viernes, 24 de noviembre de 2017

Recuerdos vivos. A Don José María Gil Robles

Ahora (Madrid), 16 de diciembre de 1933

No para huir del presente histórico y distraerme de él, sino para ahondar más en éste, buscando sus raíces en el subsuelo permanente de la historia, he acudido a mis recuerdos vivos del pasado político de España. Y digo vivos porque son recuerdos de lo que personalmente vi, oí y viví, como testigo y hasta como actor —aunque fuera de comparsa y última fila—, y no de lo que leí en papeles o mamotretos. A un pasado, sobre todo, de mis veintidós a mis treinta y seis años, desde la muerte de Alfonso ХII al principio de este siglo, pasando por el ya legendario y casi mítico 1898. Y he sentido en este recogimiento en mis recuerdos civiles vivos lo que Cánovas del Castillo llamó la constitución interna española, el sentido de su historia.

Me remonto algo más hacia atrás: a cuando, después de haber sido, de niño, testigo de la última guerra civil entre ejércitos organizados —pues la guerra civil prosigue—, alboreaba, gracias a ella, mi conciencia civil siendo chico del Instituto de Bilbao. Vino la llamada Restauración, que no lo fue en lo íntimo la de la monarquía borbónica. Aquella restauración de un régimen en que colaboró, desde fuera de la monarquía, Castelar —como más adelante Azcárate— fue restauración de un régimen que hoy llamaríamos de centro. Y hacia aquel régimen empezaron a converger antiguos sedicentes republicanos, posibilistas primero, reformistas después, a la vez que hacían de cierta oposición de S. M. titulados republicanos a quienes ninguna prisa les corría proclamar la república. Y era que, en el fondo, en aquella restauración del liberalismo constitucional y democrático a nadie le interesaba mucho lo de la forma de gobierno. Sobre todo en las que hoy llamamos izquierdas. Ni a los socialistas —internacionalistas—, los de Pablo Iglesias, para los que siempre esa cuestión de la forma de gobierno, por aquellos tiempos, fue secundaria y más bien indiferente. Y en cuanto a las llamadas derechas, a los que habían luchado contra la monarquía isabelina, y después contra la saboyana, y luego contra la primera república española, la de 1873, en cuanto a estas derechas...

Cuando llegué a esta Salamanca en 1891, a mis veintisiete años de edad, ardían en toda España las disensiones en el seno de aquellas derechas antiliberales. El liberalismo, aquel liberalismo que el presbítero Sardá y Salvany, en un librito —el “áureo libro” le llamaban— por entonces famosísimo, declaró que era pecado, y ser liberal, peor que ser ladrón, adúltero o asesino, aquel liberalismo debía de ser su enemigo común; pero nunca lograron cuajar bien un frente único en contra de él. De una parte, integristas; de otra, carlistas; por aquí, los puros o netos; por allí, los “mestizos” —“las honradas masas”, que dijo don Alejandro Pidal, que trató de llevar a la dinastía alfonsina a los carlistas—, y se discutía de la “tesis” y de la “hipótesis” y del “mal menor”. Los genuinos tuvieron Lа Fe y luego La Esperanza —¡periódicas, claro!—, pero no llegaron a la caridad. Y El Siglo Futuro, siempre futuro.

Esta Salamanca era por entonces, cuando yo llegué acá, uno de los más activos focos —acaso el más activo— de las luchas intestinas de la derecha anti-liberal. Desde aquí se pontificaba. Y la más destacada figura era la de don Enrique Gil Robles, padre del actual diputado por esta provincia don José María. En el grupo figuraba el padre del actual diputado Lamamié de Clairac. Don Enrique guardaba estrecha amistad con don Francisco Giner de los Ríos, y su estilo abundaba en dejos krausistas. Se inspiraba aquel grupo en los jesuitas de la Clerecía, que entonces regían en ésta el Seminario, y se revolvía, en insidiosa rebeldía, contra las tendencias políticas del prelado, el R. P. Cámara, agustino. Los agustinos, acusados de palaciegos y de mestizos, se oponían a los jesuitas, entonces “téticos” —esto es, de la tesis— o netos, aunque luego han ido a la bolina. Otro obispo agustino echó años después a los jesuitas del Seminario. Hubo tiempo en que se decía que los jesuitas rezaban por la conversión del Papa León XIII. Y me acuerdo cómo, siendo yo ya rector, hube de leerle a Gil Robles (padre), en una sesión de Claustro, un párrafo de uno de sus escritos en que hablaba de los obispos “aduladores de los poderes perseguidores de la Iglesia y odiados por su pueblo”. Muy posteriormente condenó el Vaticano a la Acción Francesa y a su monarquismo… estético.

Se trataba, como se ve, del reconocimiento del régimen entonces vigente en España, del régimen liberal constitucional, y no precisamente la monarquía. Pues no me cansaré de repetir que no hay que confundir ambas cosas. Aquel régimen de Cánovas y, en cierto modo, de Castelar, y de Azcárate, y de Canalejas, el de la ley del Candado y de aquel inocente artículo 11 de la Constitución de 1876, que tanto escandalizaba a aquellos inocentes anti-liberales. Y de don Antonio Maura, el que declaró que el liberalismo es el derecho de gentes moderno y a quien, en otro respecto, se le acusaba de filibustero en el Colegio jesuítico de Deusto. Se trataba del régimen liberal.

¡Tiempos aquellos! Pasó aquella restauración, la de la llamada por antonomasia Restauración, y vino la Regencia, la discreta regencia que dice Romanones —¡y qué bien lo ha dicho!—, y luego vino Alfonso ХШ, primero adolescente y luego ya adulto. Y la conquista de Marruecos, y el que yo llamé el ensueño del Vice-Imperio Ibérico, y el cambio de régimen. Porque el régimen, el verdadero régimen —no esa superficialidad de monarquía o república— cambió durante el reinado de Alfonso ХШ; el régimen que se había inaugurado con la revolución de setiembre de 1868. Y empezó a incubarse la nueva revolución. Y ésta estalló en 1923 con el golpe de Estado que, de acuerdo con el rey, dio Primo de Rivera. Y fue así el rey mismo quien inició la revolución y, con ella, el advenimiento del régimen actual. Y así hemos podido decir que quien ha traído esta república ha sido el último rey de España. Desde luego no los republicanos.

Y ahora en que se trata de la consolidación por reconocimiento del régimen —del régimen, ¿eh?, del régimen— vigente en forma republicana, dejando a un lado insulsas pedanterías de Renovación y pueriles lealtades tradicionalistas y sentimentales, brindo estos recuerdos personales de historia perenne e íntima a mi amigo y compañero el hijo del que fue mi compañero y amigo don Enrique Gil Robles, tradicionalista en 1891 cuando llegué yo a esta Salamanca a enfrentarme con él desde las columnas de un diario republicano.

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