultor de su alma, que dijo mi amigo Ganivet, el anarquista, no muy grato a alguno de esos poetas civiles. ¿No hay por debajo de ese placer de crear, de hacer un pueblo nuevo —de renovarlo—, el placer de crearse el creador, de hacer que el Estado a cuyo servicio uno se pone, se ponga al servicio de quien le sirve?

¿Es que el que se siente déspota constructivo no se siente así para servir al Estado que le sirva a hacerse?

Si así fuese, ¿qué? ¿Que si un español sintiese que España es para él, ese español se hiciese un alma propia? Terminé uno de mis empecatados sonetos con este verso: “que es el fin de la vida hacerse un alma.” Y no me recuerde usted, lector amigo que lo sepa, que terminé otro de esos empecatados sonetos con este otro verso: “toda vida a la postre es un fracaso”. Lo que parecía querer decir que fracasamos en el fatídico empeño de hacernos un alma. El alma es la obra de uno. Y usted, amigo mío, o yo o el político poeta, no de profesión o carrera, no por triste apetito de poder, no por mandar o por figurar, si usted, él o yo nos dejamos en una obra, tal vez anónima, ¿es que habremos fracasado? Y no se nos hable de arribismo. ¡Necedad mayor! Arribar, llegar, ¿a dónde? Si dejamos una obra en que se exalte y engrandezca la conciencia, en nuestro caso, de españolidad, y con ella de humanidad universal, de universalidad humana, ¿para qué más?

Pero aquí se me viene del fondo de mi liberalismo del glorioso siglo XIX un sentido hondamente individualista de esa conciencia comunal. Y siento que puedo dejar a mi España acrecentada, mejorada, exaltada en las conciencias de los españoles venideros —y de los que sin serlo la conozcan— sirviéndola no ya fuera, sino contra la disciplina de partidos, contra dogmas políticos.

Y contra distinciones de regímenes. Siento que puedo renovar, mejorar, acrecentar a mi España sin darme a definir regímenes —y menos consustancialidades de ellos—, sin inventar, por ejemplo, una república y decir que ella es la genuina, sin dictar ortodoxias.

¿Que esto política no es? Es lo que hay que ver.

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