martes, 2 de enero de 2018

Carta abierta a Don Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena, rey que fue de España

Ahora (Madrid), 19 de junio de 1934

Allá en tiempos de su reinado solía dirigirle, señor, abiertamente escritos —con su “Envío” a las veces— hablándole con una libertad con que ningún presunto republicano le hablaba. Y llegué a visitarle —nada clandestinamente— para hablarle con igual libertad —testigo, el conde de Romanones—, afrontando las suspicacias y recelos de los que habían de virar a la revolución años después. Y ahora siento la necesidad de hablarle y de hablar a los otros con igual franqueza española.

Oigo hablar, señor, de si abdica o no, de si don Alfonso Carlos, el de Cuenca—¡con sus ochenta y cuatro años!—; de si su tercer hijo, Juan —don Juan III—; de si... Hace pocos días se levantó en los pasillos del Congreso una torva —“bruja” le llaman aquí— o remolino de polvo —no llegó a polvareda— por si unos monarquizantes —así se dice— iban o no a secuestrar al Presidente de la República para preparar el traspaso. Bruja de pasillo parlamentario.

Mas vengamos a lo lógica y moralmente conjeturable. Se comprende, señor, que desee —y más después de la reciente amnistía— que el Parlamento de España le rehabilite como ciudadano español, aunque, ¡claro está!, no le reintegre sus privilegios soberanos, que sería locura pretenderlo. Y entre tanto no decidir el paso grave. Me encontraba yo encamado en un hotel, pasando días de angustia corporal, cuando en las Constituyentes se peroraban las insensateces de las responsabilidades. No pude asistir a la bochornosa sesión en que se le declaró fuera de la ley, con otras ridículas estridencias. La Cámara se vio arrastrada por su camarilla de energúmenos del grajal —“rookery”, que se dice en la lengua de su mujer—, cuyo único hipo era el de sobrepujar a los demás todos. Yo me acordé entonces de aquel patricio argentino Félix Frías, sacerdote, que, enemigo del tirano Juan Manuel Rosas, como los demás, al ser éste vencido en Caseros y presentarse en la Cámara una propuesta para declararle traidor a la patria y otros anatemas así, alzó su voz para proclamar que no es menester de una Asamblea legislativa dictar juicios históricos. “Ai posteri l'ardua sentenza”, que cantó Manzoni en su oda a la muerte de Napoleón. Y aquí no se trataba —lo reconocerá, señor— de ningún Rosas ni mucho menos de ningún Napoleón. Pero...

Aquí no le quieren ya, señor, ni los monárquicos. Y quien le diga otra cosa le miente. No le quieren ni los que le reconocen ciertas nativas calidades. Los más de los españoles no podemos olvidar que pudo impedir que se fusilara a los patriotas Galán y García Hernández —si es, señor, que no incitó a ello—, y todo no para dar luego la cara a la revolución en la calle el 12 de abril, lo que habría compensado aquella torpeza, sino para huir, abandonando a su familia. ¿Para evitar la guerra civil? No, sino más bien para prepararla más solapadamente, según vamos viendo.

Y ahora quiero refrescarle la memoria, pues los reyes suelen tenerla flaca y falaz, aunque presuman de ella. Fue el caso que allá a fines de su reinado constitucional vino, señor, a esta ciudad de Salamanca acompañado de su entonces ministro de Instrucción Pública, Joaquín Salvatella, y le anunció el próximo futuro golpe de Estado militarista y dictatorial. Y Salvatella —¡pobrecito!— se lo dijo a García Prieto. Luego, cuando al fin, señor, de su reinado —ya anticonstitucional— lo recordó Salvatella fue procesado. Y después, al venir la república, como le preguntaran si volvería a hacerse republicano, respondió con honda melancolía —estaba oyente yo—: “Dos equivocaciones en una vida..., ¡no!” Luego ha muerto —¡y cómo!— aquel pobre equivocado, testigo de la deslealtad y del perjurio de su rey. Le conocí primero, cuando era republicano federal, al oírle, y en catalán, en el “aplec de la protesta” en la plaza de toros de Barcelona el 21-X-1906, y le traté luego, ya en desgracia. ¡Pobre Salvatella!

Hay muchos, señor, que en otro sentido no quieren volver a equivocarse. Y no lo digo por mí, que no me he equivocado en esto. Lo que le digo, señor, es que no se forje ilusiones y le diga a su hijito que no confíe en juanistas —o donjuanistas— resentidos que rumian agravios —muchos, supuestos— y esperan un vengador. Que los que van para hombres públicos no se acarran en partidos políticos por ideologías, sino por temperamentos, y que si, resentidos, ¡no!, renoveros, ¡menos aún! ¿Una tradición monárquica? Entendámonos: historia, sí; pero arqueología, ¡no! Y menos liturgia y ritual, horros de fervores íntimos.

Que se nos quite de encima este arqueológico chisme de batalla de las formas de gobierno y cese la estúpida querella de su esencialidad o accidentalidad. ¿Formas? Con la que nos rige, la llamada república, estamos conformes los españoles de sano juicio y ánimo limpio; con su forma, aunque no todos lo estén con su modo actual. Conformes con su forma, no acomodados a su modo actual muchos. Y que haga su hijito, señor, saber a esos resentidos y a esos renoveros que si no se sienten con fuerza para intentar acomodar a su modo la forma de gobierno que nos hemos dado los españoles, es sandez su disconformidad. Y que se enteren bien de lo que es tradición histórica y no la confundan con una traducción arqueológica.

Aun me quedan, señor, cosas por decirle. ¡Y tantas que le he dicho desde antaño! No soy un resentido, señor, ni un despechado. Sabemos muy bien que personalmente no recibí del último rey de España más que atenciones y que nunca se me pidió una profesión de monarquismo. No pude equivocarme como el pobre Salvatella, porque ni aspiré a ministro ni me enredé en eso de la accidentalidad o esencialidad.

“Dos equivocaciones en una vida, ¡no!” Oiga, señor, la melancólica sentencia de su último ministro constitucional de Instrucción Pública, instrúyase y aplíquesela.

Y crea en la sinceridad de aquel a quien llamaba antaño su amigo, y siempre de la verdad.

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