lunes, 11 de diciembre de 2017

Sobre la catolicidad

Ahora (Madrid), 7 de marzo de 1934

Hora es ya de cortar el paso a una confusión verbal que desde hace algún tiempo están metiendo ciertos señoritos intelectuales neo-católicos que sin creer ni en Dios ni en el Diablo andan a vueltas con la catolicidad mejiéndola con el catolicismo. Y cuando gemimos bajo el peso de tantas boberías inapelables bueno es hacer el legrado de la matriz mental raspando conceptos.

Católico quiere decir, como de puro sabido se olvida, universal y catolicidad universalidad. Y no es lo mismo que catolicismo, que hoy significa una determinada y exclusiva confesión cristiana, que puede, y suele excluir universalidad dejando de ser, en rigor de palabra, católica.

La más genuina universalidad —catolicidad— civil y religiosa fue la del agonizante paganismo romano, el de la época imperial o cesárea. Roma —la “Roma aeterna”— arrebató a Constantinopla la capitalidad universal, católica, cuando extendió la ciudadanía a todo el Imperio y recibió, a la vez, en su Panteón por una “teocrasia” (con s, no teocracia, con c, que es otra cosa) o mezcla de dioses a los de los pueblos vencidos apropiándoselos como “sacra peregrina”. Lleváronle los soldados de sus campañas la Ma o Belona capadocia, la Isis egipcia, el Adonis sirio, el Mitra persa y otros más. Algunos de ellos eran deificaciones, apoteosis, del Sol, cuyo jeroglífico es la svástica cruz gamada o ganchuda a que ahora han hecho en Alemania racista o nacionalista, es decir, anti-universal, anti-católica. A la desnuda cruz cristiana, la del crucifijo, sin más que sus cuatro escuadras centrales, le han añadido otras cuatro —los ganchos o gamas— y se ha convertido en escuadrón. E inflexible, malo para reglar a un pueblo, que, como a piedra de cantera, se le regla mejor con flexible cercha.

La cruz cristiana, y a la vez católica, fue la del Sacro Romano Imperio Germánico, la de la monarquía universal que propugnó el gibelino Dante; la cesárea, la que tuvo que luchar con la del Pontificado, Que ésta, la pontificia, la del Vaticano, es la del catolicismo, pero no por eso consecuente y necesariamente de la catolicidad. Pues llamamos catolicismo a una doctrina teológica, a un credo. ¿Y cómo es posible abarcar a todos los creyentes cristianos, por no decir nada de los demás ciudadanos del mundo, con el símbolo de Nicea, con el Credo litúrgico y más acompañado de la sentencia anti-universalista de que fuera de la Iglesia de Roma no hay salvación? Catolicidad que se hizo imposible después del Syllabus de Pío IX y del Concilio del Vaticano. ¿Cómo se va a unir a todos los ciudadanos del mundo cuando se les pide creer dogmas increíbles y hasta se lanza el anatema al que confesando creer en Dios añade que no cree que sea demostrable racionalmente ni su esencia ni su existencia?

Y posteriormente hemos visto que ciertos intentos de concordancia entre las dos supuestas catolicidades modernas, la cesárea o imperial, y la pontificia, han tenido que terminar en su discordia y rompimiento. La catolicidad cesárea italiana se ha hecho nacionalista, fajista, esto es, anti-universal, anti-católica, aunque el pagano e incrédulo Mussolini firmara el Pacto de Letrán. Y la vieja catolicidad cesárea germánica ha caído en el anti-católico, a la vez que anti-cristiano, racismo del jeroglífico solar asiático. Lo que nos recuerda que también aquí, en España, hubo y aún hay un cierto catolicismo nacionalista o casticista, aunque sin casticidad. También aquí hemos oído la nefanda blasfemia de que no puede ser buen español el que no profese el credo de la Iglesia Romana, de que la ortodoxia es como sí consustancial a la españolidad. Como si algunos de los más grandes heterodoxos españoles no hubieran sido, en el rigor originario del calificativo, tan católicos—y desde luego tan cristianos— como sus adversarios. Pese a las fogosas sentencias retóricas de nuestro querido y admirado maestro don Marcelino, de cuya “tendenciosa superficialidad” dice algo el profesor danés Broenstedt en su denso y hondo estudio sobre San Juan de la Cruz y a propósito de las concomitancias de éste con nuestro gran quietista —y nadista— Miguel de Molinos. Y si en España no ha habido más heterodoxos, o herejes, o agnósticos, es porque no ha habido más fe.

La proclamada como la mayor —casi única— herejía española moderna ha sido el liberalismo, denominación —conviene volver a recordarlo— que nació aquí, en España; el liberalismo condenado en el Syllabus, el que declaró pecado el antaño famoso y hoy casi olvidado Sardá y Salvany, el protervo liberalismo del artículo 11 de la Constitución de 1876, que escandalizó tanto como el 26 de la actual. Y este liberalismo, del que ha dicho Benedetto Croce en su Historia de Europa en el siglo XIX, que es la religión civil de ese siglo glorioso, y del que dijo el católico romano don Antonio Maura que es el derecho de gentes moderno; éste sí que profesó catolicidad, universalidad. Como que en el fondo, en lo político, en lo económico, en lo religioso, era individualista, y nada hay más católico, más universal, que la individualidad; no hay dos cosas que conjuguen mejor que catolicidad e individualidad. Hasta en la Lógica se enseña que los juicios individuales se asimilan a los universales frente a los particulares. La universalidad tiene que temer más de las particularidades que de las individualidades. Por eso el liberalismo cuidó, ante todo, de los derechos llamados individuales, de los Derechos del Hombre, del ciudadano, y de que no fueran anulados por el Estado, por el Estado nacional, que le aparta de la catolicidad ecuménica.

Ese hoy tan calumniado como mal conocido liberalismo; ése al que encausan con “tendenciosa superficialidad” algunos de los susodichos señoritos intelectuales neo-católicos —traductores, en parte, de los camelos de los camelotes de la Acción Francesa, dirigida por un pagano y ateo—, ése sí que fue, en el vigor etimológico de la expresión, católico. Entre nuestros católicos liberales —y liberales católicos— es donde hay que buscar la catolicidad española. O, si se quiere, la españolidad católica. Y ello aunque no fueran ni cristianos ni siquiera deístas.

Déjensenos, pues, esos que enarbolan —y hasta esgrimen— ahora el pendón de la catolicidad sin comulgar con el credo de la misa romana; déjensenos de venir con embrollos y arterias verbales. Lo primero, en política —pues de ésta y no de religión se trata—, es hablar claro. Y en hablar claro entra, por otra parte —¡claro está!—, no empeñarse en definir lo indefinible, ni jugar con sentimientos que no se encinchan en dogmas teológicos.

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