jueves, 2 de noviembre de 2017

La Universidad hace veinte años

Ahora (Madrid), 17 de agosto de 1933

La vida universitaria hace veinte años en España era fundamental y esencialmente la misma que hace cincuenta y tres años, cuando el que esto escribe ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Madrid, una vida cotidiana, sosegada, rutinaria si se quiere. La Universidad era una oficina de Estado, la de la administración de la enseñanza llamada superior. Esas monsergas de la alta cultura han venido después. La Universidad era una continuación de la segunda enseñanza, del bachillerato, así como éste una continuación, para uso de la burguesía pequeña y grande, de la primera. La Universidad era —y sigue siendo— una fábrica de licenciados y doctores en las cinco Facultades universitarias con sus litúrgicos colores.

¿La Universidad como corporación, como colegio, como colectividad ? Apenas sí existía. Cada catedrático acudía a su oficina, a su cátedra, y despachaba su lección sin preocuparse mucho de lo que sus compañeros de claustro hicieran. Reuníanse sólo para examinar y el día de la apertura de curso, disfrazados con pompa, para oír trozos de un discurso que se repartía y del que, por lo general, no quedaba luego recuerdo alguno. O nos reuníamos en claustro para chinchorrerías internas y cuando había que votar senador universitario, triste función electoral que, en general, rebajaba a los claustros.

¿Pero la labor íntima docente no ya de la Universidad como corporación, si no de los profesores, de los catedráticos mismos? Esto dependía, claro está, del personal, y creo poder asegurar que no era inferior a la de cualquier otro cuerpo oficial del Estado. Los más cumplían, según su leal saber y entender, su misión. Y la cumplían sin más responsabilidad que la moral y de conciencia. No había inspección alguna y dentro de su clase S. M. el Catedrático —como le llamé yo más de una vez— era dueño absoluto de explicar lo que le pluguiera o de no explicar nada. A algunos les eximía de tener que explicar el haber publicado algún libro de texto, que solía ser costoso, o algunos apuntes. Y cuenta que no me parece de por sí censurable el que un profesor recite o acaso lea un libro si el libro es bueno y lo sabe leer. La mayor parte de nuestros jóvenes españoles no se enteran de algo si no lo oyen, no basta que lo lean. Un buen lector puede ser, sin más, un apreciable profesor. Claro está que hay además aquellas disciplinas de lo que se llama carácter práctico, las de clínica y laboratorio, las de ejercicios de traducción, etc., que exigen otra aplicación docente.

Como me propongo abstenerme, en lo posible, de dar nombres y de traer anécdotas, no he de citar a profesores universitarios de entonces que hayan dejado nombre en la historia de la ciencia, de la filosofía, de la literatura o de la investigación. Los más de los que lo han dejado no ha sido por su labor docente de cátedra, sino por sus publicaciones, y hasta en más de un caso se ha formado el prejuicio de que como tales catedráticos eran adocenados. Otra cosa es que acabaran por cansarse de la cátedra, como le ocurrió a don Marcelino Menéndez y Pelayo, de quien seguí dos cursos completos y saqué valiosos apuntes. Pero hay que ver lo que una cátedra, con la monotonía de su regularidad, cansa, y cómo la labor docente, envejeciendo el profesor mientras los discípulos se renuevan en juventud —“los toros siempre seis años!” decía Lagartijo— mella la mente y el carácter. Un maestro, de cualquier grado, se infantiliza con los años. Y los alumnos no siempre respetan la infantilización.

Quiero hacer constar lo que yo debo a maestros de la cátedra que como no ejercieron otra actividad pública, como no fueron escritores ni publicistas, no han dejado nombre alguno, pero supieron despertar vocaciones. He dicho alguna vez que la verdadera Universidad popular ha sido en España el café y que entre nosotros abundan los autodidactos. Pero es que no pocas cátedras eran, y en el más generoso sentido, como una tertulia de café donde no pocos alumnos se descubrieron a sí mismos. Y me acuerdo de un hombre nobilísimo, de enorme inteligencia —verdad, amigo Flores de Lemus—, tertuliano de casino y de café, que apenas si había leído un libro, lo sabía todo de oído, —estupendo conversador, no orador —no pronunció un solo discurso y fue senador— de quien se dijo que enseñaba en cátedra lo que no sabía y que aficionó a no pocos al estudio. Fue un ejemplar magnífico de catedrático oscuro, como tal casi anónimo, y lo recordarán cuantos se acercaron a aquel corazón de maestro, que reposa en su Granada, y hombres así los ha habido, gracias a Dios.

