miércoles, 17 de enero de 2018

Cartas al amigo XVI

Ahora (Madrid), 4 de septiembre de 1934

Hagamos un poco de psicología, amigo mío. O psicografía, si lo prefiere. Entre una y otra media la diferencia que entre biología y biografía, geología y geografía. Psicología es la de Wundt, por ejemplo, y la de los pincharranas. Y la de los test norteamericanos y otras atrocidades pedagógicas por el estilo. Y no quiero proseguir porque usted, que sé que ha leído ya la segunda edición de mi Amor y Pedagogía, sabe de qué mal humor me pone el tener que ocuparme de eso. La psicografía es, ¿cómo se lo diré?, poco... científica. Cosa de aficionados y no de profesionales. O de eruditos, si usted quiere. ¿Pues qué fueron sino aficionados a estudiar la vida del alma el Dante, y Shakespeare, y Cervantes, y Balzac, y Flaubert, y Stendhal, y Dickens, y Meredith, y entre nosotros, ya en nuestros tiempos, Leopoldo Alas, Pereda, Galdós...? No vengamos a los vivos. Lo de la psicología dejémoslo a los alienistas. Es su oficio darle un nombre a la locura que padeció Don Quijote. U otro de esos que llaman entes de ficción los que son, en realidad de verdad, mucho más ficticios que él.

Hagamos, pues, un poco de psicografía, amigo mío. Y, cabal, está usted en lo cierto; el hombre de que me habla es de lo más desigual que cabe. Pasa rachas de respondón, de enajenado, y luego otras de reservón, de ensimismado; siempre... ¿Cómo diría uno de esos profesionales de la psicología patológica o psicopatológica? ¡Ah, sí!: esquizofrénico. En mis tiempos juveniles se decía chiflado. O tocado. Su seso y su ánimo no aran en yunta. Tiene prontos y tiene recatos.

Me dice usted que es un tímido y que es un orgulloso. Viene a ser lo mismo. Y me agrega que es un resentido. ¿Un resentido? Ahora se va poniendo de moda esta categoría psicopatológica. En parte por influencia de la ciencia alemana, ya que en Alemania parece ser que eso del resentimiento hace estragos. Y los hace el orgullo de la timidez o la timidez del orgullo. Pues todo eso de los arios y del arianismo —que no es precisamente arrianismo, aunque se le parece mucho—, ¿qué es sino producto de resentimiento? O de un complejo popular de inferioridad, si usted quiere. Porque cuando un pueblo da en decirse superior y en atribuirse una elevada misión universal, en creerse elegido de Dios —¡de su Dios, claro!— para una obra de siglos, y luego se pone a la defensiva y se queja de que se le persigue, ¡ah!, entonces ese pueblo es un pueblo resentido.

Pero volvamos a nuestro sujeto, al que me dicta esta carta en respuesta a la suya, amigo mío. El sujeto en cuestión es, en efecto, un resentido. ¿Pero qué es, en el fondo, un resentido, sino un remordido? ¿Es que el resentimiento es otra cosa que una forma del remordimiento? Los más de los que padecen de manía persecutoria, de creerse perseguidos, tienen conciencia de haber sido perseguidores, a lo menos en deseo. Como una de las formas más sutiles y diabólicas de la envidia es creerse envidiado. Sí, amigo mío, el resentimiento suele ser remordimiento. Y suele ser también presentimiento. ¿Cree usted que haya situación más terrible de ánimo que el que entra en un combate con el presentimiento de su derrota y no resignado de antemano a ella? O acaso buscándola...

Sí, el sujeto ese es un remordido. Es lo que alguien llamó, con expresión feliz, un ex fracasado. O en este caso, y para emplear un giro tal vez sobrado conceptuoso, un ex futuro fracasado. ¡Qué psicografía, es decir, qué novela —o cuento—, qué drama —o comedia o sainete— se podría escribir sobre él! O inducirle a que escriba sus memorias.

Me dice usted que ha dado en pensar si es que al sujeto en cuestión le va marrando el talento o el coraje, si le mengua el entendimiento o la voluntad. Pero si usted no estuviera todavía perturbado por esa psicología científica —racional se le llamaba antaño—, por ese galimatías del más puro origen escolástico —y metafórico—, le diría que se fije bien en cómo se puede diferenciar, a no ser verbalmente, de la inteligencia la voluntad, del saber el querer. Y si no me lo tomase a gusto de conceptismos más o menos paradójicos, le diría que medite bien en el querer saber y el saber querer.

Vea usted, amigo mío, un proyectil que va en una dirección cualquiera. Allí hay una fuerza, un movimiento y una dirección. Le desafío a usted a que sepa explicarnos la diferencia entre los tres... conceptos. ¿Qués es una fuerza sino movimiento? Hasta cuando parece en reposo. ¿Qué es un movimiento sino dirección? Aplíquelo usted, si quiere, a la llamada fuerza de la gravedad. O a la llamada fuerza de inercia. Y luego piense si un gran pensador no es un gran queredor, si no brotan los grandes pensamientos de las grandes voluntades, o al revés, si los grandes queredores no han sido grandes pensadores, si las grandes voluntades no brotan de los grandes pensamientos. Y no haga usted caso de esa vaciedad de que uno concibe bien y ejecuta mal. No, el que ejecuta mal es que concibe mal. Y el que no se decide es que no ve.

Y siguiendo el ejemplo de la fuerza, el movimiento y la dirección de éste y del proyectil con él, le diré que, en el fondo, es uno y lo mismo la voluntad, la inteligencia y la expresión de ésta, o sea el lenguaje. Que es lo mismo querer, pensar y decir una cosa. Y en cuanto a considerar la inteligencia como una forma de la voluntad o ésta como una forma de aquélla y el lenguaje forma de los dos, en cuanto a esto dejémoslo a los psicólogos profesionales. ¿O cree usted que vamos a volver a lo de Schopenhauer, de “el mundo como voluntad y como representación”, como si fueran cosas distintas estas dos? Y ya ve usted cómo vamos nosotros, los psicógrafos, cayendo en psicólogos. O los historiadores en metafísicos. ¿Qué hacerle...?

Eso de la metafísica, o de la psicología, es… ¿cómo se lo diré?... algo así como la teología, cosa del Espíritu Santo. Y ya recordará usted, pues le sé lector —como yo— del Nuevo Testamento, lo del libro de los Hechos de los Apóstoles, en su capítulo XIX, cuando San Pablo “llegó a Éfeso” y se encontró con unos discípulos y les preguntó qué espíritu santo habían recibido al creer, y le respondieron que: “ni siquiera hemos oído que haya espíritu santo”. A pesar de lo cual Pablo les bautizó en el nombre de Jesús, y aquellos discípulos, que habían sido bautizados con el bautismo de Juan, el del arrepentimiento —remordimiento—, imponiéndoles las manos les dio espíritu santo. Y dejó a su agudeza el hacer aplicación de ese pasaje de psicografía cristiana a nuestra psicografía nacional.

Y no entremos en lo que luego, en ese mismo capítulo, se dice de: “¡Grande es la Diana de Éfeso!” Porque esto pediría carta aparte. Quedémonos, por ahora, en que los resentidos o remordidos no pueden dar espíritu civil a los que jamás han oído o entendido que haya semejante espíritu. Y menos a los que sólo andan al redondeo de aprovecharse del culto a Diana, única cosa tras que boquean. Y ya sé, amigo mío, que a otros lectores no les bastará esta psicografía en álgebra, sin números, nombres propios; pero es que no hago aquí chismografía. La psique, el alma, no se hace con chismes. Y el que quiera afilar sus entendederas, que las afile.

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