martes, 9 de enero de 2018

Carta al amigo periodista

Ahora (Madrid), 20 de julio de 1934

En una de sus visitas a esta Salamanca, encontré a mi buen amigo el pintor Sorolla muy alzaprimado porque en el hotel en que paraba —y pasaba por el mejor— habían servido al retrete con papel de periódicos. “¡Esto es una vergüenza —gritaba más que decía—; es propio de un país de...!” “De analfabetos”, le interrumpí, por calmarle. Y él: “No; ¡de cochinos!” Estimaba sucio y anti-higiénico el uso “a posteriori” —o sea, a trasera— de papel impreso con tinta de imprenta. Y he conocido también uno de esos hombres feliz o infelizmente niños de por vida de esos enmadrados que sienten siempre sobre su corazón el dejo del calorcillo del flojel materno, que se horrorizaba de ese uso de la Prensa, pues que su madre lo proscribía, ya que en la “buena Prensa” —única que en su casa entraba— venían casi a diario los santos nombres, amén de las cruces en las esquelas de defunción. Y, sin ser ni como el uno ni como el otro, conozco sujeto, muy aprensivo, que sostiene que el tal uso de la Prensa “a posteriori” es muy perjudicial para los que, como él, padecen de almorranas, pues las irrita, dice. Y he pensado si es que no hay una especie de almorranas cerebrales —o acaso intelectuales— a las que irrita la Prensa que entra por los ojos. El número de los que sufren de esclerosis mental —que acaba en dementalidad—, con sus consiguientes embolias ideales, es legión entre los que se dan a debates políticos y religiosos. Y hay que notar cómo les irritan los diaristas debatientes.

La fe decía el Apóstol que entra por el oído; pero él escribía de preferencia. Pero escribía lengua hablada, en vez de hablar lengua escrita. Su gramática era lógica; su literatura era oratoria, o mejor: conversación. Sólo conversando se convierte a otro. Y a diario. En la Prensa diaria dan los periodistas pensamientos sueltos o de vellón. Los de oro —más o menos puro— ya apenas corren; en vez de ellos, los de papel, en resma o en folios.

No creemos que haga falta decir —aunque, ¿quién sabe?— que periodista es una derivación de periódico (papel) y no inmediata de período. De período —no de tiempo, sino de lenguaje— sintáctico. Y que no se le llama periodista al que construye períodos, al escritor u orador frecuentemente gerundiano. Y no por fray Gerundio de Campazas, criatura del padre Isla, S. J., sino por los gerundios, por esos horribles gerundios —entre los que descuellan el “considerando” y el “resultando”— con que se ha estropeado nuestra lengua, aún más que con los ques con que —¡vaya otro!— se trata de cerrar el paso al infinitivo y a su valor infinito y nominal.

Y le digo esto, amigo mío periodista, porque me pregunta usted de dónde le pudo haber venido a nuestro don Marcelino Menéndez y Pelayo aquella ojeriza que profesó contra los periodistas, habiendo él sido un magnífico periodista— “periodista de a folio” le he llamado—, sobre todo en sus tomazos polémicos. Y aun periodista en el otro sentido suso-propuesto, aunque no gerundiano. ¡Vaya usted a saber...! ¿De dónde les vino a Pereda y a Pérez Galdós su enemiga a lo “chicos de la Prensa”? Y cuente con que su prestigio se lo dieron a aquel don Marcelino, sobre todo, los periodistas. ¡Como que les ahorró no poco trabajo! Aquel dechado de periodistas que fue Mariano de Cavia era quien acaso más admiró al maestro. Tanto, que una de las mejores cosas que escribió Cavia fue una composición en endecasílabos sueltos celebrando la vuelta de don Antonio Cánovas del Castillo después de su boda con doña Joaquina Osma, inspirada en la técnica poética menéndez-pelayesca, y de que se me han quedado grabados en la memoria —y hace de esto años— aquellos versos en que, refiriéndose al ferrocarril, decía: “Tras del dragón flamígero moderno / que en curso majestuoso sobre férreas / y equidistantes barras se desliza...” Y luego: “Descendió don Antonio airoso, alígero, / gozó el suelo su huella luminosa / y sonriente coro de amorcillos / alegró cielo y tierra... (aquí me falla la memoria). / La grey conservadora prosternóse / como ante Zeus las helenas turbas, / y así dio al cielo férvida plegaria:... (vuelve a fallarme); / ... grácil, esbelto, / cual “La Correspondencia” nos lo pinta / con vivísimos toques y matices, / que envidiarían Zeuxis y Parrasio...” Mas ¿a qué seguir? Cavia parodiaba lo que más a pecho tomaba. Y lo que le hacía admirar a don Marcelino y a don Antonio, a los dos monstruos —como se les llamó—. Cavia fue un erudito que tuvo que meterse a periodista. Como hay el periodista que tiene que meterse a erudito.