Por entonces, todavía hace veinte años, la concepción general era la de que la Universidad servía para dar a los futuros licenciados aquel mínimo de la enciclopedia facultativa que les permitiese abrirse una carrera. Empezaba a apuntar eso de que es, “además”, un órgano de alta cultura, o de Cultura con mayúscula y un centro de investigación. Luego han venido los investigacionistas, que no siempre son investigadores y con ellos la plaga del especialismo sin universalidad. Aun no se exigía que el profesor tuviese que ser, como por fuerza, publicista.

Lo cual ha traído, entre otros inconvenientes, el de que haya quienes se pongan a improvisar publicaciones no más que para que les sirvan de mérito oficial en concursos y oposiciones.

El nudo de aquella vida universitaria eran los exámenes; en tomo a los exámenes giraba la mala vida universitaria. Se denigraba a ciertas Universidades como coladeras, pero las ciudades universitarias se conmovían si algunos catedráticos ponían en peligro los intereses de las casas de huéspedes, y luego había los padres de los alumnos y las academias particulares. Entre ellas la de los jesuitas de Deusto, y la de los agustinos de El Escorial. En torno a la llamada Universidad de Deusto, la de los jesuitas, empezó a cuajar la campaña en favor de la libertad de enseñanza, de que ésta no debe ser función del Estado, campaña que en tiempo, después, de la Dictadura de Primo de Rivera provocó la agitación estudiantil —de que nació la Federación Universitaria Escolar— en contra del propósito de conceder a esas Universidades libres la facultad de examinar y conferir grados. Aquella agitación estudiantil fue una de las causas —acaso la mayor— del derrumbe de la dictadura primo-riverana. Y la campaña jesuítica en pro de la enseñanza libre ha sido la causa principal del suicidio en España de la Compañía de Jesús. El que esto escribe, que tuvo experiencia larga de cómo enseñaban y de cómo no enseñaban los de Deusto, que tiene formado concepto de la pedagogía jesuítica, no ha de exponerlo ahora aquí. Eso sí, ha de repetir, pues lo ha dicho más de una vez, que estima injusta la disolución de la Compañía e injusta la prohibición de enseñar a las Órdenes religiosas si sus miembros poseen los títulos que el Estado exige, y se someten a la inspección y vigilancia de éste. Y ahora sólo me compete afirmar que la enseñanza universitaria, con todos sus defectos, era en aquellos tiempos muy superior a la de esas otras instituciones libres. La industria pedagógica particular, la de aquellas academias, no se preocupaba de eso que se llama cultura. Mas de esto no creo deber decir más en unas notas sobre la vida universitaria de hace veinte años para atrás.

Un año me falta para jubilarme como catedrático universitario; hay por toda España desparramados alumnos que asistieron a mis clases en aquellos tiempos de obra docente y discente cotidiana, regular, oscura y todo lo que deseo es que esa mocedad que educamos nosotros, los de aquel tiempo, guarde de nuestra labor el recuerdo que yo guardo de los maestros que hace cincuenta años me enseñaron a estudiar, me despertaron curiosidades y aficiones en la Universidad española de Madrid de entonces. No es lo que ellos me enseñaron, sino lo que yo aprendí, excitado por sus enseñanzas y no pocas veces en contra de ellas, por mí mismo. Me enseñaron a leer, en el más noble y alto sentido de la lectura. Y enseñándome a leer me enseñaron a escribir. Lectores se llamó en un tiempo a los catedráticos universitarios —“lentes”, leyentes, se les llama en Portugal—, y sin maestros de esa lección, de lectura, todo laboratorio de investigación, en que se enseñe a leer en el llamado libro de la Naturaleza o de la Historia, será baldío.

No quiero entrar en lo que la política, sobre todo en su más alto y noble sentido, debió a la intelectualidad universitaria. Profesores de Universidad habían sido dos de los cuatro presidentes de la primera República española. Ni tampoco quiero callar que después de la llamada Restauración hubo en general gran respeto a lo que se llama la libertad de la cátedra. Y como sobre esto corren no pocas leyendas, espero en otra ocasión analizarlas.

En resolución, no creo que cuando se haga el proceso de instituciones y categorías sociales públicas que han contribuido a la formación de la actual civilización española, quede la obra de aquella modesta Universidad que tiraba a formar facultativos de profesiones liberales por debajo de la de las otras. Espero que así lo reconozcan las mocedades de las generaciones futuras.

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