lunes, 20 de noviembre de 2017

Cartas al amigo III.―A Manuel Abril

Ahora (Madrid), 24 de noviembre de 1933

Andaba yo, mi hondo lector amigo, sin saber a dónde me llevaría la senda que emprendí a la buena de Dios y en busca de excitaciones al comenzar estas cartas, cuando heme aquí que me llega su interview —que así la llama usted— imaginaria conmigo.

Sus palabras, amigo mío, me traen el tono, mejor: el resón —el eco— de las mías propias. ¡Dios se lo pague! Estos son —me he dicho— mis lectores, los míos, los que me hacen; aquellos “de quienes soy”. Estos que nada tienen que ver con la mal llamada literatura: una mujer inteligente, pero indocta; un profesional, empleado, que lee desde chico más o menos, pero que no sabe historia literaria y menos preceptiva; otros dos en las mismas condiciones, y usted, mi buen amigo callado, mi buen Abril, que es literato —sin interrogante—, pero que se olvida entre ellos de que lo es. Y se reúnen ustedes a leer, a leerme muchas veces, después de cenar, caseramente, recogidamente. Dios se lo pague a ustedes, ya que ustedes me pagan mi afán. Y he aquí por qué me enderezan en mi labor de publicista periódico. ¿Publicista? Acaso “privatista”, pues que en privado les hablo y me oyen.

Eso no es el rumoroso aplauso de una turba a la que se le azuza y enardece con latiguillos de cajón. Aquí nos hablamos de fondo a fondo. Porque ustedes me hablan, aunque en silencio. Y les oigo. Son ustedes de los que llamo amigos, de los que me sostienen. El resón, la resonancia de mi voz, que me devuelven, es más que un aplauso. Una sala tupida de muchedumbroso público de mitin no suele resonar íntimamente. Y menos cuando estalla en bullangueras ovaciones. Si alguna vez en alguna iglesia el auditorio rompiera en palmadas al predicador, sería porque éste había perdido toda unción religiosa, todo íntimo fervor de verdad.

Acababa mi última carta al amigo, a los amigos, a ustedes y sus semejantes —y mis semejantes, mis más prójimos o próximos al corazón— diciéndoles que me siento con poder para renovar, mejorar, acrecentar a mi España sin darme a definir regímenes —y menos consustancialidades de ellos—, sin inventar, por ejemplo, una República y decir de ella que es la genuina, sin dictar ortodoxias políticas. Y añadía que hay que ver si esto es o no política. Porque para los suficientes definidores políticos —políticos definidores de partido—, la verdadera República, por ejemplo, es la que ellos definen y cualquier otra es corrompida o pervertida. A lo peor la llaman monarquizante, vocablo de una evidente vaciedad. Más claro sería hablar de una República monárquica, sin rey, como la actual República francesa, burguesa, unitaria y liberal. Burguesa, es decir, para todas las clases económicas; unitaria, sin ciudadanías contrapuestas, y liberal, sin privilegios y sin excepciones para confesiones.

Pero héteme aquí que cuando me proponía —lo que es el mal ejemplo— meterme yo a definidor, se me atraviesa, amigo Abril, su interview imaginaria que me devuelve a mí mismo. Y... ¡al cuerno las definiciones! Me recobro indefinido. Que quiere decir, en cierto modo, infinito. Y por lo mismo, en el mismo cierto sentido —y, por desgracia, incierto— eterno.

Ustedes, mis amigos, mis más semejantes, mis más prójimos, los más cercanos a mi corazón, me entienden. Y hacen con su entendimiento que yo me entienda. Los otros, los que no son más que público, dirán que estas son monsergas que saben a religiosidad. Y acaso desde su punto de vista ciega acierten. Es el sentimiento religioso civil, laico, el que trato de despertar y suscitar entre mis prójimos españoles. Y siento que a ustedes, a los que me leen con entendimiento de querer, les anima sentimiento religioso —no siempre trágico— de la vida histórica civil. Y que no hacen maldito el caso de ortodoxias políticas —esto es: civiles— de partido. Que no hacen caso de que se les quiera definir un régimen. Ni le hacen a los agitadores —revolvedores mitingueros. Y menos a los tratadistas.