¡Y pensar, amigo mío, que estos nuestros escritos volantes irán, como las hojas secas en otoño, a pudrirse, olvidadas, en el suelo del bosque! Sírvale de consuelo el que lo abonarán para la siguiente floración de primavera. Sí, pero... Una vez don Marcelino, en sus Orígenes de la novela, al tratar de un libro de un cierto Lofrasso, se regodeaba citando los más graciosos disparates del tal, un soldado sardo metido a novelista en español, y añadía: “Pero basta de necedades, que no dejan de serlo por estar en un libro rarísimo.” ¿Cabe más encantadora declaración de un bibliófilo y erudito? Para los demás mortales un libro se hace rarísimo precisamente por contener necedades; pero para un erudito... ¿Habrían acaso servido las hojas de los ejemplares del libro de Lofrasso, Los diez libros de la fortuna de amor, salido de las prensas de Barcelona en 1573, para usos “a posteriori” (Y aquí se me viene a las mientes aquel otro librito Los perfumes de Barcelona, que hacía nuestras delicias malolientes de niños.)

Mas no se acongoje. Hoy los más grandes escritores tienen que hacerse periodistas. Ante todo por una razón económica que no he de encarecerle. Y luego por otras, aunque también éstas tengan raíz económica. No anduvo descaminado el que asentó que la difusión del periodismo, de los diarios y las gacetas y las revistas lleva consigo un cambio tan grande en la marcha de la cultura humana como el que produjo la invención de la escritura primero y la de la imprenta después. Formáronse primero una lógica y una estética de la lengua escrita; luego, de la impresa, y ahora se están formando de la lengua periodística. Y otro día le entretendré hablándole de los escritores jeroglíficos, de los cuneiformes y de los alfabéticos. Tenemos entre nosotros un escritor de estilo cuneiforme —en cuñas—, que es divertidísimo notar cómo les irrita a no pocos de estilo jeroglífico, que le tildan de arbitrario y desaliñado. A mí me place más cuanto más de él disiento.

Espero, amigo mío periodista, tener que volver al tema. Este ejercicio, a mi modo, del periodismo —o ensayismo periódico— podrá haberme desviado de otra actividad, ¡pero me ha emancipado de tantas cosas...! ¡Vaivenes y altibajos de menester tan menesteroso: ¡Libertan tanto ciertas servidumbres...! Y si alguien dijere que parezco escribir no más que para escritores, le diré que todo lector de raza sueña en escribir. Y si no, no es verdadero lector.

Hagamos, pues, periodismo, pero con toda el alma. “Con toda el alma”; ¡qué hermosa expresión, chafada, como otras también hermosas, por la rodera del mal uso! Y una de nuestras tareas ha de ser la de regenerar tales expresiones. Que nada como el periodismo rehace —digan lo que quieran literatos chirles— el lenguaje. Que cambia periódicamente.

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