domingo, 12 de noviembre de 2017

Solitarios de lugar

Ahora (Madrid), 4 de octubre de 1933

¡Esos espíritus originales —y originarios— que viven vida recatada y oscura por esos campos de Dios! Del Dios de España y de la España de Dios. Originales y acuñados por el mismo cuño. Pero copias los unos de los otros. Esos espíritus no laminados, no planchados por esta civilización eléctrica, pedagógica y sociológica. Es el tipo del solitario de lugar. No solitario del lugar ni no de lugar: lugareño. Así era Alonso Quijano, “el Bueno”. Y forman, sin ellos saberlo, una cofradía en todo España, un monasterio.

El solitario de lugar suele ser médico, boticario, notario, rentero, pequeño labrador, maestro, cura..., cualquier cosa. Su profesión es accidental. A las veces, uno que emigró de joven, que ha corrido y visto mundo, y la querencia del terruño natal le vuelve a su casa. Y tal vez se encierra en ella, en una casita que se abre —y se cierra—a unos soportales, y allí se aquieta y rumia sus recuerdos contemplando la sosegada postura de los cotidianos enseres caseros. Y piensa en el pueblo de su lugar, que es todo el pueblo de todos los lugares y de todas las naciones de la historia. Porque si el solitario de lugar escribiese en vez de soñar en su camilla o su “gloria” en invierno o en el campo en verano, este visionario vidente —ve la realidad en visiones— podría escribir la historia universal de su lugar, de Villavieja de la Ribera o de Aldealuerga del Encinar. Porque él siente en universal lo local. Pero no es ni un archivo ni un archivero de las universales tradiciones lugareñas, sino la silenciosa tradición misma encarnada.

Recoge y consuma la difusa y rala vida espiritual del lugar; lee en las miradas de sus convecinos, y así para él es comunión la convecindad. Recoge murmuraciones que se susurran a su paso y adivina dramas familiares y hasta individuales. Y así viene a ser el callado y desconocido sacerdote de la subconsciente religión lugareña popular; representa a todos los demás del lugar ante Dios. Y sueña por todos ellos.

¿Cacique? No; el solitario de lugar no suele llegar a cacique, ni siquiera a alcalde. Cuando quieren hacerle tal lo rehúsa. Pero no suelen quererlo porque le respetan y adivinan su honda función espiritual. El solitario de lugar —el tío Fulano muchas veces— es varón de consejo. Y no espolea al pueblo, sino que lo enfrena. Sé de alguno cuya silenciosa sonrisa es una crítica de siega. Y que en cierta ocasión me dijo: “Estoy aburrido de ser siempre yo mismo.” Y qué mirada; no sé si de compasión o de tristeza, me dirigió cuando le dije por qué no se metía en política. ¿En política él, él?

El solitario de lugar, por lo común, todo él interioridad —mejor aún, intimidad: él, que no tiene amigo íntimo alguno, porque todos sus convecinos viven en él—, el solitario de lugar es todo lo contrario del hombre de partido político, todo él exterioridad, superficialidad. Porque el político de partido lugareño, el del bando éste o el del bando aquél, será honrado, abnegado, desinteresado, pero suele carecer de espiritualidad. Jamás llega a sentir pesares de lujo, sentimientos suntuarios —y suntuosos—, de que es capaz el solitario de lugar por poco ilustrado que sea. Porque este solitario siente la terrible calma de la eternidad por debajo de los temporales, es decir, de las temporales tormentas de la vida pública civil, de la política. Cuando el temporal arrecia, él se alberga en el eternal. Y la vida de este solitario, que es una silenciosa oración al misterioso poder oculto que teje la historia universal de la aldea, del villorrio, de la villa en que vive y de que vive, esa vida rescata las vidas de sus convecinos.

¿A qué debió Alfonso Quijano, solitario de lugar en un lugar de la Mancha, el ser apodado “el Bueno”? ¡Ah, si supiéramos a acción que sobre sus convecinos ejercía aquel soñador que salía de caza y se apacentaba de visiones de libros le caballerías! En casi todo solitario de lugar late un don Quijote.

Pero, ¿y por qué de lugar? ¿No también de gran villa, de ciudad, de capital? Primero que una villa, una ciudad, una capital, son lugares. O, cuando menos, mazorcas de lugares. ¿Qué es este Madrid, por caso, sino una mazorca, una piña de barrios, unos suntuosos y otros sórdidos? Pero aquí el solitario de lugar se ahoga, o mejor, le ahoga la muchedumbre de la calle y de la plaza; le ahoga y le vacía. Los solitarios de esta laya que nos ha sido dado conocer son como galápagos, que se recogen en su concha a ciertos toques. O son, tal vez, como cangrejos. Tienen el armazón espiritual, esqueleto del alma —lo que sobrevive, pues todos dejamos por lo menos, ya muertos, un esqueleto como lo más duradero—; le tienen por de fuera y la carne sufriente por dentro. Y es cosa corriente que cuando uno de esos solitarios o nace o viene a vivir a una de estas grandes ciudades, a una capital política sobre todo, se le derrite la carne espiritual y no le queda sino el caparazón, y es un esqueleto que se pasea. El barullo callejero —sobre todo el de las llamadas manifestaciones, que no manifiestan nada— le mata la interioridad, la intimidad. Le llena de tristeza la bullanguera algazara de las turbas domingueras. Don Quijote no podía haberse formado —haberse creado— en una de estas grandes ciudades. “El Caballero de la Triste Figura” tenía que ser un hidalgo aldeano. ¿Cómo soñar en Amadís en la Puerta del Sol?

Y bien, ¿que dónde hemos descubierto todo esto? ¿O donde lo hemos adivinado? Recorriendo, y hasta no más que atravesando, lugares, en breves entrevistas con hombres a quienes no les han vaciado el alma íntima los temporales de la dicha vida pública. Esos solitarios son la continuidad de la nación. Ellos, universalmente nacionales; ellos, que viven y sueñan la cotidiana historia universal aldeana; ellos, no ya la flor, sino la raigambre de la casta, son lo contrario, aún más, lo contradictorio de esos otros a quienes se llama castizos. Hombres estos, loa apodados castizos de partido, de temporales y de temporalidad, y los otros, los solitarios, de entereza y de eternidad. Y luego los castizos, muñidores o apioladores de clientelas políticas, fingen desdeñar a loe solitarios o les diputan por neutros, con los que no se puede contar para obra eficaz y definitiva. ¡Que Dios les mejore a esos castizos el husmeo para que lo puedan ganar

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