¡Definir! ¡Definirse! ¡Ah, si yo hubiese elaborado un programa, un sistema de gobierno, y acaso un tratado! Como aquel de Las Nacionalidades, v. gr, del ingenuo Pi y Margall, que sirve hoy de Corán a una secta política española. ¡Pero este no recogerme para articular o estructurar ese sistema; este no saber hacerlo, sino desparramarme en artículos volanderos; este ir con ellos dejando —y sembrando mi sentir del momento cotidiano, con sus íntimas y fecundas contradicciones...!

En cierta ocasión, uno de esos adoradores de la definición sistemática me decía: “¿Pero por qué no se pone usted, don Miguel, a redactar su obra definitiva, en la que ordene y concentre su pensamiento integral?” “¿Definitiva? —le contesté—. ¡Ah. sí!; que escriba un volumen siquiera de cuatrocientas páginas, con notas, y apéndices, y aparato bibliográfico, y a poder ser con gráficos; un libro así como de texto, o mejor, de consulta... ¿es lo que quiere? Y de investigación, por supuesto, y no estas ligeras fruslerías periodísticas...”

¡Ay, amigo Abril; si usted y esos otros cuatro mis prójimos, mis semejantes, que a las veces se reúnen después de cenar para leer en voz alta estas palabras que al azar de mi paso por los senderos de España me brotan mientras ella se descoyunta y desvencija; si ustedes supieran lo que me las arranca…! ¡Esos chasquidos que me llegan del subsuelo espiritual que se agrieta y resquebraja; de los cimientos de la Patria que se estremecen...! ¡Y a todo esto definiciones ortodoxas de republicanismo o de monarquismo, de marxismo o de fajismo, de internacionalismo o de nacionalismo! ¡Cuánta suficiencia! Suficiencia… insuficiente.

“¿Pero este hombre, qué quiere?” —se me dicen—. Lo que usted, amigo Abril, dice —y Dios, repito, se lo pague— en su interview imaginaria; entonar más que enseñar, adentrar más que dirigir, concentrar. Y que mis semejantes se entonen, se adentren y se concentren. Y por eso más música que letra, más melodía que literatura. Que todas esas oquedades de derecha e izquierda, de Monarquía y República, de marxismo y fajismo, todo eso y lo como ello nos está rompiendo la cordialidad religiosa íntima. Y ustedes, mis semejantes, entienden lo que quiero dar a entender con esto. ¿Es que voy, en servicio de mi patria, a inventar otra República cualquiera para decir luego, con petulante suficiencia, que es la de buena ley, la legítima, y la de enfrente contrahecha y sospechosa? Dios me libre de tal desvarío.

“Pero bueno, y en concreto..., ¿qué?”, se me preguntará por uno de esos que son los otros, los desemejantes, los lejanos. ¿En concreto? Que estas cartas al amigo, a los amigos, a los semejantes, a los prójimos o cercanos, no son programa político —¡qué va...!— ni menos electoral; que con ellas no busco sufragios —suelen darlos los fieles creyentes católicos a las ánimas de sus difuntos— y que me doy por pagado si me llega de los míos el resón —el eco— de mis palabras. Y si suscita en mí, a mi vez, otro, que así comulgamos los unos con los otros. Y en cuanto a definiciones, usted, amigo Abril, que leyó en ese pequeño cenáculo casero mi Niebla, recordará aquello de que hay que confundir. Pues bien, ahora les digo que hay que indefinir. Tenemos que librarnos —y libertarnos— de facciosos de derecha, de izquierda y de centro, de inventores de dogmas, de falsificadores de la Historia, de inquisidores y de definidores. Pero esto de la indefinición pide carta aparte.

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